sábado, 9 de marzo de 2024

REPLEGAR (3)

Guada entró a la habitación del hotel y apoyó la lata de Coca que venía tomando en la mesita de luz mínima, casi irreal. Todo era en miniatura en el hotel, pero la mesa de luz, bueno, sobrepasaba sus más mínimas expectativas. Se sacó la ropa, la dejó tirada a un costado de la cama y se metió en la ducha por segunda vez en el día. Retrospectivamente le dio un poco de verguenza haber hecho las dos entrevistas con ese olor a garche encima, pero bueno, gajes del oficio, nadie pareció haberse sentido incómodo. Se bañó relajada, se toqueteó un poco pensando que en un rato la que la iba a estar toqueteando sería Miriam, se entusiasmó pensando en que además de coger iba a poder seguir profundizando en la muerte de El laucha, que a esa altura le interesaba más que todo el rollo de los ovnis; se secó, tiró la toalla a un costado, se puso solo la bombacha y se tiró en la cama. Tomo un trago de Coca, observó por la ventana la noche calurosa y espesa, revisó el celu. Un mensaje de su ex, que le pedía por favor hablar, un mensaje de su primo, que le sugería no sabía qué libro sobre crónicas periodísticas, y un audio de Nadia, que reprodujo y que le decía: “qué hacés hermosa, ¿todo bien? ¿Estás viendo A dos voces? ¿Estás escuchando el bolazo de este tipo contra La jefa? Vamos a tener que ir para atrás, me parece. Me parece que tenemos que replegarnos. LLamame o mensajeame ni bien puedas...” Guada se quedó pensativa. No podía ver A dos voces porque estaba en un hotel de mala muerta de la provincia de Buenos Aires que no tenía tele. ¿De qué hablaría Nadia, quién sería “este tipo”? Podía ser cualquier cosa, “tipos” (y “tipas”) sobraban; viniendo de esos hijos de puta... En ese momento tuvo la primera sensación de mareo, de confusión. Le pareció, literalmente, que todos los sistemas de su cuerpo iban a menos y que ella quedaba como flotando. Intentó levantarse y se derrumbó sobre la cama al instante. Era como si todos los músculos de su cuerpo hubieran decidido rebelarse y dejarla sin un ápice de fuerza. Y en ese momento pasó lo increíble. Juan Anteojudo abrió la puerta del cuarto, sonriendo de oreja a oreja. Guada hubiera querido gritar, insultar, cagar a trompadas a Juan Anteojudo pero no tenía reacción. Ninguna. Cero. Nada. “Disculpame Guada. Hace rato que quería estar con vos. De cualquier forma. Te juro que me obsesionás. Gracias por recibirme, aunque sea, bueno, un poco dada vuelta...” dijo en un tono repulsivo que mezclaba una libinidosidad interminable con cierto aire definitivamente esquizo, el que Guada le había adivinado al final de la primera cita. ¿Cómo carajo la había drogado? Mientras veía al pajero asqueroso de Juan Anteojudo que empezaba a acariciarle la cara despacio, con lentitud morbosa, Guada razonó que el hijo de puta le había metido alguna falopa muy potente en la lata de Coca mientras se bañaba. ¿Y cómo había entrado al hotel? Mientras Juan Anteojudo le empezaba a chupar los pezones despacio, como jugando, llegó a la conclusión de que posiblemente hubiera alquilado una pieza. “Qué lindo la vamos a pasar esta noche, Guada... qué lindo la vamos a pasar...” anunció Juan Anteojudo con un susurro, y se empezó a desabrochar el pantalón.

domingo, 18 de febrero de 2024

COGER (3)

Guada acabó con un gemido hondo, lento y parsimonioso. Miriam sacó la cabeza de su entrepierna, se le tiró encima y la lengueteó toda, ya juguetona, sin calentura real. “Uf, qué manera de garchar, mamita. ¿En serio no te solés encamar con nosotras? Qué desperdicio...” Guada se rió y manoteó el vaso de birra. Tomó un trago largo, que le devolvió el alma al cuerpo, como decía su tía Norma. Tres acabadas en dos horas. Y sí; tenía que hacer memoria. “La verdad. Creo que la última vez que estuve con una chica debe hacer, no sé, capaz quince años...”. Miriam la miró con desconcierto: “¿quince años? ¿Pero cuántos años tenés?...” Guada sintió un despunte de orgullo. “¿Yo? En junio cumplo cuarenta” anunció con satisfacción lacónica. Miriam la miró desconcertada del todo. “¿Cuarenta? ¿En serio? Te juro que te hubiera dado treinta, y exagerando...”. Guada sonrió, satisfecha pero al mismo tiempo molesta. Sabía qué se venía: iba a tener que preguntar la edad de Miriam y Miriam, que era hermosa, muy hermosa, pero que estaba curtida como si tuviera cincuenta, iba a tener muchos menos años que ella. Ah, sí, bienvenido clasismo. Por las dudas fingió atragantarse y medio se incorporó, sin dejar de toser. “¿Estás bien, mamita?”. Guada amagó recuperar el aliento: “sí, sí, toy perfecta. Es que hace mucho que no tenía tres orgasmos en dos horas, ja...” El olor a podrido ingresando de prepo en sus fosas nasales le generó un principio de arcada. Ella pretendía esquivar al clasismo y el clasismo se le metía de prepo en la escena. Miriam la miró entre triste e indignada. “Puta madre; no sé qué carajo de bicho muerto tengo acá metido. Disculpá mamita, cuando vuelvas te juro que voy a dar vuelta todo y esto va a oler como si fuera tu casa...” Guada, conmovida por la referencia a su casa, le dio un besazo en la boca: “olvidate hermosa. No me importa nada. ¿Tenés otra birra? La tomamos y arranco, tengo que laburar...” Miriam se paró, fue hasta la heladera y sacó una Quilmes con cierta decepción, que Guada notó: “¿Qué te pasa...” Miriam suspiró, desganada, mientras servía los dos vasos de birra. “Nada, pensé que capaz te quedabas a cenar. Le iba a pedir a mi vieja que se quedara con Franco...” Guada asintió y miró el celular: “mirá, me encantaría pero en una hora tengo una entrevista, y un rato después otra más. Pero pará, se me ocurre... bueno, como de hecho hicimos de todo menos la entrevista, ¿te querés venir al hotel tipo diez y media, once? Nos tomamos unas birras, hablamos del ovni, y después vemos si seguimos acumulando orgasmos...” La sonrisa expansiva y el asentimiento entusiasmado de Miriam la conmovió de nuevo y casi la hizo olvidarse del olor a podrido, que previamente iba y venía pero ahora parecía haberse reinstalado. Mientras tomaba la birra apurada y empezaba a vestirse Guada decidió retomar el tema del Laucha, que, por supuesto, vistas las circunstancias, había quedado relegado: “¿Te puedo hacer una pregunta? Dijiste que El Laucha tenía que haber arreglado. ¿Arreglado con quién?”. Miriam encendió un cigarrillo, pensativa: “No sé. Fue algo que me dijo el día anterior su primo. Tramoyas del Laucha, qué sé yo... Igual ya no importa, nadie lo boleteó, El Laucha se suicidó. La policía me mostró la nota que dejó...” Guada terminó de calzarse las zapatillas y levantó la vista: “Bueno, pero puede ser una nota, no sé... falsificada, ¿no?”. Miriam la miró, súbitamente reflexiva, meneando la cabeza despacio. “No. Esa nota solo la pudo escribir El Laucha...” Guada, ya parada, remataba la birra y observaba a Miriam con cierta intriga. “¿Pero cómo estás tan segura?” Miriam la miró a los ojos con cierto temor controlado. “Porque eran ideas del Laucha de siempre. Es... Mirá, ¿alguna vez oíste hablar del Negro?...” Guada iba a hacer un chiste, alguna variante de “¿qué negro, Olmedo?” pero se dio cuenta de que el humor sobraba, la tensión creciente de Miriam eliminaba cualquier posibilidad de burla, así fuera amistosa. En ese momento le entró una llamada de un número desconocido. Guada iba a no atender pero por su eterna paranoia laboral (“a ver si es X y yo no...) contestó. Al principio no oyó nada pero después creyó distinguir una especie de risita insidiosa, ligeramente psicótica, que iba creciendo de volumen. Estaba por putear y cortar cuando creyó reconocer esa risa medio enfermiza. ¿No era la risa del imbécil de Juan Bigotudo? “¿Juan, sos vos?. ¿Qué carajo te pasa, chabón?” alcanzó a preguntar. Se hizo un silenco de uno o dos segundos y la llamada se cortó.

jueves, 25 de enero de 2024

MEAR (3)

El living, en realidad lo que parecía el único cuarto de la casa, además de la mini cocina y lo que adivinaba como el baño, estaba caldeado a un nivel difícil de soportar. Claro, no había ventanas ni otra abertura que no fuera la de la entrada; solo dos ventanucos mínimos de ventilación, que apenas lograban llevar algo, muy poco de fresco, en medio del agobio de la tarde de verano. Además, por momentos llegaba un vaho asqueroso, por suerte leve, pero de algo, vegetal o animal, que se estaba indudablemente pudriendo dentro de la casa. La piba entró seria pero, adivinó Guada, con un destello de satisfacción o alivio, sutil, muy sutil, pero que llegó a captar. Ahora que no estaba tan tensa o desbordada, con las facciones más sueltas, se le aparecía muy linda. “Uff, qué baruja. Mañana doy vuelta todo, debe haber una rata muerta en algún lugar, puta madre. ¿Vamo a hablar arafue?”. Guada agradeció al cielo, pese a ser atea, y asintió. La piba antes de salir manoteó una Quilmes de la heladera y dos vasos. “Gracias dos veces, Señor”, pensó Guada divertida y siguió a la piba, que salió de la casa y la invitó a sentarse en un tronco de árbol enorme pero extrañamente simétrico. La piba (bueno, Miriam) hizo saltar la tapa de la birra con su encendedor, sirvió los dos vasos (con espuma) por la mitad y le pasó uno a Guada. La calle tenía la parsimonia abúlica y vagamente irreal de las tres y media de la tarde en febrero. Guada dio un sorbo a la cerveza y miró a Miriam: “¿tu hijo entonces... está bien? Bah, bueno. Bien... digo, dadas las circunstancias...” Miriam sonrió con cierta dureza: “está bien, sí; dentro de todo. Está en lo de mi vieja. Ahí está contenido.” Miriam remató el vaso de birra y se sirvió un segundo. Dio un trago y pasó la lengua apenas por el borde del vaso, un gesto automático, que a Guada la calentó. ¿Cuánto hacía que no se calentaba con otra mina? Años, décadas más bien. Bajó un poco la vista y clavó la mirada en las tetas de Miriam: no eran muy grandes pero estaban tensas, erguidas, con los pezones durísimos haciendo presión contra la remera negra (de La Renga). Guada, algo incómoda por la excitación imprevista, buscó orientarse con la brújula del profesionalismo: “¿lo quería Franco al papá?”. Miriam tomó un trago de cerveza y miró concentrada el cielo azul, abrumadora, interminablemente azul, por segundos largos, como estirados, tal vez por la calentura de Guada, que por cierto seguía en aumento. “Sí, lo quería. Bastante. El otro hijo de puta ni se lo merecía... bah, todo hay que decirlo, con Franco, cuando estuvo, siempre se portó. Pero bue... Franco no sabe quién es el padre. Bah, quién era...” Miriam pronunció la frase y la miró a los ojos, fijamente. No la miraba fija en tren de historia sexual, sino más bien en tren de tensión dramática. ¿O había un poco de las dos cosas...? “Y quién era el padre?” pregunto Guada, redoblando el dramatismo. Miriam la miró caústica. “¿El Laucha? El Laucha era un terrible hijo de puta. Terrible terribe hijo de puta. Y ojo, te aclaro. Conmigo fue un garca pero dentro de todo... Digo, comparado con las cosas que hizo...” explicó Miriam y sirvió de nuevo los vasos de cerveza, rozando la mano de Guada con una intención que por un segundo le pareció no del todo inocente. Guada tenía una doble sensación: como periodista (como curiosa en general), la historia del Laucha se le presentaba atractiva y moría por profundizarla; como ser vivo sexuado, Guada se moría por saltar encima de Miriam y comérsela a besos. Claramente la etapa lésbica, como jodía con sus amigas de la secundaria, cuando vivían transándose entre ellas, medio en joda, medio en serio, no solo no estaba superada sino que había tenido un renacer tan inesperado como incontrolable. “Bueno, pero... ¿qué tipo de cosas hacía el Laucha...?” preguntó Guada con una voz que sobre el final de la frase derivó francamente al beboteo. Miriam la miró seria, captando tal vez esa inflexión última, y sonrió, ácida, desganada: “¿qué cosas hacía...?” En ese momento Guada sintió en la cabeza una invasión tibia y enseguida repugnante: alguien la estaba meando. Asqueada, se paró de golpe y levantó la vista. Un nene con síndrome de down de unos diez años, desde la terraza de la casa pegada a la de Miriam, había pelado la pija y mientras la orinaba sonreía, inocente y feliz. Miriam se enfureció, agarró una piedra y se la tiró con fuerza al pibe, a quien le pego de lleno, en el medio del pecho. “Tiiiina, la reputa madre, lo podés bajar al Martín, que de vuelta nos está meando, la puta madre...” Miriam aulló unas puteadas más para una Tina que nunca apareció, y después la miró a Guada: “mamita, pasá al baño y date una ducha, te presto ropa...” El nene lloraba y todavía meándose encima había vuelto a saltar a su terraza, ya no se lo veía. Confundida pero en el fondo contenta, o al menos expectante, Guada entró a la casa y después se metió en el baño. Miriam abrió la ducha, dejó una toalla verde loro muy gastada sobre la mochila del inodoro (no tenía tapa) y salió del baño. Guada se puso en bolas y se metió en la ducha. Estaba prendida fuego pero lo frío del agua la empezaba a relajar y a hacerle creer que se estaba armando una novela porno al pedo cuando sintió que alguien corría al cortina del baño. Abrió los ojos: Miriam la miraba seria y como acechante. “Mamita, te falta el jabón...” Guada dudó un segundo, por ahí dos. Después agarró a Miriam del cuello y la metió de prepo en la bañera.

viernes, 12 de enero de 2024

ARREGLAR (3)

Guada entró al bar, se sentó en la primera mesa que encontró y pidió una cerveza. Le trajeron una Quilmes de litro y un platito con papas fritas, no muchas. Atardecía y en el bar había poco movimiento. En la barra una mina de unos sesenta años bostezaba apática y una piba parecida a ella (su hija, seguro), secaba platos y vasos compenetrada, con actitud inversa a la de su madre. El mozo le había dejado la birra y había salido a fumar un cigarrillo a la puerta. En una mesa un tipo leía Clarín y tomaba una Coca mientras se sacaba los mocos con carpa, y en otra una pareja dejaba enfriar sus respectivos cafés mientras miraban sus respectivos celulares. Guada terminó el primer vaso de cerveza y se sirvió el segundo, mientras remataba las pocas papas que le quedaban. La chica estaba diez minutos atrasada. La había escuchada angustiada o recelosa, aunque le había parecido que no en relación con el tema del ovni; era bastante probable que la clavara. Una mina piola que le había dicho un par de cosas interesantes y se había quedado dormida, una segunda mina que la dejaba de garpe: la cosa venía difícil. Se sirvió el tercer vaso de Quilmes y revisó su celular. Un whatsupp de su hermana que le decía que mañana pasaba y le regaba las plantas, uno del grupo del edificio que anunciaba un aumento en las expensas y uno de su ex que ni leyó. Cuarto vaso de Quilmes, veinticinco minutos de retraso, un suspiro desganado y una seña al mozo para que le hiciera la cuenta; de golpe, como hubiera salido de abajo de la mesa, la piba se le vino encima y le dio un beso de prepo, con un “disculpame” apurado, nervioso. Guada, sorprendida, la invitó para que se sentara, aclarando que no había problema; le iba a hacer la seña al mozo para que trajera otro vaso y otra cerveza pero el mozo se adelantó y ya traía el otro vaso. Guada remató lo que quedaba de la cerveza en el vaso de la piba y pidió con un gesto otra. La piba se mandó la birra en fondo blanco y la miró con aire apesadumbrado: “disculpá la tardanza, pero es que estoy muy preocupada. El papá de mi hijo y mi hijo están desaparecidos hace como diez horas. Es más, no iba a venir pero después pensé que, no sé... como sos periodista... capaz me podés dar una mano...” Guada la miró, sorprendida pero comprensiva. Era una chica joven, de piel muy blanca y ojitos diminutos, de manos largas y elegantes, con las uñas muy comidas, que temblaban visiblemente. “Obvio, si te puedo ayudar con algo desde ya... lo de la entrevista queda para después, para cuando puedas... bah, en realidad no importa. ¿Sabes qué les pudo haber pasado a tu marido y a tu hijo...?” La pregunta de Guada, más bien previsible, pareció descolocar a la chica, y por varios segundos quedó como tildada. El mozo trajo la segunda Quilmes y una segunda tanda de papas fritas pero Guada no se animó a servir los vasos y la chica no parecía reaccionar. “El Laucha tenía que arreglar...” dijo de golpe, o más bien musitó, como si se hablara a sí misma. “¿Arreglar? ¿Arreglar con quién?”. La chica pareció salir de su aturdimiento y miró a Guada a los ojos: “El Laucha no es mi marido, es mi ex. Y disculpame, esto no tiene sentido...” La chica anunció eso y amagaba con levantarse cuando se escuchó un silbido de whatsupp que salió de su celular. Lo miró ansiosa y al instante su cara se transfiguró: una mueca de horror y desesperación se le metió de prepo y levantándose trastabilló y se derrumbó, tirando la cerveza, que se hizo mierda contra el piso. Guada se levantó para ayudarla pero al mismo tiempo no pudo contenerse y miró el celular. Una tal Mecha le había escrito: “Negra, encontraron tomuer al Laucha”.

lunes, 25 de diciembre de 2023

DORMIR (3)

La pieza a la que la vieja la hizo pasar era oscura, chiquita y como auto-derrumbada, saturada de fotos, tarjetas postales, muñequitos, peluches, llaveros (¿llaveros?; y además muchos; ¿para qué?), cuadros y cuadritos, chupetes, páginas de revistas y de libros, trofeos infantiles y... ¿boletines escolares? Dios; una colección de fetiches que clamaban, desesperados, por algún reconocimiento, de algo, de alguien, pensó Guada. Por eso la sorprendió la sensatez de la vieja (quien, por otro lado después de esa frase dejó de ser la vieja y pasó a ser Victoria). “¿La verdad? No sé lo que vi. ¿Extraterrestres? No creo pero en definitiva ¿qué sé yo? Todos los días apreto el botón de la luz y la luz aparece. ¿Cómo aparece? Ni idea. ¿Eso es muy distinto a un ovni?...” Guada se tentó, apenas. “Bueno, por ahí la diferencia es que todos apretamos el botón de la luz y, siempre y cuando Edenor o Edesur sea piadoso, la luz aparece. No es tan común ver un ovni, aunque esté dentro de las posibilidades de lo que uno podría ver. Bah, me parece...” Victoria asintió y tomó aire, pero mucho, como si juntara fuerzas para asumir una gran responsabilidad. ”Puede ser. No sé. Te puedo decir que yo estaba en el patio, tomando mate. Eran las ocho y media de la noche, era de día pero empezaba a oscurecer. Y ahí lo ví. Era la luz de una estrella pero que de golpe se empezó a mover. Lo ví de casualidad, yo estaba cosiendo, tranquila, levanto la vista y veo que una estrella se empieza a mover. Eso me llamó la atención. Mucho, me llamó la atención...” Guada sorbió el mate que Victoria le había servido. Hubiera esperado, un poco por la sensatez aparente de la mina, un mate sensato. No, era un asco, un mate lavado hasta la inverosimilitud. Bueno, no es oro todo lo que reluce, como decía Bilbo (¿o Gandalf?) en El señor de los anillos. Guada procesó el mate, resignada, y levantó las cejas, curiosa, dando pie a que Victoria siguiera el relato. “Lo extraño fue que la luz recorrió una parte del cielo pero se frenó. Quedó clavada en el cielo. Claramente no era un avión, entonces, como en algún momento pensé, aunque era raro que hubiera estado quiero y de golpe se moviera. ¿Un helicóptero? Tampoco. ¿Un satélite? Qué sé yo...” Guada hubiera querido tomar un segundo sorbo de mate, era la pausa esperada, pero estaba tan feo que optó por devolvérselo a Victoria con aire distraído. “¿Y entonces?...” Victoria sorbió el mate convencida, y casi al mismo tiempo dio un bostezo extraño, desmesurado, como si fuera una nena de cuatro o cinco años a punto de dormirse. “Ufff... perdón... estoy un poco cansada... Bueno, todo lo previo ya era raro pero lo raro en serio pasó en ese momento. Lo raro... ughhh... lo raro en serio...” Victoria dio esta vez un bostezo más enorme que el previo, y de golpe, contra todo pronóstico, cerró los ojos. Guada quedó en principio a la espera, aunque pasados diez, quince, veinte segundos, un minuto, no sabía bien qué hacer. ¿En serio Victoria se acababa de dormir delante suyo? ¿En serio? ¿Justo en el punto aparentemente álgido de su historia? La respiración acompasada de Victoria parecía confirmar que sí, que acababa de dormirse. Guada sonrió, desengañada, molesta. “La puta madre”, pensó. “La puta madre”. En ese momento le vibró el celular. Raro, porque lo tenía silenciado. Mientras esperaba el instante en que Victoria se dignara volver a la vigilia revisó el celular. En el chat que tenía con Juan Anteojudo aparecían cinco mensajes enviados hacía tres minutos, todos eliminados.

lunes, 4 de diciembre de 2023

ZAFAR (3)

“Ovnis...”, tiró el anteojudo pensativo y dejó la frase colgada en el aire, con gesto de comprensión universal. A esa altura Guada ya sabía que su anfitrión era medio siome, por lo que la puesta en escena no le extrañó. El anteojudo tomó un trago de vino mínimo, inercial y quedó a la expectativa. Guada también tomó un trago de vino inercial, ya caliente, un asco. En realidad se moría de sueño y quería zafar cuanto antes: la comida rica, el anteojudo un mamerto y hacía demasiado calor. ¿Porqué había aceptado cenar con alguien que había sospechado era lo que ahora confirmaba? Qué molesta podía ser la cortesía. “Objetos voladores no identificados... ¿en sentido estrico? Podría ser cualquier cosa: un globo de helio, un pedazo de satélite... bueno. Cualquier cosa. ¿Y vos crees en la posibilidad de que en realidad se trate de una civilización extraterrestre visitando... cómo me diijste que se llamaba el pueblo?” Guada bostezó, descarada. Si el mamerto se iba a burlar de ella le iba a pasar la factura del aburrimiento que le generaba su charla. “Coronel Membrillo. Y la verdad no tengo idea de qué sea o que pueda ser. Es laburo. Me mandan; voy...”. El anteojudo no acusó el golpe, ya fuera de lo sucinto de la respuesta, ya del bostezo, ya de las dos cosas; o si lo acusó decidió insistir: “¿pero entonces... ¿no tenés interés real en el tema? ¿No te motiva lo que hacés...?” Hijo de puta, si no hubiera tenido puesto los anteojos era para trompearlo. Razonó lo ridículo del concepto, heredado de su viejo: a un tipo con anteojos no se le pega. En realidad, ¿por qué no? Bueno, claramente no le iba a pegar. “El interés va y viene, como en cualquier rubro. ¿Sabés qué? Creo que voy a ir arrancando? Estuvo todo bárbaro, pero estoy cansada y mañana arrancó temprano...” La decepción del anteojudo (“pobre, tiene nombre, se llama Juan”) fue notoria. Evidentemente no se había percatado del terrible embole que Guada se estaba comiendo. “¿En serio? Qué pena. ¿No querés que pidamos un postre... o no sé, tomarnos un helado en la esquina...?” El anteojudo (“bueno, Juan”) parecía desconcertado, sinceramente desconcertado. Eso la hizo vacilar un segundo. ¿Un helado? ¿A quién se le podía negar? Sin embargo Juan (“bueno, el anteojudo”) tuvo un desliz. Una sonrisa extraña, dislocada, ligeramente enfermiza: “OK. El helado ya fue. ¿Pero no te parece tomarte una medida de Jack Daniels? Me dijiste que te encantaba el bourbon..” Un bourbon. En otras circunstancias se habría quedado sin dudar Pero había algo que definitivamente no le cerraba del anteojudo. Cierto apuro neurótico, cierta desesperación tensa y como abreviada. No, definitivamente lo mejor era irse ya: “te super agradezco. En serio, mañana tengo un día complicado...” Juan aceptó con dolor weird, con una molestia, bueno, molesta. “Bueno. Te bajo a abrir...” Guada se levantó, manoteó la cartera, esperó que Juan Anteojudo le abriera la puerta. Tres minutos después subía a un taxi. Listo, había zafado. Cuando llegó a su casa meó, se lavó los dientes, se destapó una botella de Corona y se sentó a tomarla en el balcón, donde corría un airecito reparador. Tardó unos quince minutos en liquidar la botella y estaba por levantarse e irse a acostar cuando notó algo que la dejó estupefacta. Juan anteojudo, o alquien muy parecido a Juan anteojudo, la observaba desde la vereda de enfrenta y al notar que ella ponía la mirada sobre él se camuflaba detrás de un árbol.

sábado, 25 de noviembre de 2023

REPLEGAR (2)

El agua de la ducha seguía cayendo, como si Leni pretendiera que su pureza (en realidad dudosa, según le demostrara una vieja novia que trabajaba en PSA), lavara todas sus manchas, en palabras de Rimbaud. Sabía que estaba en off side y que debía salir del baño cuanto antes pero en ese momento esa pausa tibia, bautismal e higiénica, ese paréntesis en el que todas las obligaciones, todas las estupideces y todos los mandatos quedaban suspendidos, se le hacía necesario, adictivo, infinitamente deseable. Pensaba en la vuelta a Bs. As, en la mañana del martes yendo a laburar y casi prefería ahogarse en la ducha, eso sí, acariciado por el agua tibia, como una postrera epifanía acuática. De ese limbo relajante lo sacó la voz de Vanesa. “Dale, Leni, metele, nos tenemos que ir...” Leni abrió los ojos, resignado, apoyó el jabón moribundo en la jabonera empotrada en la pared y cerró la ducha. Manoteó un toallón rosado y húmedo y se empezó a secar. Se puso los calzones, la remera, colgó la toalla mojada en un tender chiquito que había en el baño y salió. Vanesa lo esperaba, sánguche de pollo en mano. Se rió, para sí primero, después para Vanesa: “Bueno: esto es amor”. Vanesa sonrió apenas y le estiró el sánguche, al que atacó desesperado. Después del cuarto bocado se sentía casi normal, al menos en relación con la resaca. La vuelta al trabajo y al año que empezaba sin embargo se le hacía de una pesadez interminable, agobiante; pocas veces, tal vez nunca, la había sentido tan abrumadora. Vanesa miraba abstraída por la ventana. “Qué embole empezar de nuevo el año, ¿no?”, sugirió al pasar. Hija de puta, definitivamente era telépata. Leni sabía que no tenía sentido negar el hecho de que estaba pensando en eso pero tampoco quería quedarse en el terreno de Vanesa, así que optó por un cambio de frente. “No entiendo porqué no podemos estar en lo de tu viejo. ¿Qué onda, no te deja tener novio todavía? ¿A tu edad?” Vanesa sonrió, desdeñosa y cáustica. “Escuchame, se me ocurrió una idea. A mí me puede venir bien, a vos también...” Leni dio el quinto bocado al sánguche de pollo y la miró a los ojos. A esa altura sabía que Vanesa solo respondía las preguntas que quería. Como tenía la boca llena levantó las cejas y la cabeza, en señal de escucha. Vanesa dudó un momento y después abrió una lata de Quilmes stout que tenía entre las manos y que Leni no le había notado. Dio un trago modesto y se la pasó. Leni pensó por qué no y le dio un trago, expectante. ”Estaba pensando. ¿No te querés quedar a vivir conmigo?” La cara de desconcierto de Leni fue tan abrupta y espontánea que, por primera vez desde que la conocía, Vanesa se apresuró a corregirse. “Ojo, no como pareja ni nada. Y solo por un tiempo...” Leni seguía estupefacto. Lo peor de todo es que la propuesta le gustaba, aunque sabía que el experimento posiblemente terminara para el orto. ¿Pero cómo carajo se le ocurría a esta mina semejante posibilidad...? “ Y la idea sería que yo duerma abajo de la cama y que cada vez que aparezca tu viejo salga por la ventana...?” se le escapó la frase, que lo dejó satisfecho: por fin encontraba la ocasión de encerrarla para que diera alguna explicación sobre el tema. Vanesa le sacó sin énfasis la lata de Quilmes pero no tomó. “Mirá. Tengo una amiga que vive en un pueblo de acá cerca, a cincuenta kilómetros; Coronel Membrillo se llama...” Leni se rio: “¿Coronel Membrillo? ¿Y quién es el intendente; Capusotto?” Vanesa sonrió apenas. “No sé quién fue el pelotudo que eligió el nombre. Mirá, mi amiga se va en dos semanas para Buenos Aires. La casa es de ella y me la alquilaría barata.Y tengo la idea de armar un bar; en la parte de adelante de la casa, porque es una casa re grande. Si querés podrías laburar conmigo. Me dijiste que estás harto de tu laburo, y que de hecho tu jefe te dijo que era probable que cierre en breve. No sé...”. De nuevo, en realidad, la propuesta le encantaba. Replegarse ahí, en la provincia de Buenos Aires, con una mina que estaba bastante loca, era cierto, pero lo recalentaba y era piola. ¿La otra cuál era? No, mejor ni empezar a desplegar. “Ja. Llamame demente pero me gusta la idea. Renunciar renuncio hoy. Pero bueno, debería volver, rescindir el contrato de alquiler...” Vanesa dio un trago a la birra y se la pasó: “¿pero tenés que rescindir hoy...? Tengo peyote...” Leni la miró desconcertado: “¿peyote? ¿Peyote?”. Vanesa sonrió con una mirada extraña, que nunca le había visto. “Peyote, sí. De México...” Leni mantuvo su (espontáneo) desconcierto. “¿De Méééxico? ¿Y de dónde lo sacaste?”. Vanesa sonrió: “tengo contactos. ¿Querés que lo tomemos?” Leni dudó. Por un lado el ácido no le gustaba mucho, las pocas veces que había colado pepa se había perdido demasiado. Por otro era todo una aventura: hacía diez minutos tomaba coraje para encarar todo el tedio del año concentrado en su primera jornada laboral, ahora de pronto surgía la posibilidad de tomar peyote con Vanesa y mandar a la mierda todo. Era una picardía no optar por la segunda opción. “Bueno, de una...” Horas después, no sabía cuántas, Leni estaba solo en medio de un campo innominado, al que no sabía cómo había llegado. Observaba el azul profundo de un cielo ya nocturno, encandilado y eufórico, y pensaba: “las miles de voces. Escucho las miles de voces. Todas al mismo tiempo pero al mismo tiempo una a una. Todos los discursos que todas las personas del mundo están diciendo ahora: los entiendo todos. No me aturden. Son millones de murmullos. Los entiendo a todos. Todos dicen lo mismo. En castellano, en alemán, en mandarín... Todos piden que alguien desconecte la Matrix...” Ahí su beatitud de comprensión ecuménica dio paso a un despunte de miedo. “La Matrix... La Matrix, la puta madre. Estoy en la Matrix. Tengo que desconectarme. No importan las voces, no son voces de gente; las voces son el coro de la Matrix...” El miedo se convertía en pánico. Y de golpe alguien le tocó el hombro. Leni giró, aturdido. ¿Quién era esa mujer que lo miraba fijo? La conocía, sí, ¿pero quién era? “Me van a abducir, querido. Necesito que me escondas...” le dijo la mujer; Leni tardó pero conectó. Era la mujer del restaurant de hacía unos días, la que el mozo había sacado al final medio a los empujones. “Por favor. Ya me abdujeron hace años y me quieren abducir de nuevo...” De golpe una conexión nueva apareció: Esa mujer era la madre de Vanesa. ¿Quién era Vanesa? ¿Dónde estaba? La mujer ahora se alejaba. ¿Dónde estaban? Cómo habían llegado ahí? La madre de Vanesa estaba media escondida en un matorral cuando de pronto una haz de luz muy potente la enfocó. Leni cerró los ojos, abrumado por la luz, y cuando abrió los ojos la mujer había desaparecido.

martes, 7 de noviembre de 2023

COGER (2)

La luz del sol se filtraba apenas por la persiana entreabierta. Leni abrió los ojos y los volvió a cerrar, acorralado por la luminosidad modesta pero agobiante de una mañana de lunes en la que debería haber estado reincorporándose al trabajo. Pero, se daba cuenta, no solo no estaba reincorporándose al trabajo -en Buenos Aires- sino que estaba empezando, tímida, esforzadamente, a resucitar en la pieza de Vanesa, en el hotel de su padre, el demente rubio, en Termas Blancas. ¿Cómo había terminado ahí? ¿Cómo había terminado así? Se le agolparon algunas imágenes relampagueantes, discontinuas: Vanesa y él sentados bajo el sol decidido del mediodía de domingo, picando un salamín y un queso con una botella de vino recién descorchada; Vanesa y él destapando la segunda botella de vino y sacando de una parrilla improvisada con una especie de fiambrera pedazos de vacío fileteados que apoyaban en dos platos de madera cargados de chimichurri y pan francés; él cortando prolijamente con un cuchillo sin filo metódicas porciones de queso fresco y dulce de batata y destapando la tercera botella de vino mientras Vanesa intentaba usar el calor remanente del fuego del asado para calentar la cafetera; Vanesa y él destapando la cuarta botella de vino a los besos, sacándose la poca ropa que tenían encima y poniéndose a coger desesperados bajo la sobria delicadeza del sol de un atardecer incipiente, perfectamente dorado. Vanesa en bolas recostada sobre su hombro mientras él abría una botella de Smirnoff de melón y un vientito fresco pero agradable empezaba a empujar las nubes hacia el oeste, amontonándolas con un sol que se hundía redondo, solemne, casi trágico; Y ahí aparecía un hueco abrupto en su memoria; ahí donde debió haber terminado su despedida después de un par de medidas de Smirnoff y debió iniciarse su retorno a Buenos Aires, previo paso por el hotel para buscar sus cosas y por la terminal para subirse al micro, bueno, ahí... algo había pasado. ¿Pero qué? El dolor de cabeza era demasiado punzante y la sed abrumadora pero primero, y con un esfuerzo considerable, manoteó y abrió el celular. Solo un mensaje de su jefe, de hacía dos horas y trece minutos: “¿te pasó algo?”. Leni suspiró, algo aliviado, y escribió: “estoy en un quilombo. Disculpame, mañana estoy ahí...” Mandó el mensaje, tiró el celular al piso y se quedó pensando: ¿en qué quilombo estaba? Todo había empezado con el paseo con Vanesa a la Laguna Negra, hacía unos días. Si bien Leni tuvo la intuición de que algo pasaría nunca supuso que pasaría cómo pasó, con Vanesa quemando las naves tan rápido. A partir de ahí su estadía más bien monótona y vagamente nostálgica en Termas Blancas se había convertido en un carrusel sexual desenfrenado y confuso. Por un lado le parecía bien, por el otro había cosas que no le cerraban. Vanesa, pese a que le gustaba mucho, era rara, no le cerraba del todo. Qué pendeja más extraña: era como si su cabeza al mismo tiempo operase en varios planos de la realidad, dos por lo menos. Y la relación medio enfermiza que tenía con el viejo, que por suerte se había ido a no sabía dónde... De golpe Leni recordó el inicio del desvío que desembocó en su faltazo laboral: estaban con Vanesa vistiéndose y tomando el Smirnoff de melón, preparándose para levantar campamento, cuando Leni tuvo una intuición apremiante, punzante; sacó la vista de donde la tenía y giró la cabeza: en medio de la noche inminente descubrió una mujer que los miraba. Sobresaltado, le preguntó qué necesitaba. La mujer flaca, apática, absorta, no respondió. Leni se sorprendió al notar que la mujer era quien hacía unos días se había acercado a él en el restaurante para anunciarle que la iban a abducir. Miró a Vanesa; su amiga observaba todo sin emoción ninguna, aunque con un ligero despunte de sorna. ¿La conocería? “Vamos mamá... vení”, dijo Vanesa y se acercó a la mujer, para desconcierto de Leni. Después venía de nuevo un espacio en blanco y Leni aparecía sentado en una silla de paja destartalada, en una suerte de patio de piso de tierra donde incluso merodeaba alguna gallina trasnochada, debajo de una luna llena enorme, amarilla. Leni se acordaba de haber mirado el celular y haber pensado “tengo que salir ya para el hotel o no llego”, sin embargo al mismo tiempo tenía una sensación de abandono, de desgano cómodo aunque al mismo tiempo algo malsano. Dio un largo beso a la botella, respiró hondo; Vanesa se le apareció adelante. “Ya está, la acosté. Mi viejo no vuelve hasta mañana a la tarde. Quiero que me cojas toda la noche, ¿puede ser?...” Claro, había sido eso. No se acordaba bien cómo pero habían vuelto al hotel y se habían metido en la pieza a garchar enceguecidos varias horas. En algún momento, claro, se había desmayado. Leni se incorporó decidido a meterse en la ducha, vomitar todo lo que tuviera que vomitar y salir ya mismo para la terminal, comprar el pasaje y volverse de una puta vez a Buenos Aires. Estaba bajando los pies de la cama cuando Vanesa de golpe abrió la puerta, seria pero fría, imperturbable: “vestite y vení conmigo, que al final mi viejo está volviendo y no te puede ver acá...” Leni manoteó el pantalón y la remera, se guardó el celular y empezó a seguir a Vanesa, confundido. En el living la tele estaba encendida con el volumen casi inaudible pero Leni leyó en el zócalo de TN que el fiscal Nisman había aparecido muerto en el baño de su casa.

martes, 24 de octubre de 2023

MEAR (2)

Empezaba a atardecer. La pieza estaba silenciosa salvo por el canto nítido de los pájaros, que cada tanto aturdían amablemente su duermevela, y por el rumor rutinario y siniestro de los periodistas de TN que llegaba, monótono e insidioso, de alguna habitación indefinida. Leni abrió los ojos y empezó a pensar en la cena. Al restorancito del hotel atendido por el demente rubio no volvía ni en pedo; la comida era rica, casera y barata pero si al día siguiente el demente rubio le reclamaba de nuevo cien mangos... (“cómo me cagó la pendeja, por otro lado...”). La parrilla a la que había ido la segunda noche estaba bien pero no sabía si le iba a alcanzar la guita, le quedaban dos noches y estaba medio jugado. ¿Buscar una proveeduría o un almacén y comprar algunas cosas para una picada con un par de botellas de vino y una petaca de algo y comer en la pieza? Razonaba que era la mejor jugada y estaba por meterse al baño para mear y salir rápido cuando sintió dos golpecitos en la puerta, mínimos pero enérgicos. Dudó entre levantarse o fingir que dormía pero pensó que lo segundo no tenía sentido, si esperaba un rato tal vez cerrara todo y no le quedaría más remedio que comer afuera. Se acercó a la puerta, la abrió apenas: la hija del demente rubio, con una sonrisa expansiva, contagiosa, le mostraba un billete de cien pesos y le guiñaba un ojo. “Qué genia, gracias...” le dijo un Leni gratísimamente sorprendido, por los cien mangos, por la sonrisa de la pendeja. La chica no contestó; sonreía y no se movía. “¿Querés pasar?”, preguntó algo confundido. La chica seguía sonriendo sumergida en una alegría difusa, ligeramente asocial. Leni aguantó un par de segundos y se sintió obligado a insistir: “iba a salir a comprar comida y bebida para la noche. No sé... ¿me acompañás?” La chica se pasó la lengua apenas por sus labios finísimos: “olvidate de la comida. Yo cocino acá. Vamos a dar una vuelta y cuando volvemos te preparo algo”. Leni, azorado, con un princpio repentino de erección y una alegría vertiginosa contestó que sí, que de una y que ya salían. Manoteó dos latas de birra de la heladera y medio minuto después estaban caminando hacia la Laguna Negra, según le anunció la chica. Hicieron varias cuadras en silencio, tomando sorbitos apacibles, respetuosos de sus respectivas latas. Curiosamente para estar con una desconocida Leni se acomodó al silencio de la chica, que le resultaba agradable, incluso relajante. La única molestia de la situación es que no había meado antes de salir. Pero no daba para parare y mear en medio del campo con la chica al lado, salvo que se estuviera a punto de mear encima. La miró con carpa: era linda, muy linda. Y lo había invitado ella, sola, a salir a dar una vuelta. “Ojalá no esté soñando”, pensó Leni, y se dijo que no, que todo era más o menos normal y que entonces no podía ser un sueño, pero después recordó que en los sueños incluso los absurdos más extremos se naturalizan, entonces... “¿Por qué viniste a Termas Blancas?”, cortó su deriva la chica -que a todo esto todavía no sabía cómo se llamaba. Leni sintió que lo despertaban de un mundo paralelo en el que había estado a punto desviarse: ”Ehh... en realidad... bueno, dos amigos muy queridos murieron acá. Hace unos años. Murieron acá de casualidad, ¿no?. Y... no sé... pensé acercarme... no sé... para homenajearlos, o algo así”. La chica asintió, comprensiva. “¿Eran dos amigos varones?” pregunto la chica y dio un trago largo a la lata de Quilmes Stout. “No, no. Eran un varón y una mujer. Eran una pareja amiga, en realidad”, respondió Leni y sonrió por lo infantil que le sonó el término “varón” usado por la chica, que él había mantenido. La chica levantó los ojos y clavó su mirada en la mirada de Leni, que hasta ese momento iban en paralelo, hacia adelante, hacia el crepúsculo y la Laguna Negra: “¿estabas enamorado de ella, no?” preguntó la chica con una mezcla de sagacidad y desparpajo que a Leni lo desarmó por completo. Su primera reacción fue mentir pero después pensó “si esta piba no tiene la menor idea de quién soy...”. Tomó aire y por primera vez en su vida reconoció, delante de un tercero, que sí, que estaba enamorado de Natacha. La chica asintió despacio, reflexiva. “Y el tema es que eras amigo del novio... Seguro que a ella lo conociste por él, ¿no?”. Leni empezó a preguntarse ligeramente inquieto con quién carajo estaba hablando; ¿una agente de la SIDE? ¿Una adivina? ¿Una telépata? Decidió mentir, a ver qué pasaba: “no, en realidad fue al revés. Conocí a Seba por Natacha”. La pendeja lo relojeaba y le sonreía con sorna evidente (aunque cada vez se veía menos) como si supiera que mentía pero dejándolo hacer, porque lo iba a agarrar a la vuelta de la esquina. Leni, cada vez más confundido, se empezó a preocupar. Esto no era normal, ¿con quién estaba caminando, con la bisnieta de Shelock Holmes? Por otro lado las ganas de mear ya se le hacían intolerables. “Disculpame... ¿sabés que me estoy pillando mal? Freno dos minutos y seguimos...” anunció y ni esperó respuesta. Se metió dentro de una especie de matorral, medio al dope porque ya el sol se había hundido y se veía poco y nada; se desabrochó desesperado la bragueta, casi meándose encima y sintió la felicidad abrumadora de que el líquido que contenía su cuerpo se precipitara hacia la Pacha Mama con la felicidad ciega con que las cataratas del Iguazú desploman cientos de toneladas de agua por minuto. Meó lo que le pareció una eternidad amodorrada y placentera y empezaba a sacudirse cuando un movimiento brusco lo sobresaltó. Giró algo paranoico y en la penumbra última del atardecer que moría definitivamente descubrió detrás de él a la pendeja. “Disculpa, pero me parece que te puedo limpiar mejor que vos...” anunció, y acto seguido se agachó y empezó a chuparla la pija.

lunes, 16 de octubre de 2023

ARREGLAR (2)

La casa era una casa cualquiera. De afuera parecía linda, aunque descuidada; adentro, por lo que se adivinaba, se mantenía el descuido pero había algún encanto: un living amplio, con muebles antiguos, muchos cuadros de estética campera y una cocina modernosa, efecto de algún arreglo de fines de los setenta, principio de los ochenta, posiblemente el último arreglo que la casa sufriera. Leni se acercó cuidadoso, se asomó a la ventana, dio la vuelta a la casa con precaución. De nuevo no le pasaba nada, cosa bastante obvia. ¿Qué carajo le iba pasar? Saber que Natacha se había muerto ahí era lo mismo que saber que Natacha se había muerto en algún lado y eso ya lo sabía. Todos morimos en algún lugar; ¿tiene que ver el lugar donde morimos con nosotros? La cosa variaba pero lo seguro es que no había un vínculo intrínseco. Volvía a lo que desde hacía dos días lo confortaba: a Bali no llegaba. Se alejó un poco. Era media mañana y una mujer avanzaba con cuatro chicos atrás. Pensó en preguntarle algo, pero... ¿qué? Pasó la madre y sus -suponía-, cuatro hijos. Antes de doblar por la esquina el tercero de los nenes lo miró, una mirada cansina pero dulce y a la vez interesada, a la luz del sol mañanero, de un inusual color miel. Leni se acordó de una mirada parecida hacía muchos años: una compañerita de primaria que siempre que él hablaba de marxismo o de la revolución -”God, shame on me”- lo escuchaba con ese mismo brillo, ese mismo relampagueo de un dorado verdoso o de un verde reblandecido, amarillento, cargado de curiosidad. Eso pasaba cuando él estaba en sexto y séptimo grado. Después su compañerita terminaría cursando la secundaria a la mañana y él a la tarde, y aunque seguiría agitando el fantasma que Marx patentó en Europa a mediados del siglo XIX ya no volvería a ver ese brillo de ingenuo interés color miel nunca más. Su compañera, ya no compañerita, abandonaría su improvisada y ridícula cátedra de marxismo y se dedicaría más que nada a los chicos; tres o cuatro años después terminaría siendo secuestrada, violada y asesinada por un hijo de puta que la había levantado una madrugada en Ostende, un febrero muy caluroso de principios de los noventa. Él no había ido al entierro. No había sido cobardía, tampoco desinterés; no sabía qué había sido; no había ido. El recuerdo de la muerte de su compañera, en la que hacía muchos años que no pensaba, lo aturdió y se le mezcló con la muerte de Natacha; eso más las ganas de comer algo lo decidió a volver al hotel. Se compró un jugo multifruta en un kiosko y volvió caminando tranquilo, disfrutando del sol y del mambo agridulce que le había traído el recuerdo de sus, bueno, “amigas”. Cuando entró al hotel se cruzó con el dueño, un tipo grandote, rubio, pelado, de ojos muy azules y expresión extraviada, que medio se le fue encima: “pibe, me pasaste un billete falso” le dijo, ansioso, agresivo. Leni tenía cero ganas de discutir pero contesto con un agrio. “¿qué?”. El rubio pelado se apuró, molesto, bravucón: “me pasaste un billete de cien trucho ayer con la cena, querido. Hacete cargo...” De nuevo, Leni no tenía ganas de discutir pero el planteo era insólito. No tenía idea si le había pasado un billete trucho o no, pero si no se lo había reclamado en el momento...¿de que carajo hablaba? “Disculpame, no tengo idea pero si te pasé un billete trucho ayer, ¿porqué no me lo dijiste ayer?...” intentó contener la bronca. “Porque me dí cuenta hoy pibe, ¿me estás cargando? Cambiame ya el billete porque llamo a la policía...” Leni dudaba entre darle un tortazo al mamerto que lo apuraba o cambiarle el billete e irse a la mierda ya mismo, para no tener quilombo, cuando de la nada apareció una chica de unos treinta años como mucho, muy linda, con los mismo ojos azules extraviados de su -suponía- padre, quien se le acercó y le susurró: “mi viejo está loco. Dale un billete y yo después te lo devuelvo...” Leni la miró confundido; la mina le guiño un ojo. Eso lo ablandó al instante: “disculpe maestro. Capaz me pasaron un billete falso y no me dí cuenta...” dijo sacando de la billetera un billete de cien y estirándoselo. El energúmeno rubio/pelado agarró el billete, se lo guardó y ni contestó. Leni buscó a la mina con su mejor sonrisa pero había desaparecido. Confundido, molesto, entró en la pieza, se tiró en la cama, intentó leer a Onetti. Imposible, seguía aceleradísimo e indignadísimo con la escena de hacía medio segundo. Después pensó en Valeria, su amiguita de la primaria, y en Natacha. “Morfo algo y me abro un vino” decidió mientras encendía la tele y al toque se enteraba de que el fiscal Nisman iba a ir al Congreso el lunes siguiente para explicar su denuncia a la presidenta.