domingo, 12 de mayo de 2024

ARREGLAR (4)

“Listo, arreglar, lo que se dice arreglar, arreglado...” le dijo el plomero, un tipo bajo, de nariz desmesurada, ojitos mínimos y (hasta ese momento) una cordialidad confusa, ambivalente y algo invasiva. Arthur miró el reloj (la una clavada) y asintió parco; estaba demasiado cansado para ser diplomático. Después el plomero empezó a hablar de los precios, de la inflación y empezaba a hablar de Nisman cuando Arthur lo cortó: cuánto le debía, tenía que tirarse a dormir, porque casi no había descansado. El plomero entendió y dijo el número, un número razonable pensó Arthur, sobre todo teniendo en cuenta el prólogo que le había hecho, que parecía augurar el pijazo económico del año. “Perfecto” dijo Arthur, peló la billetera, sacó la guita y se la dio. “Gracias jefe, cualquier cosa me chifla. Una última cosa, ¿usted cree en fantasmas?...” preguntó el plomero después de tocar el botón del ascensor. “No, la verdad que no. Nos vemos, Gabriel...” contestó un Arthur algo irritado y cerró la puerta. Entró a la cocina y por inercia se puso a calentar agua para un café pero después se acordó de que desde las siete y cuarto ya se había tomado cuatro y que tenía cero ganas de infusión ninguna. Le hubiera gustado comer algo pero era más que nada una especie de proyecto platónico, en realidad estaba tan molesto que ni hambre tenía. Dudó con una pera que tenía en la frutera sobre la mesa, pero la agarró, se la llevó a al boca, no llegó a morderla y la dejó. Por momentos creía que podía llegar a tirarse y dormir un rato pero temía al esfuerzo inútil, sobre todo porque tenía que arrancar con la crítica para el diario y todavía no tenía una línea. En ese momento le cayó un mensaje de Helena en el celular: “¿estás en tu casa?”. A Arthur le pasaron dos cosas al mismo tiempo: muchas ganas de decir que no y una erección violenta que desmentía esas ganas. Suspiró, desganado, y se sentó en el banquito que le había regalado su tía Susana hacía unos treinta años, o más, para una Navidad. “Qué ganas de volver”, pensó, nostálgico. “Qué linda esa Navidad...” Enseguida calibró: “¿el 93, el 94? ¿Qué linda Navidad? Jaja...” Lo sabía de memoria, el dispositivo Proust se activaba cuando estaba todo máso menos mal. ¿La Navidad del 93, o del 94, o del 92, o del 95? ¿La Navidad? Pero no tuvo tiempoe de seguir, segundo mensaje de Helena: “si estás en tu casa y te levantaste temprano, como debías, chico diez, tengo muchas ganas de hacer una siestita con vos...” La erección era insoportable pero al mismo tiempo era no menos insoportable el deseo de tranquilidad, el bajar todos los cambios al mismo tiempo. Y de golpe, de la nada, de la más absurda nada, se le vino a la cabeza lo que le preguntó el plomero. ¿Porqué carajo le había preguntado si creía en fantasmas? ¿Habría visto algo? ¿Algo como qué? Se acordó de la noche anterior, que en realidad no era anterior porque era el prólogo al día en el que estaba. Estaba seguro de que alguien le había dicho “traidor”, una voz física, perfectamente audible. ¿Un fantasma? ¿Por eso el plomero le habría preguntado si creía en fantasmas? Por supuesto que él no creía en fantasmas, pero, bueno, en fin... Si no estaba con alguien que lo relajara no iba a poder dormir, y si no podía dormir no iba a poder escribir el artículo. El problema es que la persona con la que iba a estar... De nuevo: en fin... “Venite, hermosa, te espero para la siesta”, escribió Arthur y se agarró la cabeza, agobiado. Estaba seguro de que desde todos los costados de la casa voces diversas lo llamaban traidor, pero de ser así, por suerte, en ese momento no escuchaba a ninguna.

jueves, 2 de mayo de 2024

DORMIR (4)

Pedro estaba parado en la esquina de Boyacá y J. B. Justo. Fumaba pensativo mirando hacia el sur, vagamente anhelante. De fondo se oía un tango raro, deforme, medio enfermizo, que llegaba de una librería. El cielo estaba gris y parecía que se iba a largar a llover de un momento a otro. Pedro dio una última seca al cigarrillo y tiró la colilla al piso. Unas gotas empezaron a caer pero Pedro no se protegió y sacó y encendió un cigarrillo nuevo. Un taxi paró muy cerca de Pedro y salpicó apenas su pantalón. Pedro no prestó atención al taxi. Seguía mirando al sur, como si esperara algo. La puerta del taxi se abrió y Helena bajó apurada, molesta con la llovizna, y se acercó a Pedro. “Mi amor, te estás mojando”, le dijo, medio empujándolo para que Pedro se cobijara debajo de un balcón. Pedro estaba con un nivel de abstracción decididamente anormal y se dejó arrastrar, sin oponer resistencia, sin colaborar. Helena lo miró extrañada: “¿Pedro, te sentís bien?” preguntó, algo preocupada. Pedro la miró serio: “No... No me siento bien... Se viene el maremoto...” anunció, sombrío. Helena se rio, apenas. “¿El maremoto?”... preguntó, y le guiñó un ojo. En ese instante un universo de agua se desplomó sobre ellos. Una ola gigantesca que tapó a Pedro y a Helena, sepultó Boyacá y J.B.Justo, anegó Caballito y Paternal y Flores, sumergió Buenos Aires, inundó la Argentina y ahogó -en un segundo- todo el planeta Tierra. “Noe”, dijo alguien. “Noé...” Pero Arthur abrió los ojos y no estaba Noé; por suerte, en realidad. Todavía nervioso, tomó aire, manoteó el vaso de agua que tenía en la mesa de luz y suspiró, momentáneamente aliviado. Después miró el celular: las cinco y cuarto. La puta madre... Cada vez le resultaba más difícil dormir. Y cuando al final se dormía no pasaban más de dos horas y se le aparecían unas pesadillas nunca del todo claras, pero en el fondo abominablemente simbólicas, que lo despertaban y de nuevo, de ahí hasta que apareciera el conchudo sol y quedar zombie todo el día, para llegar a la noche y así... ¿Cuánto tiempo llevaba en ésa? Varios meses, capaz un año. Desde que... Bueno, sí. ¿Pero qué culpa tenía él? Uf, otra vez. Arthur se levantó porque sabía que si intentaba volver a dormirse se iba a quedar dos horas girando en el cama cada vez más molesto, cada vez con más calor. Prendió la luz de la cocina, puso a calentar agua. El agua empezaba a hervir y sacaba un saquito de té taragui de su caja de infusiones cuando alguien dijo “traidor...”, bajo pero claro, bien claro. Traidor. Arthur sintió que el corazón le explotaba. No como en el cine la noche anterior, por una presión abrumadora y dolorosa, sino por una aceleración desmedida, como si viniera manejando a ochenta y de un segundo al otro pusiera el coche a doscientos. Como un nene encendió las luces y revisó la cocina primero, después toda la casa. Por supuesto no había nadie, ni había nada. Agotado, desmoralizado, se tomó el té despacio, mientras miraba cómo el sol del lunes asomaba indiferente por la ventana de la cocina, pensando además en la maldición de que el plomero, si cumplía su palabra, le caería dentro de unas tres horas.

domingo, 21 de abril de 2024

ZAFAR (4)

La música empezó súbita, o capaz Arthur estaba distraído y la música ya estaba ahí unos segundos antes, mientras mantenia los ojos cerrados mínimamente, como una tregua contra el sopor cotidiano, como un dique contra el cansancio del día. El cine silencioso, expectante, donde apenas se escuchaba el mandibulear terco y monótono de algún fanático pochoclero. Ahora... la música era extraña. Mejor dicho, no, en realidad no era extraña; de hecho, la conocía bien; de hecho la disfrutaba. Pallestrina. Ah sí, Pallestrina. Ah sí, Occidente. Ah sí, la polifonía. Ah sí. Todos esos siglos. Todos esos siglos, para atrás, para adelante. De la coronación de Carlomagno a la división Carlomagno. Y peor, porque mucho antes, y también mucho después. ¿Qué significaría ese encadenamiento? Y además ¿dónde terminaría todo? Porque se suponía que todo iba para algún lado, ¿no? Ja, el teleologismo que objetivamente lo habitaba, o mejor dicho, que lo constituía, pese a tanto y tanto post-estructuralismo en la facultad. Al fin y al cabo todos queremos (o sin querer, en definitiva) ir para algún lado; ir para algún lado aunque no tengamos la más puta idea de a dónde. Porque de eso hablaba Pallestrina, seguramente. El ansia faústica del infinito; ja, Spengler se le vino a la cabeza de golpe. Se acordó de estar comprando la Decadencia de occidente, el tomo I, en un kiosko de diarios, a principio de los noventa. Escena surrealista. ¿Qué hubiera pensado Spengler de eso? En fin, Spengler o no Spengler, Pallestrina se había callado y era hora de abrir los ojos y ver de qué iba la película. Pero no, carajo. De golpe un estilete se le metió en el corazón y lo dejó paralizado. Y no quedó ahí, el estilete se le empezó a revolver, como si lo estuviera operando un sádico. Gimió bajo y Helena, sorprendida, apenas preocupada, le preguntó si le pasaba algo. Arthur sintió un miedo molesto, infame pero entendible: estaba teniendo un infarto. No se quería morir; no, no se quería morir pero parecía que se moría, la puta madre, era como si un elefante le pusiera una pata sobre el pecho. Por hacerse el macho por última vez iba a contestarle a Helena que no, que se quedara tranqui, pero de golpe la presión aflojó. Pasaron tres, cuatro segundos y nada. Nada de nada. Si había tenido un infarto, o un pre-infarto, bueno... había zafado. Zafado como hacía poco, con el tema del diario. Definitivamente estaba en una racha a favor. Abrió los ojos. Helena, con los ojos más abiertos que él, le dio un beso en la boca y le susurró que miraran la película. Arthur asintió y volvió a cerrar los ojos, mientras los diálogos en inglés acariciaban su tranquilidad. La decadencia de Arthur, pensó para distender. La decadencia de Arthur tomo I.

sábado, 9 de marzo de 2024

REPLEGAR (3)

Guada entró a la habitación del hotel y apoyó la lata de Coca que venía tomando en la mesita de luz mínima, casi irreal. Todo era en miniatura en el hotel, pero la mesa de luz, bueno, sobrepasaba sus más mínimas expectativas. Se sacó la ropa, la dejó tirada a un costado de la cama y se metió en la ducha por segunda vez en el día. Retrospectivamente le dio un poco de verguenza haber hecho las dos entrevistas con ese olor a garche encima, pero bueno, gajes del oficio, nadie pareció haberse sentido incómodo. Se bañó relajada, se toqueteó un poco pensando que en un rato la que la iba a estar toqueteando sería Miriam, se entusiasmó pensando en que además de coger iba a poder seguir profundizando en la muerte de El laucha, que a esa altura le interesaba más que todo el rollo de los ovnis; se secó, tiró la toalla a un costado, se puso solo la bombacha y se tiró en la cama. Tomo un trago de Coca, observó por la ventana la noche calurosa y espesa, revisó el celu. Un mensaje de su ex, que le pedía por favor hablar, un mensaje de su primo, que le sugería no sabía qué libro sobre crónicas periodísticas, y un audio de Nadia, que reprodujo y que le decía: “qué hacés hermosa, ¿todo bien? ¿Estás viendo A dos voces? ¿Estás escuchando el bolazo de este tipo contra La jefa? Vamos a tener que ir para atrás, me parece. Me parece que tenemos que replegarnos. LLamame o mensajeame ni bien puedas...” Guada se quedó pensativa. No podía ver A dos voces porque estaba en un hotel de mala muerta de la provincia de Buenos Aires que no tenía tele. ¿De qué hablaría Nadia, quién sería “este tipo”? Podía ser cualquier cosa, “tipos” (y “tipas”) sobraban; viniendo de esos hijos de puta... En ese momento tuvo la primera sensación de mareo, de confusión. Le pareció, literalmente, que todos los sistemas de su cuerpo iban a menos y que ella quedaba como flotando. Intentó levantarse y se derrumbó sobre la cama al instante. Era como si todos los músculos de su cuerpo hubieran decidido rebelarse y dejarla sin un ápice de fuerza. Y en ese momento pasó lo increíble. Juan Anteojudo abrió la puerta del cuarto, sonriendo de oreja a oreja. Guada hubiera querido gritar, insultar, cagar a trompadas a Juan Anteojudo pero no tenía reacción. Ninguna. Cero. Nada. “Disculpame Guada. Hace rato que quería estar con vos. De cualquier forma. Te juro que me obsesionás. Gracias por recibirme, aunque sea, bueno, un poco dada vuelta...” dijo en un tono repulsivo que mezclaba una libinidosidad interminable con cierto aire definitivamente esquizo, el que Guada le había adivinado al final de la primera cita. ¿Cómo carajo la había drogado? Mientras veía al pajero asqueroso de Juan Anteojudo que empezaba a acariciarle la cara despacio, con lentitud morbosa, Guada razonó que el hijo de puta le había metido alguna falopa muy potente en la lata de Coca mientras se bañaba. ¿Y cómo había entrado al hotel? Mientras Juan Anteojudo le empezaba a chupar los pezones despacio, como jugando, llegó a la conclusión de que posiblemente hubiera alquilado una pieza. “Qué lindo la vamos a pasar esta noche, Guada... qué lindo la vamos a pasar...” anunció Juan Anteojudo con un susurro, y se empezó a desabrochar el pantalón.

domingo, 18 de febrero de 2024

COGER (3)

Guada acabó con un gemido hondo, lento y parsimonioso. Miriam sacó la cabeza de su entrepierna, se le tiró encima y la lengueteó toda, ya juguetona, sin calentura real. “Uf, qué manera de garchar, mamita. ¿En serio no te solés encamar con nosotras? Qué desperdicio...” Guada se rió y manoteó el vaso de birra. Tomó un trago largo, que le devolvió el alma al cuerpo, como decía su tía Norma. Tres acabadas en dos horas. Y sí; tenía que hacer memoria. “La verdad. Creo que la última vez que estuve con una chica debe hacer, no sé, capaz quince años...”. Miriam la miró con desconcierto: “¿quince años? ¿Pero cuántos años tenés?...” Guada sintió un despunte de orgullo. “¿Yo? En junio cumplo cuarenta” anunció con satisfacción lacónica. Miriam la miró desconcertada del todo. “¿Cuarenta? ¿En serio? Te juro que te hubiera dado treinta, y exagerando...”. Guada sonrió, satisfecha pero al mismo tiempo molesta. Sabía qué se venía: iba a tener que preguntar la edad de Miriam y Miriam, que era hermosa, muy hermosa, pero que estaba curtida como si tuviera cincuenta, iba a tener muchos menos años que ella. Ah, sí, bienvenido clasismo. Por las dudas fingió atragantarse y medio se incorporó, sin dejar de toser. “¿Estás bien, mamita?”. Guada amagó recuperar el aliento: “sí, sí, toy perfecta. Es que hace mucho que no tenía tres orgasmos en dos horas, ja...” El olor a podrido ingresando de prepo en sus fosas nasales le generó un principio de arcada. Ella pretendía esquivar al clasismo y el clasismo se le metía de prepo en la escena. Miriam la miró entre triste e indignada. “Puta madre; no sé qué carajo de bicho muerto tengo acá metido. Disculpá mamita, cuando vuelvas te juro que voy a dar vuelta todo y esto va a oler como si fuera tu casa...” Guada, conmovida por la referencia a su casa, le dio un besazo en la boca: “olvidate hermosa. No me importa nada. ¿Tenés otra birra? La tomamos y arranco, tengo que laburar...” Miriam se paró, fue hasta la heladera y sacó una Quilmes con cierta decepción, que Guada notó: “¿Qué te pasa...” Miriam suspiró, desganada, mientras servía los dos vasos de birra. “Nada, pensé que capaz te quedabas a cenar. Le iba a pedir a mi vieja que se quedara con Franco...” Guada asintió y miró el celular: “mirá, me encantaría pero en una hora tengo una entrevista, y un rato después otra más. Pero pará, se me ocurre... bueno, como de hecho hicimos de todo menos la entrevista, ¿te querés venir al hotel tipo diez y media, once? Nos tomamos unas birras, hablamos del ovni, y después vemos si seguimos acumulando orgasmos...” La sonrisa expansiva y el asentimiento entusiasmado de Miriam la conmovió de nuevo y casi la hizo olvidarse del olor a podrido, que previamente iba y venía pero ahora parecía haberse reinstalado. Mientras tomaba la birra apurada y empezaba a vestirse Guada decidió retomar el tema del Laucha, que, por supuesto, vistas las circunstancias, había quedado relegado: “¿Te puedo hacer una pregunta? Dijiste que El Laucha tenía que haber arreglado. ¿Arreglado con quién?”. Miriam encendió un cigarrillo, pensativa: “No sé. Fue algo que me dijo el día anterior su primo. Tramoyas del Laucha, qué sé yo... Igual ya no importa, nadie lo boleteó, El Laucha se suicidó. La policía me mostró la nota que dejó...” Guada terminó de calzarse las zapatillas y levantó la vista: “Bueno, pero puede ser una nota, no sé... falsificada, ¿no?”. Miriam la miró, súbitamente reflexiva, meneando la cabeza despacio. “No. Esa nota solo la pudo escribir El Laucha...” Guada, ya parada, remataba la birra y observaba a Miriam con cierta intriga. “¿Pero cómo estás tan segura?” Miriam la miró a los ojos con cierto temor controlado. “Porque eran ideas del Laucha de siempre. Es... Mirá, ¿alguna vez oíste hablar del Negro?...” Guada iba a hacer un chiste, alguna variante de “¿qué negro, Olmedo?” pero se dio cuenta de que el humor sobraba, la tensión creciente de Miriam eliminaba cualquier posibilidad de burla, así fuera amistosa. En ese momento le entró una llamada de un número desconocido. Guada iba a no atender pero por su eterna paranoia laboral (“a ver si es X y yo no...) contestó. Al principio no oyó nada pero después creyó distinguir una especie de risita insidiosa, ligeramente psicótica, que iba creciendo de volumen. Estaba por putear y cortar cuando creyó reconocer esa risa medio enfermiza. ¿No era la risa del imbécil de Juan Bigotudo? “¿Juan, sos vos?. ¿Qué carajo te pasa, chabón?” alcanzó a preguntar. Se hizo un silenco de uno o dos segundos y la llamada se cortó.

jueves, 25 de enero de 2024

MEAR (3)

El living, en realidad lo que parecía el único cuarto de la casa, además de la mini cocina y lo que adivinaba como el baño, estaba caldeado a un nivel difícil de soportar. Claro, no había ventanas ni otra abertura que no fuera la de la entrada; solo dos ventanucos mínimos de ventilación, que apenas lograban llevar algo, muy poco de fresco, en medio del agobio de la tarde de verano. Además, por momentos llegaba un vaho asqueroso, por suerte leve, pero de algo, vegetal o animal, que se estaba indudablemente pudriendo dentro de la casa. La piba entró seria pero, adivinó Guada, con un destello de satisfacción o alivio, sutil, muy sutil, pero que llegó a captar. Ahora que no estaba tan tensa o desbordada, con las facciones más sueltas, se le aparecía muy linda. “Uff, qué baruja. Mañana doy vuelta todo, debe haber una rata muerta en algún lugar, puta madre. ¿Vamo a hablar arafue?”. Guada agradeció al cielo, pese a ser atea, y asintió. La piba antes de salir manoteó una Quilmes de la heladera y dos vasos. “Gracias dos veces, Señor”, pensó Guada divertida y siguió a la piba, que salió de la casa y la invitó a sentarse en un tronco de árbol enorme pero extrañamente simétrico. La piba (bueno, Miriam) hizo saltar la tapa de la birra con su encendedor, sirvió los dos vasos (con espuma) por la mitad y le pasó uno a Guada. La calle tenía la parsimonia abúlica y vagamente irreal de las tres y media de la tarde en febrero. Guada dio un sorbo a la cerveza y miró a Miriam: “¿tu hijo entonces... está bien? Bah, bueno. Bien... digo, dadas las circunstancias...” Miriam sonrió con cierta dureza: “está bien, sí; dentro de todo. Está en lo de mi vieja. Ahí está contenido.” Miriam remató el vaso de birra y se sirvió un segundo. Dio un trago y pasó la lengua apenas por el borde del vaso, un gesto automático, que a Guada la calentó. ¿Cuánto hacía que no se calentaba con otra mina? Años, décadas más bien. Bajó un poco la vista y clavó la mirada en las tetas de Miriam: no eran muy grandes pero estaban tensas, erguidas, con los pezones durísimos haciendo presión contra la remera negra (de La Renga). Guada, algo incómoda por la excitación imprevista, buscó orientarse con la brújula del profesionalismo: “¿lo quería Franco al papá?”. Miriam tomó un trago de cerveza y miró concentrada el cielo azul, abrumadora, interminablemente azul, por segundos largos, como estirados, tal vez por la calentura de Guada, que por cierto seguía en aumento. “Sí, lo quería. Bastante. El otro hijo de puta ni se lo merecía... bah, todo hay que decirlo, con Franco, cuando estuvo, siempre se portó. Pero bue... Franco no sabe quién es el padre. Bah, quién era...” Miriam pronunció la frase y la miró a los ojos, fijamente. No la miraba fija en tren de historia sexual, sino más bien en tren de tensión dramática. ¿O había un poco de las dos cosas...? “Y quién era el padre?” pregunto Guada, redoblando el dramatismo. Miriam la miró caústica. “¿El Laucha? El Laucha era un terrible hijo de puta. Terrible terribe hijo de puta. Y ojo, te aclaro. Conmigo fue un garca pero dentro de todo... Digo, comparado con las cosas que hizo...” explicó Miriam y sirvió de nuevo los vasos de cerveza, rozando la mano de Guada con una intención que por un segundo le pareció no del todo inocente. Guada tenía una doble sensación: como periodista (como curiosa en general), la historia del Laucha se le presentaba atractiva y moría por profundizarla; como ser vivo sexuado, Guada se moría por saltar encima de Miriam y comérsela a besos. Claramente la etapa lésbica, como jodía con sus amigas de la secundaria, cuando vivían transándose entre ellas, medio en joda, medio en serio, no solo no estaba superada sino que había tenido un renacer tan inesperado como incontrolable. “Bueno, pero... ¿qué tipo de cosas hacía el Laucha...?” preguntó Guada con una voz que sobre el final de la frase derivó francamente al beboteo. Miriam la miró seria, captando tal vez esa inflexión última, y sonrió, ácida, desganada: “¿qué cosas hacía...?” En ese momento Guada sintió en la cabeza una invasión tibia y enseguida repugnante: alguien la estaba meando. Asqueada, se paró de golpe y levantó la vista. Un nene con síndrome de down de unos diez años, desde la terraza de la casa pegada a la de Miriam, había pelado la pija y mientras la orinaba sonreía, inocente y feliz. Miriam se enfureció, agarró una piedra y se la tiró con fuerza al pibe, a quien le pego de lleno, en el medio del pecho. “Tiiiina, la reputa madre, lo podés bajar al Martín, que de vuelta nos está meando, la puta madre...” Miriam aulló unas puteadas más para una Tina que nunca apareció, y después la miró a Guada: “mamita, pasá al baño y date una ducha, te presto ropa...” El nene lloraba y todavía meándose encima había vuelto a saltar a su terraza, ya no se lo veía. Confundida pero en el fondo contenta, o al menos expectante, Guada entró a la casa y después se metió en el baño. Miriam abrió la ducha, dejó una toalla verde loro muy gastada sobre la mochila del inodoro (no tenía tapa) y salió del baño. Guada se puso en bolas y se metió en la ducha. Estaba prendida fuego pero lo frío del agua la empezaba a relajar y a hacerle creer que se estaba armando una novela porno al pedo cuando sintió que alguien corría al cortina del baño. Abrió los ojos: Miriam la miraba seria y como acechante. “Mamita, te falta el jabón...” Guada dudó un segundo, por ahí dos. Después agarró a Miriam del cuello y la metió de prepo en la bañera.

viernes, 12 de enero de 2024

ARREGLAR (3)

Guada entró al bar, se sentó en la primera mesa que encontró y pidió una cerveza. Le trajeron una Quilmes de litro y un platito con papas fritas, no muchas. Atardecía y en el bar había poco movimiento. En la barra una mina de unos sesenta años bostezaba apática y una piba parecida a ella (su hija, seguro), secaba platos y vasos compenetrada, con actitud inversa a la de su madre. El mozo le había dejado la birra y había salido a fumar un cigarrillo a la puerta. En una mesa un tipo leía Clarín y tomaba una Coca mientras se sacaba los mocos con carpa, y en otra una pareja dejaba enfriar sus respectivos cafés mientras miraban sus respectivos celulares. Guada terminó el primer vaso de cerveza y se sirvió el segundo, mientras remataba las pocas papas que le quedaban. La chica estaba diez minutos atrasada. La había escuchada angustiada o recelosa, aunque le había parecido que no en relación con el tema del ovni; era bastante probable que la clavara. Una mina piola que le había dicho un par de cosas interesantes y se había quedado dormida, una segunda mina que la dejaba de garpe: la cosa venía difícil. Se sirvió el tercer vaso de Quilmes y revisó su celular. Un whatsupp de su hermana que le decía que mañana pasaba y le regaba las plantas, uno del grupo del edificio que anunciaba un aumento en las expensas y uno de su ex que ni leyó. Cuarto vaso de Quilmes, veinticinco minutos de retraso, un suspiro desganado y una seña al mozo para que le hiciera la cuenta; de golpe, como hubiera salido de abajo de la mesa, la piba se le vino encima y le dio un beso de prepo, con un “disculpame” apurado, nervioso. Guada, sorprendida, la invitó para que se sentara, aclarando que no había problema; le iba a hacer la seña al mozo para que trajera otro vaso y otra cerveza pero el mozo se adelantó y ya traía el otro vaso. Guada remató lo que quedaba de la cerveza en el vaso de la piba y pidió con un gesto otra. La piba se mandó la birra en fondo blanco y la miró con aire apesadumbrado: “disculpá la tardanza, pero es que estoy muy preocupada. El papá de mi hijo y mi hijo están desaparecidos hace como diez horas. Es más, no iba a venir pero después pensé que, no sé... como sos periodista... capaz me podés dar una mano...” Guada la miró, sorprendida pero comprensiva. Era una chica joven, de piel muy blanca y ojitos diminutos, de manos largas y elegantes, con las uñas muy comidas, que temblaban visiblemente. “Obvio, si te puedo ayudar con algo desde ya... lo de la entrevista queda para después, para cuando puedas... bah, en realidad no importa. ¿Sabes qué les pudo haber pasado a tu marido y a tu hijo...?” La pregunta de Guada, más bien previsible, pareció descolocar a la chica, y por varios segundos quedó como tildada. El mozo trajo la segunda Quilmes y una segunda tanda de papas fritas pero Guada no se animó a servir los vasos y la chica no parecía reaccionar. “El Laucha tenía que arreglar...” dijo de golpe, o más bien musitó, como si se hablara a sí misma. “¿Arreglar? ¿Arreglar con quién?”. La chica pareció salir de su aturdimiento y miró a Guada a los ojos: “El Laucha no es mi marido, es mi ex. Y disculpame, esto no tiene sentido...” La chica anunció eso y amagaba con levantarse cuando se escuchó un silbido de whatsupp que salió de su celular. Lo miró ansiosa y al instante su cara se transfiguró: una mueca de horror y desesperación se le metió de prepo y levantándose trastabilló y se derrumbó, tirando la cerveza, que se hizo mierda contra el piso. Guada se levantó para ayudarla pero al mismo tiempo no pudo contenerse y miró el celular. Una tal Mecha le había escrito: “Negra, encontraron tomuer al Laucha”.

lunes, 25 de diciembre de 2023

DORMIR (3)

La pieza a la que la vieja la hizo pasar era oscura, chiquita y como auto-derrumbada, saturada de fotos, tarjetas postales, muñequitos, peluches, llaveros (¿llaveros?; y además muchos; ¿para qué?), cuadros y cuadritos, chupetes, páginas de revistas y de libros, trofeos infantiles y... ¿boletines escolares? Dios; una colección de fetiches que clamaban, desesperados, por algún reconocimiento, de algo, de alguien, pensó Guada. Por eso la sorprendió la sensatez de la vieja (quien, por otro lado después de esa frase dejó de ser la vieja y pasó a ser Victoria). “¿La verdad? No sé lo que vi. ¿Extraterrestres? No creo pero en definitiva ¿qué sé yo? Todos los días apreto el botón de la luz y la luz aparece. ¿Cómo aparece? Ni idea. ¿Eso es muy distinto a un ovni?...” Guada se tentó, apenas. “Bueno, por ahí la diferencia es que todos apretamos el botón de la luz y, siempre y cuando Edenor o Edesur sea piadoso, la luz aparece. No es tan común ver un ovni, aunque esté dentro de las posibilidades de lo que uno podría ver. Bah, me parece...” Victoria asintió y tomó aire, pero mucho, como si juntara fuerzas para asumir una gran responsabilidad. ”Puede ser. No sé. Te puedo decir que yo estaba en el patio, tomando mate. Eran las ocho y media de la noche, era de día pero empezaba a oscurecer. Y ahí lo ví. Era la luz de una estrella pero que de golpe se empezó a mover. Lo ví de casualidad, yo estaba cosiendo, tranquila, levanto la vista y veo que una estrella se empieza a mover. Eso me llamó la atención. Mucho, me llamó la atención...” Guada sorbió el mate que Victoria le había servido. Hubiera esperado, un poco por la sensatez aparente de la mina, un mate sensato. No, era un asco, un mate lavado hasta la inverosimilitud. Bueno, no es oro todo lo que reluce, como decía Bilbo (¿o Gandalf?) en El señor de los anillos. Guada procesó el mate, resignada, y levantó las cejas, curiosa, dando pie a que Victoria siguiera el relato. “Lo extraño fue que la luz recorrió una parte del cielo pero se frenó. Quedó clavada en el cielo. Claramente no era un avión, entonces, como en algún momento pensé, aunque era raro que hubiera estado quiero y de golpe se moviera. ¿Un helicóptero? Tampoco. ¿Un satélite? Qué sé yo...” Guada hubiera querido tomar un segundo sorbo de mate, era la pausa esperada, pero estaba tan feo que optó por devolvérselo a Victoria con aire distraído. “¿Y entonces?...” Victoria sorbió el mate convencida, y casi al mismo tiempo dio un bostezo extraño, desmesurado, como si fuera una nena de cuatro o cinco años a punto de dormirse. “Ufff... perdón... estoy un poco cansada... Bueno, todo lo previo ya era raro pero lo raro en serio pasó en ese momento. Lo raro... ughhh... lo raro en serio...” Victoria dio esta vez un bostezo más enorme que el previo, y de golpe, contra todo pronóstico, cerró los ojos. Guada quedó en principio a la espera, aunque pasados diez, quince, veinte segundos, un minuto, no sabía bien qué hacer. ¿En serio Victoria se acababa de dormir delante suyo? ¿En serio? ¿Justo en el punto aparentemente álgido de su historia? La respiración acompasada de Victoria parecía confirmar que sí, que acababa de dormirse. Guada sonrió, desengañada, molesta. “La puta madre”, pensó. “La puta madre”. En ese momento le vibró el celular. Raro, porque lo tenía silenciado. Mientras esperaba el instante en que Victoria se dignara volver a la vigilia revisó el celular. En el chat que tenía con Juan Anteojudo aparecían cinco mensajes enviados hacía tres minutos, todos eliminados.

lunes, 4 de diciembre de 2023

ZAFAR (3)

“Ovnis...”, tiró el anteojudo pensativo y dejó la frase colgada en el aire, con gesto de comprensión universal. A esa altura Guada ya sabía que su anfitrión era medio siome, por lo que la puesta en escena no le extrañó. El anteojudo tomó un trago de vino mínimo, inercial y quedó a la expectativa. Guada también tomó un trago de vino inercial, ya caliente, un asco. En realidad se moría de sueño y quería zafar cuanto antes: la comida rica, el anteojudo un mamerto y hacía demasiado calor. ¿Porqué había aceptado cenar con alguien que había sospechado era lo que ahora confirmaba? Qué molesta podía ser la cortesía. “Objetos voladores no identificados... ¿en sentido estrico? Podría ser cualquier cosa: un globo de helio, un pedazo de satélite... bueno. Cualquier cosa. ¿Y vos crees en la posibilidad de que en realidad se trate de una civilización extraterrestre visitando... cómo me diijste que se llamaba el pueblo?” Guada bostezó, descarada. Si el mamerto se iba a burlar de ella le iba a pasar la factura del aburrimiento que le generaba su charla. “Coronel Membrillo. Y la verdad no tengo idea de qué sea o que pueda ser. Es laburo. Me mandan; voy...”. El anteojudo no acusó el golpe, ya fuera de lo sucinto de la respuesta, ya del bostezo, ya de las dos cosas; o si lo acusó decidió insistir: “¿pero entonces... ¿no tenés interés real en el tema? ¿No te motiva lo que hacés...?” Hijo de puta, si no hubiera tenido puesto los anteojos era para trompearlo. Razonó lo ridículo del concepto, heredado de su viejo: a un tipo con anteojos no se le pega. En realidad, ¿por qué no? Bueno, claramente no le iba a pegar. “El interés va y viene, como en cualquier rubro. ¿Sabés qué? Creo que voy a ir arrancando? Estuvo todo bárbaro, pero estoy cansada y mañana arrancó temprano...” La decepción del anteojudo (“pobre, tiene nombre, se llama Juan”) fue notoria. Evidentemente no se había percatado del terrible embole que Guada se estaba comiendo. “¿En serio? Qué pena. ¿No querés que pidamos un postre... o no sé, tomarnos un helado en la esquina...?” El anteojudo (“bueno, Juan”) parecía desconcertado, sinceramente desconcertado. Eso la hizo vacilar un segundo. ¿Un helado? ¿A quién se le podía negar? Sin embargo Juan (“bueno, el anteojudo”) tuvo un desliz. Una sonrisa extraña, dislocada, ligeramente enfermiza: “OK. El helado ya fue. ¿Pero no te parece tomarte una medida de Jack Daniels? Me dijiste que te encantaba el bourbon..” Un bourbon. En otras circunstancias se habría quedado sin dudar Pero había algo que definitivamente no le cerraba del anteojudo. Cierto apuro neurótico, cierta desesperación tensa y como abreviada. No, definitivamente lo mejor era irse ya: “te super agradezco. En serio, mañana tengo un día complicado...” Juan aceptó con dolor weird, con una molestia, bueno, molesta. “Bueno. Te bajo a abrir...” Guada se levantó, manoteó la cartera, esperó que Juan Anteojudo le abriera la puerta. Tres minutos después subía a un taxi. Listo, había zafado. Cuando llegó a su casa meó, se lavó los dientes, se destapó una botella de Corona y se sentó a tomarla en el balcón, donde corría un airecito reparador. Tardó unos quince minutos en liquidar la botella y estaba por levantarse e irse a acostar cuando notó algo que la dejó estupefacta. Juan anteojudo, o alquien muy parecido a Juan anteojudo, la observaba desde la vereda de enfrenta y al notar que ella ponía la mirada sobre él se camuflaba detrás de un árbol.

sábado, 25 de noviembre de 2023

REPLEGAR (2)

El agua de la ducha seguía cayendo, como si Leni pretendiera que su pureza (en realidad dudosa, según le demostrara una vieja novia que trabajaba en PSA), lavara todas sus manchas, en palabras de Rimbaud. Sabía que estaba en off side y que debía salir del baño cuanto antes pero en ese momento esa pausa tibia, bautismal e higiénica, ese paréntesis en el que todas las obligaciones, todas las estupideces y todos los mandatos quedaban suspendidos, se le hacía necesario, adictivo, infinitamente deseable. Pensaba en la vuelta a Bs. As, en la mañana del martes yendo a laburar y casi prefería ahogarse en la ducha, eso sí, acariciado por el agua tibia, como una postrera epifanía acuática. De ese limbo relajante lo sacó la voz de Vanesa. “Dale, Leni, metele, nos tenemos que ir...” Leni abrió los ojos, resignado, apoyó el jabón moribundo en la jabonera empotrada en la pared y cerró la ducha. Manoteó un toallón rosado y húmedo y se empezó a secar. Se puso los calzones, la remera, colgó la toalla mojada en un tender chiquito que había en el baño y salió. Vanesa lo esperaba, sánguche de pollo en mano. Se rió, para sí primero, después para Vanesa: “Bueno: esto es amor”. Vanesa sonrió apenas y le estiró el sánguche, al que atacó desesperado. Después del cuarto bocado se sentía casi normal, al menos en relación con la resaca. La vuelta al trabajo y al año que empezaba sin embargo se le hacía de una pesadez interminable, agobiante; pocas veces, tal vez nunca, la había sentido tan abrumadora. Vanesa miraba abstraída por la ventana. “Qué embole empezar de nuevo el año, ¿no?”, sugirió al pasar. Hija de puta, definitivamente era telépata. Leni sabía que no tenía sentido negar el hecho de que estaba pensando en eso pero tampoco quería quedarse en el terreno de Vanesa, así que optó por un cambio de frente. “No entiendo porqué no podemos estar en lo de tu viejo. ¿Qué onda, no te deja tener novio todavía? ¿A tu edad?” Vanesa sonrió, desdeñosa y cáustica. “Escuchame, se me ocurrió una idea. A mí me puede venir bien, a vos también...” Leni dio el quinto bocado al sánguche de pollo y la miró a los ojos. A esa altura sabía que Vanesa solo respondía las preguntas que quería. Como tenía la boca llena levantó las cejas y la cabeza, en señal de escucha. Vanesa dudó un momento y después abrió una lata de Quilmes stout que tenía entre las manos y que Leni no le había notado. Dio un trago modesto y se la pasó. Leni pensó por qué no y le dio un trago, expectante. ”Estaba pensando. ¿No te querés quedar a vivir conmigo?” La cara de desconcierto de Leni fue tan abrupta y espontánea que, por primera vez desde que la conocía, Vanesa se apresuró a corregirse. “Ojo, no como pareja ni nada. Y solo por un tiempo...” Leni seguía estupefacto. Lo peor de todo es que la propuesta le gustaba, aunque sabía que el experimento posiblemente terminara para el orto. ¿Pero cómo carajo se le ocurría a esta mina semejante posibilidad...? “ Y la idea sería que yo duerma abajo de la cama y que cada vez que aparezca tu viejo salga por la ventana...?” se le escapó la frase, que lo dejó satisfecho: por fin encontraba la ocasión de encerrarla para que diera alguna explicación sobre el tema. Vanesa le sacó sin énfasis la lata de Quilmes pero no tomó. “Mirá. Tengo una amiga que vive en un pueblo de acá cerca, a cincuenta kilómetros; Coronel Membrillo se llama...” Leni se rio: “¿Coronel Membrillo? ¿Y quién es el intendente; Capusotto?” Vanesa sonrió apenas. “No sé quién fue el pelotudo que eligió el nombre. Mirá, mi amiga se va en dos semanas para Buenos Aires. La casa es de ella y me la alquilaría barata.Y tengo la idea de armar un bar; en la parte de adelante de la casa, porque es una casa re grande. Si querés podrías laburar conmigo. Me dijiste que estás harto de tu laburo, y que de hecho tu jefe te dijo que era probable que cierre en breve. No sé...”. De nuevo, en realidad, la propuesta le encantaba. Replegarse ahí, en la provincia de Buenos Aires, con una mina que estaba bastante loca, era cierto, pero lo recalentaba y era piola. ¿La otra cuál era? No, mejor ni empezar a desplegar. “Ja. Llamame demente pero me gusta la idea. Renunciar renuncio hoy. Pero bueno, debería volver, rescindir el contrato de alquiler...” Vanesa dio un trago a la birra y se la pasó: “¿pero tenés que rescindir hoy...? Tengo peyote...” Leni la miró desconcertado: “¿peyote? ¿Peyote?”. Vanesa sonrió con una mirada extraña, que nunca le había visto. “Peyote, sí. De México...” Leni mantuvo su (espontáneo) desconcierto. “¿De Méééxico? ¿Y de dónde lo sacaste?”. Vanesa sonrió: “tengo contactos. ¿Querés que lo tomemos?” Leni dudó. Por un lado el ácido no le gustaba mucho, las pocas veces que había colado pepa se había perdido demasiado. Por otro era todo una aventura: hacía diez minutos tomaba coraje para encarar todo el tedio del año concentrado en su primera jornada laboral, ahora de pronto surgía la posibilidad de tomar peyote con Vanesa y mandar a la mierda todo. Era una picardía no optar por la segunda opción. “Bueno, de una...” Horas después, no sabía cuántas, Leni estaba solo en medio de un campo innominado, al que no sabía cómo había llegado. Observaba el azul profundo de un cielo ya nocturno, encandilado y eufórico, y pensaba: “las miles de voces. Escucho las miles de voces. Todas al mismo tiempo pero al mismo tiempo una a una. Todos los discursos que todas las personas del mundo están diciendo ahora: los entiendo todos. No me aturden. Son millones de murmullos. Los entiendo a todos. Todos dicen lo mismo. En castellano, en alemán, en mandarín... Todos piden que alguien desconecte la Matrix...” Ahí su beatitud de comprensión ecuménica dio paso a un despunte de miedo. “La Matrix... La Matrix, la puta madre. Estoy en la Matrix. Tengo que desconectarme. No importan las voces, no son voces de gente; las voces son el coro de la Matrix...” El miedo se convertía en pánico. Y de golpe alguien le tocó el hombro. Leni giró, aturdido. ¿Quién era esa mujer que lo miraba fijo? La conocía, sí, ¿pero quién era? “Me van a abducir, querido. Necesito que me escondas...” le dijo la mujer; Leni tardó pero conectó. Era la mujer del restaurant de hacía unos días, la que el mozo había sacado al final medio a los empujones. “Por favor. Ya me abdujeron hace años y me quieren abducir de nuevo...” De golpe una conexión nueva apareció: Esa mujer era la madre de Vanesa. ¿Quién era Vanesa? ¿Dónde estaba? La mujer ahora se alejaba. ¿Dónde estaban? Cómo habían llegado ahí? La madre de Vanesa estaba media escondida en un matorral cuando de pronto una haz de luz muy potente la enfocó. Leni cerró los ojos, abrumado por la luz, y cuando abrió los ojos la mujer había desaparecido.