domingo, 12 de mayo de 2024

ARREGLAR (4)

“Listo, arreglar, lo que se dice arreglar, arreglado...” le dijo el plomero, un tipo bajo, de nariz desmesurada, ojitos mínimos y (hasta ese momento) una cordialidad confusa, ambivalente y algo invasiva. Arthur miró el reloj (la una clavada) y asintió parco; estaba demasiado cansado para ser diplomático. Después el plomero empezó a hablar de los precios, de la inflación y empezaba a hablar de Nisman cuando Arthur lo cortó: cuánto le debía, tenía que tirarse a dormir, porque casi no había descansado. El plomero entendió y dijo el número, un número razonable pensó Arthur, sobre todo teniendo en cuenta el prólogo que le había hecho, que parecía augurar el pijazo económico del año. “Perfecto” dijo Arthur, peló la billetera, sacó la guita y se la dio. “Gracias jefe, cualquier cosa me chifla. Una última cosa, ¿usted cree en fantasmas?...” preguntó el plomero después de tocar el botón del ascensor. “No, la verdad que no. Nos vemos, Gabriel...” contestó un Arthur algo irritado y cerró la puerta. Entró a la cocina y por inercia se puso a calentar agua para un café pero después se acordó de que desde las siete y cuarto ya se había tomado cuatro y que tenía cero ganas de infusión ninguna. Le hubiera gustado comer algo pero era más que nada una especie de proyecto platónico, en realidad estaba tan molesto que ni hambre tenía. Dudó con una pera que tenía en la frutera sobre la mesa, pero la agarró, se la llevó a al boca, no llegó a morderla y la dejó. Por momentos creía que podía llegar a tirarse y dormir un rato pero temía al esfuerzo inútil, sobre todo porque tenía que arrancar con la crítica para el diario y todavía no tenía una línea. En ese momento le cayó un mensaje de Helena en el celular: “¿estás en tu casa?”. A Arthur le pasaron dos cosas al mismo tiempo: muchas ganas de decir que no y una erección violenta que desmentía esas ganas. Suspiró, desganado, y se sentó en el banquito que le había regalado su tía Susana hacía unos treinta años, o más, para una Navidad. “Qué ganas de volver”, pensó, nostálgico. “Qué linda esa Navidad...” Enseguida calibró: “¿el 93, el 94? ¿Qué linda Navidad? Jaja...” Lo sabía de memoria, el dispositivo Proust se activaba cuando estaba todo máso menos mal. ¿La Navidad del 93, o del 94, o del 92, o del 95? ¿La Navidad? Pero no tuvo tiempoe de seguir, segundo mensaje de Helena: “si estás en tu casa y te levantaste temprano, como debías, chico diez, tengo muchas ganas de hacer una siestita con vos...” La erección era insoportable pero al mismo tiempo era no menos insoportable el deseo de tranquilidad, el bajar todos los cambios al mismo tiempo. Y de golpe, de la nada, de la más absurda nada, se le vino a la cabeza lo que le preguntó el plomero. ¿Porqué carajo le había preguntado si creía en fantasmas? ¿Habría visto algo? ¿Algo como qué? Se acordó de la noche anterior, que en realidad no era anterior porque era el prólogo al día en el que estaba. Estaba seguro de que alguien le había dicho “traidor”, una voz física, perfectamente audible. ¿Un fantasma? ¿Por eso el plomero le habría preguntado si creía en fantasmas? Por supuesto que él no creía en fantasmas, pero, bueno, en fin... Si no estaba con alguien que lo relajara no iba a poder dormir, y si no podía dormir no iba a poder escribir el artículo. El problema es que la persona con la que iba a estar... De nuevo: en fin... “Venite, hermosa, te espero para la siesta”, escribió Arthur y se agarró la cabeza, agobiado. Estaba seguro de que desde todos los costados de la casa voces diversas lo llamaban traidor, pero de ser así, por suerte, en ese momento no escuchaba a ninguna.

jueves, 2 de mayo de 2024

DORMIR (4)

Pedro estaba parado en la esquina de Boyacá y J. B. Justo. Fumaba pensativo mirando hacia el sur, vagamente anhelante. De fondo se oía un tango raro, deforme, medio enfermizo, que llegaba de una librería. El cielo estaba gris y parecía que se iba a largar a llover de un momento a otro. Pedro dio una última seca al cigarrillo y tiró la colilla al piso. Unas gotas empezaron a caer pero Pedro no se protegió y sacó y encendió un cigarrillo nuevo. Un taxi paró muy cerca de Pedro y salpicó apenas su pantalón. Pedro no prestó atención al taxi. Seguía mirando al sur, como si esperara algo. La puerta del taxi se abrió y Helena bajó apurada, molesta con la llovizna, y se acercó a Pedro. “Mi amor, te estás mojando”, le dijo, medio empujándolo para que Pedro se cobijara debajo de un balcón. Pedro estaba con un nivel de abstracción decididamente anormal y se dejó arrastrar, sin oponer resistencia, sin colaborar. Helena lo miró extrañada: “¿Pedro, te sentís bien?” preguntó, algo preocupada. Pedro la miró serio: “No... No me siento bien... Se viene el maremoto...” anunció, sombrío. Helena se rio, apenas. “¿El maremoto?”... preguntó, y le guiñó un ojo. En ese instante un universo de agua se desplomó sobre ellos. Una ola gigantesca que tapó a Pedro y a Helena, sepultó Boyacá y J.B.Justo, anegó Caballito y Paternal y Flores, sumergió Buenos Aires, inundó la Argentina y ahogó -en un segundo- todo el planeta Tierra. “Noe”, dijo alguien. “Noé...” Pero Arthur abrió los ojos y no estaba Noé; por suerte, en realidad. Todavía nervioso, tomó aire, manoteó el vaso de agua que tenía en la mesa de luz y suspiró, momentáneamente aliviado. Después miró el celular: las cinco y cuarto. La puta madre... Cada vez le resultaba más difícil dormir. Y cuando al final se dormía no pasaban más de dos horas y se le aparecían unas pesadillas nunca del todo claras, pero en el fondo abominablemente simbólicas, que lo despertaban y de nuevo, de ahí hasta que apareciera el conchudo sol y quedar zombie todo el día, para llegar a la noche y así... ¿Cuánto tiempo llevaba en ésa? Varios meses, capaz un año. Desde que... Bueno, sí. ¿Pero qué culpa tenía él? Uf, otra vez. Arthur se levantó porque sabía que si intentaba volver a dormirse se iba a quedar dos horas girando en el cama cada vez más molesto, cada vez con más calor. Prendió la luz de la cocina, puso a calentar agua. El agua empezaba a hervir y sacaba un saquito de té taragui de su caja de infusiones cuando alguien dijo “traidor...”, bajo pero claro, bien claro. Traidor. Arthur sintió que el corazón le explotaba. No como en el cine la noche anterior, por una presión abrumadora y dolorosa, sino por una aceleración desmedida, como si viniera manejando a ochenta y de un segundo al otro pusiera el coche a doscientos. Como un nene encendió las luces y revisó la cocina primero, después toda la casa. Por supuesto no había nadie, ni había nada. Agotado, desmoralizado, se tomó el té despacio, mientras miraba cómo el sol del lunes asomaba indiferente por la ventana de la cocina, pensando además en la maldición de que el plomero, si cumplía su palabra, le caería dentro de unas tres horas.