domingo, 21 de abril de 2024

ZAFAR (4)

La música empezó súbita, o capaz Arthur estaba distraído y la música ya estaba ahí unos segundos antes, mientras mantenia los ojos cerrados mínimamente, como una tregua contra el sopor cotidiano, como un dique contra el cansancio del día. El cine silencioso, expectante, donde apenas se escuchaba el mandibulear terco y monótono de algún fanático pochoclero. Ahora... la música era extraña. Mejor dicho, no, en realidad no era extraña; de hecho, la conocía bien; de hecho la disfrutaba. Pallestrina. Ah sí, Pallestrina. Ah sí, Occidente. Ah sí, la polifonía. Ah sí. Todos esos siglos. Todos esos siglos, para atrás, para adelante. De la coronación de Carlomagno a la división Carlomagno. Y peor, porque mucho antes, y también mucho después. ¿Qué significaría ese encadenamiento? Y además ¿dónde terminaría todo? Porque se suponía que todo iba para algún lado, ¿no? Ja, el teleologismo que objetivamente lo habitaba, o mejor dicho, que lo constituía, pese a tanto y tanto post-estructuralismo en la facultad. Al fin y al cabo todos queremos (o sin querer, en definitiva) ir para algún lado; ir para algún lado aunque no tengamos la más puta idea de a dónde. Porque de eso hablaba Pallestrina, seguramente. El ansia faústica del infinito; ja, Spengler se le vino a la cabeza de golpe. Se acordó de estar comprando la Decadencia de occidente, el tomo I, en un kiosko de diarios, a principio de los noventa. Escena surrealista. ¿Qué hubiera pensado Spengler de eso? En fin, Spengler o no Spengler, Pallestrina se había callado y era hora de abrir los ojos y ver de qué iba la película. Pero no, carajo. De golpe un estilete se le metió en el corazón y lo dejó paralizado. Y no quedó ahí, el estilete se le empezó a revolver, como si lo estuviera operando un sádico. Gimió bajo y Helena, sorprendida, apenas preocupada, le peguntó si le pasaba algo. Arthur sintió un miedo molesto, infame pero entendible: estaba teniendo un infarto. No se quería morir; no, no se quería morir pero parecía que se moría, la puta madre, era como si un elefante le pusiera una pata sobre el pecho. Por hacerse el macho por última vez iba a contestarle a Helena que no, que se quedara tranqui, pero de golpe la presión aflojó. Pasaron tres, cuatro segundos y nada. Nada de nada. Si había tenido un infarto, o un pre-infarto, bueno... había zafado. Zafado como hacía poco, con el tema del diario. Definitivamente estaba en una racha a favor. Abrió los ojos. Helena, con los ojos más abiertos que él, le dio un beso en la boca y le susurró que miraran la película. Arthur asintió y volvió a cerrar los ojos, mientras los diálogos en inglés acariciaban su tranquilidad. La decadencia de Arthur, pensó para distender. La decadencia de Arthur tomo I.

sábado, 9 de marzo de 2024

REPLEGAR (3)

Guada entró a la habitación del hotel y apoyó la lata de Coca que venía tomando en la mesita de luz mínima, casi irreal. Todo era en miniatura en el hotel, pero la mesa de luz, bueno, sobrepasaba sus más mínimas expectativas. Se sacó la ropa, la dejó tirada a un costado de la cama y se metió en la ducha por segunda vez en el día. Retrospectivamente le dio un poco de verguenza haber hecho las dos entrevistas con ese olor a garche encima, pero bueno, gajes del oficio, nadie pareció haberse sentido incómodo. Se bañó relajada, se toqueteó un poco pensando que en un rato la que la iba a estar toqueteando sería Miriam, se entusiasmó pensando en que además de coger iba a poder seguir profundizando en la muerte de El laucha, que a esa altura le interesaba más que todo el rollo de los ovnis; se secó, tiró la toalla a un costado, se puso solo la bombacha y se tiró en la cama. Tomo un trago de Coca, observó por la ventana la noche calurosa y espesa, revisó el celu. Un mensaje de su ex, que le pedía por favor hablar, un mensaje de su primo, que le sugería no sabía qué libro sobre crónicas periodísticas, y un audio de Nadia, que reprodujo y que le decía: “qué hacés hermosa, ¿todo bien? ¿Estás viendo A dos voces? ¿Estás escuchando el bolazo de este tipo contra La jefa? Vamos a tener que ir para atrás, me parece. Me parece que tenemos que replegarnos. LLamame o mensajeame ni bien puedas...” Guada se quedó pensativa. No podía ver A dos voces porque estaba en un hotel de mala muerta de la provincia de Buenos Aires que no tenía tele. ¿De qué hablaría Nadia, quién sería “este tipo”? Podía ser cualquier cosa, “tipos” (y “tipas”) sobraban; viniendo de esos hijos de puta... En ese momento tuvo la primera sensación de mareo, de confusión. Le pareció, literalmente, que todos los sistemas de su cuerpo iban a menos y que ella quedaba como flotando. Intentó levantarse y se derrumbó sobre la cama al instante. Era como si todos los músculos de su cuerpo hubieran decidido rebelarse y dejarla sin un ápice de fuerza. Y en ese momento pasó lo increíble. Juan Anteojudo abrió la puerta del cuarto, sonriendo de oreja a oreja. Guada hubiera querido gritar, insultar, cagar a trompadas a Juan Anteojudo pero no tenía reacción. Ninguna. Cero. Nada. “Disculpame Guada. Hace rato que quería estar con vos. De cualquier forma. Te juro que me obsesionás. Gracias por recibirme, aunque sea, bueno, un poco dada vuelta...” dijo en un tono repulsivo que mezclaba una libinidosidad interminable con cierto aire definitivamente esquizo, el que Guada le había adivinado al final de la primera cita. ¿Cómo carajo la había drogado? Mientras veía al pajero asqueroso de Juan Anteojudo que empezaba a acariciarle la cara despacio, con lentitud morbosa, Guada razonó que el hijo de puta le había metido alguna falopa muy potente en la lata de Coca mientras se bañaba. ¿Y cómo había entrado al hotel? Mientras Juan Anteojudo le empezaba a chupar los pezones despacio, como jugando, llegó a la conclusión de que posiblemente hubiera alquilado una pieza. “Qué lindo la vamos a pasar esta noche, Guada... qué lindo la vamos a pasar...” anunció Juan Anteojudo con un susurro, y se empezó a desabrochar el pantalón.

domingo, 18 de febrero de 2024

COGER (3)

Guada acabó con un gemido hondo, lento y parsimonioso. Miriam sacó la cabeza de su entrepierna, se le tiró encima y la lengueteó toda, ya juguetona, sin calentura real. “Uf, qué manera de garchar, mamita. ¿En serio no te solés encamar con nosotras? Qué desperdicio...” Guada se rió y manoteó el vaso de birra. Tomó un trago largo, que le devolvió el alma al cuerpo, como decía su tía Norma. Tres acabadas en dos horas. Y sí; tenía que hacer memoria. “La verdad. Creo que la última vez que estuve con una chica debe hacer, no sé, capaz quince años...”. Miriam la miró con desconcierto: “¿quince años? ¿Pero cuántos años tenés?...” Guada sintió un despunte de orgullo. “¿Yo? En junio cumplo cuarenta” anunció con satisfacción lacónica. Miriam la miró desconcertada del todo. “¿Cuarenta? ¿En serio? Te juro que te hubiera dado treinta, y exagerando...”. Guada sonrió, satisfecha pero al mismo tiempo molesta. Sabía qué se venía: iba a tener que preguntar la edad de Miriam y Miriam, que era hermosa, muy hermosa, pero que estaba curtida como si tuviera cincuenta, iba a tener muchos menos años que ella. Ah, sí, bienvenido clasismo. Por las dudas fingió atragantarse y medio se incorporó, sin dejar de toser. “¿Estás bien, mamita?”. Guada amagó recuperar el aliento: “sí, sí, toy perfecta. Es que hace mucho que no tenía tres orgasmos en dos horas, ja...” El olor a podrido ingresando de prepo en sus fosas nasales le generó un principio de arcada. Ella pretendía esquivar al clasismo y el clasismo se le metía de prepo en la escena. Miriam la miró entre triste e indignada. “Puta madre; no sé qué carajo de bicho muerto tengo acá metido. Disculpá mamita, cuando vuelvas te juro que voy a dar vuelta todo y esto va a oler como si fuera tu casa...” Guada, conmovida por la referencia a su casa, le dio un besazo en la boca: “olvidate hermosa. No me importa nada. ¿Tenés otra birra? La tomamos y arranco, tengo que laburar...” Miriam se paró, fue hasta la heladera y sacó una Quilmes con cierta decepción, que Guada notó: “¿Qué te pasa...” Miriam suspiró, desganada, mientras servía los dos vasos de birra. “Nada, pensé que capaz te quedabas a cenar. Le iba a pedir a mi vieja que se quedara con Franco...” Guada asintió y miró el celular: “mirá, me encantaría pero en una hora tengo una entrevista, y un rato después otra más. Pero pará, se me ocurre... bueno, como de hecho hicimos de todo menos la entrevista, ¿te querés venir al hotel tipo diez y media, once? Nos tomamos unas birras, hablamos del ovni, y después vemos si seguimos acumulando orgasmos...” La sonrisa expansiva y el asentimiento entusiasmado de Miriam la conmovió de nuevo y casi la hizo olvidarse del olor a podrido, que previamente iba y venía pero ahora parecía haberse reinstalado. Mientras tomaba la birra apurada y empezaba a vestirse Guada decidió retomar el tema del Laucha, que, por supuesto, vistas las circunstancias, había quedado relegado: “¿Te puedo hacer una pregunta? Dijiste que El Laucha tenía que haber arreglado. ¿Arreglado con quién?”. Miriam encendió un cigarrillo, pensativa: “No sé. Fue algo que me dijo el día anterior su primo. Tramoyas del Laucha, qué sé yo... Igual ya no importa, nadie lo boleteó, El Laucha se suicidó. La policía me mostró la nota que dejó...” Guada terminó de calzarse las zapatillas y levantó la vista: “Bueno, pero puede ser una nota, no sé... falsificada, ¿no?”. Miriam la miró, súbitamente reflexiva, meneando la cabeza despacio. “No. Esa nota solo la pudo escribir El Laucha...” Guada, ya parada, remataba la birra y observaba a Miriam con cierta intriga. “¿Pero cómo estás tan segura?” Miriam la miró a los ojos con cierto temor controlado. “Porque eran ideas del Laucha de siempre. Es... Mirá, ¿alguna vez oíste hablar del Negro?...” Guada iba a hacer un chiste, alguna variante de “¿qué negro, Olmedo?” pero se dio cuenta de que el humor sobraba, la tensión creciente de Miriam eliminaba cualquier posibilidad de burla, así fuera amistosa. En ese momento le entró una llamada de un número desconocido. Guada iba a no atender pero por su eterna paranoia laboral (“a ver si es X y yo no...) contestó. Al principio no oyó nada pero después creyó distinguir una especie de risita insidiosa, ligeramente psicótica, que iba creciendo de volumen. Estaba por putear y cortar cuando creyó reconocer esa risa medio enfermiza. ¿No era la risa del imbécil de Juan Bigotudo? “¿Juan, sos vos?. ¿Qué carajo te pasa, chabón?” alcanzó a preguntar. Se hizo un silenco de uno o dos segundos y la llamada se cortó.

jueves, 25 de enero de 2024

MEAR (3)

El living, en realidad lo que parecía el único cuarto de la casa, además de la mini cocina y lo que adivinaba como el baño, estaba caldeado a un nivel difícil de soportar. Claro, no había ventanas ni otra abertura que no fuera la de la entrada; solo dos ventanucos mínimos de ventilación, que apenas lograban llevar algo, muy poco de fresco, en medio del agobio de la tarde de verano. Además, por momentos llegaba un vaho asqueroso, por suerte leve, pero de algo, vegetal o animal, que se estaba indudablemente pudriendo dentro de la casa. La piba entró seria pero, adivinó Guada, con un destello de satisfacción o alivio, sutil, muy sutil, pero que llegó a captar. Ahora que no estaba tan tensa o desbordada, con las facciones más sueltas, se le aparecía muy linda. “Uff, qué baruja. Mañana doy vuelta todo, debe haber una rata muerta en algún lugar, puta madre. ¿Vamo a hablar arafue?”. Guada agradeció al cielo, pese a ser atea, y asintió. La piba antes de salir manoteó una Quilmes de la heladera y dos vasos. “Gracias dos veces, Señor”, pensó Guada divertida y siguió a la piba, que salió de la casa y la invitó a sentarse en un tronco de árbol enorme pero extrañamente simétrico. La piba (bueno, Miriam) hizo saltar la tapa de la birra con su encendedor, sirvió los dos vasos (con espuma) por la mitad y le pasó uno a Guada. La calle tenía la parsimonia abúlica y vagamente irreal de las tres y media de la tarde en febrero. Guada dio un sorbo a la cerveza y miró a Miriam: “¿tu hijo entonces... está bien? Bah, bueno. Bien... digo, dadas las circunstancias...” Miriam sonrió con cierta dureza: “está bien, sí; dentro de todo. Está en lo de mi vieja. Ahí está contenido.” Miriam remató el vaso de birra y se sirvió un segundo. Dio un trago y pasó la lengua apenas por el borde del vaso, un gesto automático, que a Guada la calentó. ¿Cuánto hacía que no se calentaba con otra mina? Años, décadas más bien. Bajó un poco la vista y clavó la mirada en las tetas de Miriam: no eran muy grandes pero estaban tensas, erguidas, con los pezones durísimos haciendo presión contra la remera negra (de La Renga). Guada, algo incómoda por la excitación imprevista, buscó orientarse con la brújula del profesionalismo: “¿lo quería Franco al papá?”. Miriam tomó un trago de cerveza y miró concentrada el cielo azul, abrumadora, interminablemente azul, por segundos largos, como estirados, tal vez por la calentura de Guada, que por cierto seguía en aumento. “Sí, lo quería. Bastante. El otro hijo de puta ni se lo merecía... bah, todo hay que decirlo, con Franco, cuando estuvo, siempre se portó. Pero bue... Franco no sabe quién es el padre. Bah, quién era...” Miriam pronunció la frase y la miró a los ojos, fijamente. No la miraba fija en tren de historia sexual, sino más bien en tren de tensión dramática. ¿O había un poco de las dos cosas...? “Y quién era el padre?” pregunto Guada, redoblando el dramatismo. Miriam la miró caústica. “¿El Laucha? El Laucha era un terrible hijo de puta. Terrible terribe hijo de puta. Y ojo, te aclaro. Conmigo fue un garca pero dentro de todo... Digo, comparado con las cosas que hizo...” explicó Miriam y sirvió de nuevo los vasos de cerveza, rozando la mano de Guada con una intención que por un segundo le pareció no del todo inocente. Guada tenía una doble sensación: como periodista (como curiosa en general), la historia del Laucha se le presentaba atractiva y moría por profundizarla; como ser vivo sexuado, Guada se moría por saltar encima de Miriam y comérsela a besos. Claramente la etapa lésbica, como jodía con sus amigas de la secundaria, cuando vivían transándose entre ellas, medio en joda, medio en serio, no solo no estaba superada sino que había tenido un renacer tan inesperado como incontrolable. “Bueno, pero... ¿qué tipo de cosas hacía el Laucha...?” preguntó Guada con una voz que sobre el final de la frase derivó francamente al beboteo. Miriam la miró seria, captando tal vez esa inflexión última, y sonrió, ácida, desganada: “¿qué cosas hacía...?” En ese momento Guada sintió en la cabeza una invasión tibia y enseguida repugnante: alguien la estaba meando. Asqueada, se paró de golpe y levantó la vista. Un nene con síndrome de down de unos diez años, desde la terraza de la casa pegada a la de Miriam, había pelado la pija y mientras la orinaba sonreía, inocente y feliz. Miriam se enfureció, agarró una piedra y se la tiró con fuerza al pibe, a quien le pego de lleno, en el medio del pecho. “Tiiiina, la reputa madre, lo podés bajar al Martín, que de vuelta nos está meando, la puta madre...” Miriam aulló unas puteadas más para una Tina que nunca apareció, y después la miró a Guada: “mamita, pasá al baño y date una ducha, te presto ropa...” El nene lloraba y todavía meándose encima había vuelto a saltar a su terraza, ya no se lo veía. Confundida pero en el fondo contenta, o al menos expectante, Guada entró a la casa y después se metió en el baño. Miriam abrió la ducha, dejó una toalla verde loro muy gastada sobre la mochila del inodoro (no tenía tapa) y salió del baño. Guada se puso en bolas y se metió en la ducha. Estaba prendida fuego pero lo frío del agua la empezaba a relajar y a hacerle creer que se estaba armando una novela porno al pedo cuando sintió que alguien corría al cortina del baño. Abrió los ojos: Miriam la miraba seria y como acechante. “Mamita, te falta el jabón...” Guada dudó un segundo, por ahí dos. Después agarró a Miriam del cuello y la metió de prepo en la bañera.

viernes, 12 de enero de 2024

ARREGLAR (3)

Guada entró al bar, se sentó en la primera mesa que encontró y pidió una cerveza. Le trajeron una Quilmes de litro y un platito con papas fritas, no muchas. Atardecía y en el bar había poco movimiento. En la barra una mina de unos sesenta años bostezaba apática y una piba parecida a ella (su hija, seguro), secaba platos y vasos compenetrada, con actitud inversa a la de su madre. El mozo le había dejado la birra y había salido a fumar un cigarrillo a la puerta. En una mesa un tipo leía Clarín y tomaba una Coca mientras se sacaba los mocos con carpa, y en otra una pareja dejaba enfriar sus respectivos cafés mientras miraban sus respectivos celulares. Guada terminó el primer vaso de cerveza y se sirvió el segundo, mientras remataba las pocas papas que le quedaban. La chica estaba diez minutos atrasada. La había escuchada angustiada o recelosa, aunque le había parecido que no en relación con el tema del ovni; era bastante probable que la clavara. Una mina piola que le había dicho un par de cosas interesantes y se había quedado dormida, una segunda mina que la dejaba de garpe: la cosa venía difícil. Se sirvió el tercer vaso de Quilmes y revisó su celular. Un whatsupp de su hermana que le decía que mañana pasaba y le regaba las plantas, uno del grupo del edificio que anunciaba un aumento en las expensas y uno de su ex que ni leyó. Cuarto vaso de Quilmes, veinticinco minutos de retraso, un suspiro desganado y una seña al mozo para que le hiciera la cuenta; de golpe, como hubiera salido de abajo de la mesa, la piba se le vino encima y le dio un beso de prepo, con un “disculpame” apurado, nervioso. Guada, sorprendida, la invitó para que se sentara, aclarando que no había problema; le iba a hacer la seña al mozo para que trajera otro vaso y otra cerveza pero el mozo se adelantó y ya traía el otro vaso. Guada remató lo que quedaba de la cerveza en el vaso de la piba y pidió con un gesto otra. La piba se mandó la birra en fondo blanco y la miró con aire apesadumbrado: “disculpá la tardanza, pero es que estoy muy preocupada. El papá de mi hijo y mi hijo están desaparecidos hace como diez horas. Es más, no iba a venir pero después pensé que, no sé... como sos periodista... capaz me podés dar una mano...” Guada la miró, sorprendida pero comprensiva. Era una chica joven, de piel muy blanca y ojitos diminutos, de manos largas y elegantes, con las uñas muy comidas, que temblaban visiblemente. “Obvio, si te puedo ayudar con algo desde ya... lo de la entrevista queda para después, para cuando puedas... bah, en realidad no importa. ¿Sabes qué les pudo haber pasado a tu marido y a tu hijo...?” La pregunta de Guada, más bien previsible, pareció descolocar a la chica, y por varios segundos quedó como tildada. El mozo trajo la segunda Quilmes y una segunda tanda de papas fritas pero Guada no se animó a servir los vasos y la chica no parecía reaccionar. “El Laucha tenía que arreglar...” dijo de golpe, o más bien musitó, como si se hablara a sí misma. “¿Arreglar? ¿Arreglar con quién?”. La chica pareció salir de su aturdimiento y miró a Guada a los ojos: “El Laucha no es mi marido, es mi ex. Y disculpame, esto no tiene sentido...” La chica anunció eso y amagaba con levantarse cuando se escuchó un silbido de whatsupp que salió de su celular. Lo miró ansiosa y al instante su cara se transfiguró: una mueca de horror y desesperación se le metió de prepo y levantándose trastabilló y se derrumbó, tirando la cerveza, que se hizo mierda contra el piso. Guada se levantó para ayudarla pero al mismo tiempo no pudo contenerse y miró el celular. Una tal Mecha le había escrito: “Negra, encontraron tomuer al Laucha”.