domingo, 25 de agosto de 2024

ARREGLAR (5)

El bar Asturias estaba silencioso. De hecho, cosa rara, no había nadie, solo un pendejo bien lookeado, con ropa deportiva que costaba una fortuna, que cabeceaba siome delante de un café doble que se resignaba a enfriarse seguramente desde hacía un rato largo. El Laucha pensó que si no estuviera en la que estaba lo engatusaba con alguna historieta y le pelaba hasta los calzones, de última si tenía que amordazar a algún hijo de puta le servían. Pero no, no estaba para chiquitaje, el viejo Podestá era el viejo Podestá. Lo fue siempre, pero ahora que sabía que había fingido su muerte y todos se la habían comido, bueno, en fin, no alcanzaban los sombreros de una sombrería para sacarse el sombrero, como decía justamente el viejo. ¿Por qué carajo habría fingido su muerte? Difícil de saber. Podestá era un misterio, el único de los pesados que había conocido que realmente no tenía idea de para quién o para qué jugaba. El escabio le gustaba pero apenas, en su justa medida; a las minas no les daba bola, a la falopa tampoco; ¿la guita?, supuestamente le encantaba pero El Laucha se daba cuenta de que en el fondo, muy en el fondo no laburaba por la guita, si vivía como un indigente, o casi. ¿Y entonces... ¿por qué laburaba? Porque además laburaba groso, a otro nivel. ¿Por qué? ¿Para qué? Vicente, el dueño del Asturias, saludó al Laucha con un gesto de cabeza cansino y se rascó el ojo izquierdo, desganado. “Qué hacés, Laucha, ¿qué querés...?” preguntó con voz sepulcral. El Laucha pidió un tostado y una Quilmes. Vicente asintió y encendió un Parisiennes. El Laucha se sentó en una mesa en la que la luz de sol entraba por el ventanal, se arrepentiría en breve, la mañana amenazaba calor duro, pero bueno, a él le gustaba el sol. Vicente le trajo la birra y el tostado, El Laucha dio un mordisco al tostado, se tomó un trago de birra y miró el celular: nueve y tres minutos. Rarísimo, Podesta era la puntualidad en persona, de hecho hubiera esperado entrar y encontrarlo de toque, disfrazado por supuesto, pero reconocible para él, acomodándose los anteojos, leyendo de costado el diario. El Laucha empezó a dudar. ¿Y si era una cama? ¿Podía ser tanta mala suerte junta? ¿Dos camas en la misma semana? Por acto reflejo con la mano izquierda acarició la culata del fierro y con la derecha remató de un trago larguísimo la birra, mientras observaba alrededor. Estaba todo calmado, pero en un punto, sí, estaba demasiado calmado. Era raro que a esa hora en el Asturias solo estuviera ese pendejo. Por la calle pasaba una morocha de veintipocos años hablando por el celular a los gritos y un taxi a velocidad normal. El Laucha vio cómo el tachero doblaba a la izquierda, distraído, silbando, con cara de gil, mientras se concentraba en oír cada palabra de la conversación, por lo menos de lo que decía la morocha, cuando se le despertaba la paranoia el instinto de conservación lo llevaba a una capacidad hipertrofiada para captar cualquier movimiento o sonido de su entorno: en principio todo parecía normal. En la vereda de enfrente no había nadie; Vicente estaba adormecido, mirando vagamente la televisión, donde había un partido de basquet, o algo así, era claro que si había una cama para él no estaba enterado, juraría que por el sonido del bar adentro no había nadie más que ellos. Bueno, pero podían reventar el bar en medio segundo, cayendo de todos lados, no tenía por qué estar nadie en el Asturias, de hecho hacía tres días le había pasado eso. De golpe un tipo alto, muy rubio, casi albino, vestido de paisano pero con zapatillas Nike, entró de prepo, medio tambaleándose. Se acercó a Vicente, que salió enseguida de su abulia e hizo foco en el grandote. “Éste es el bar La Coruña?” preguntó casi gritando con un tono irónico, mal actuado. El Laucha se dio cuenta de que el albino estaba fingiendo la borrachera, casi podía jurarlo. Qué pelotudo, había caído de una ratonera, cómo carajo no le había pedido al que supuso Podestá mayores datos para corroborar quién era. “Laucha, pedazo de siome, dos camas en tres días, la puta madre, qué carajo te pasa...” se autorecriminó. Vicente ya le contestaba al albino que ese bar era el Asturias y que bajara la voz porque si no le iba a tener que pedir que se fuera. El Laucha se levantaba ya, con la mano en la culata del fierro, para salir ya mismo a ver si zafaba, y si no lograba salir a tiempo, bueno, lo de siempre, cuando sorpresivamente el chetito que estaba cabeceando medio dormido se levanto de la nada y se le cruzó, sonriendo irónico. “Hijo de puta”, pensó El Laucha y ya estaba por arrancar la nueve cuando notó que el pendejo le hacía una seña de que bajara un cambio. “Me parece que tenés que arreglar un asuntito con un viejo amigo tuyo, ¿no?...” El Laucha se quedó petrificado. El pendejo, que ahora notaba que no era tan pendejo, le guiñó un ojo. “Quedate tranquilo. Teníamos que chequear que estuvieras solo. Vení, tu amigo te espera, Mickey...” le dijo y encaró para la puerta.

domingo, 4 de agosto de 2024

DORMIR (5)

La almohada estaba caliente, molestamente caliente. El Laucha la manoteó como pudo y la hizo girar rápido, pesado, cansino; al sentir la tregua de frescura se volvió a dormir enseguida, o más que a dormir a desmayarse. Había pasado más de diez horas metido en una canaleta mínima, aguantando el calor, encima escuchando a los cobanis y sus historias. Insoportable, pero como siempre decía El Lito, todo el que estuvo en la tumba aguanta lo que sea con tal de no volver, así que El Laucha la había pasado mal pero tranquilo, sabiendo que todo el calor, toda la incomodidad, todo el dolor que estaba sintiendo metido en ese hueco no era nada comparado con el hecho de volver a caer en naca. Por un momento abrió los ojos y pensó en tomar un poco de agua pero no le dio el cuerpo y se dejó volver a arrastrar al sueño, sin antes monitorear alrededor y recordar que estaba en la casa de Patricio, el hermano del Lito, en la pieza de la piba muerta. Eso lo incomodó un poco y se llevó la mano al crucifijo, “Barbudo, por favor, dejame dormir...” La plegaria no funcionó: la idea de que estaba durmiendo en la pieza de la ahijada del Lito, que se había muerto a los tres o cuatro años lo empezó a traer a la vigilia con cierta inquietud. Se volvió a tocar el crucifijo “Barbudo, por favor, necesito dormir...”, pero no, El Barbudo con el favor del día anterior ya se había portado, parecía. La concha de la lora, ¿porqué Patricio le había dado esa zapie? Bueno, claro, porque otra no había. Un horror, la pieza estaba lleno de los juguetes y los recuerdos de la nena muerta, ¿porqué carajo no habían vaciado todo? De fondo, encima, empezó a distinguir los gemidos de La Amelia, la mujer de Patricio, hijos de puta, no vaciaban la pieza de la nena pero de coger no se privaban. “Odio a los muertos” se le disparó el pensamiento. Uf, eso le había dicho El Punga, un par de días antes de cortarse las venas. “Odio a los muertos”. El Laucha se incorporó, ya desvelado, ya paranoico. La luz del sol, por suerte, empezaba a insinuarse en la pieza. La Amelia gemía cada vez más alto y profundo, parecía que estaba por acabar. Pese a la paranoia la pija se le puso como una piedra, la jermu de Patricio no era muy linda pero un polvo era un polvo. Se empezó a pajear imaginándose que Patricio y él se la cogían, Patricio se hacía chupar la pija y él se la metía por el culo. Se calentó tanto que acabó a los treinta segundos, ahogó un suspiró profundo, que coincidía con el que desde el cuarto de al lado emitía La Amelia e instantes después, olvidado del culo de La Amelia, de la hija muerta de Patricio y La Amelia, de los muertos en general y de todo el puto mundo, El laucha volvió a dormirse. Nunca supo qué pasó pero cuando abrió los ojos era de noche. ¿Había seguido de largo desde las seis de la mañana hasta las ocho de la noche? Podía ser, venía cansado mal y la historia de la canaleta mucho no había ayudado. En la casa no se escuchaba nada, y extrañamente no se escuchaba nada en el resto del barrio. El Laucha, pese a haberse dormido todo, seguía cansado; pensó en revisar el celular y seguir torrando, Patricio le debía demasiados favores como para hacerse el estrecho. Abrió el celu desganado, tenía mensajes de todo el mundo, ninguno muy importante. Iba a cerrar el celular y a meterse de nuevo abajo de las sábanas cuando le cayó un mensaje desconocido, que abrió por inercia. Decía: “Mickey, quiero hablar con vos...”. El Laucha quedó descolocado. Solo había una persona que le decía Mickey, el viejo Podesta. Pero estaba muerto hacía cuántos años: ¿cuatro, cinco, seis? Lo primero que se le vino a la cabeza fue la frase de El Punga “odio los muertos”. Después, mecánicamente, preguntó: “¿quién sos?” La respuesta le llegó treinta segundos despues: “Mickey, mañana, en el bar Asturias, a las nueve de la mañana. Sin forradas”. El Laucha quedó pensativo. La respuesta era del viejo, no tenía duda ¿Entonces Podestá estaba vivo? “Odio los muertos”, pensó, se destapó, y por completo desconcertado, apoyó los pies en el piso.