lunes, 23 de diciembre de 2024

MEAR (6)

El Gringo bajó del coche y se acercó, bamboleándose, a un kioskito mínimo, casi un agujero en la pared, que atendía una mujer de pelo completamente blanco y expresión extraviada. Volvió con un paquete de Parissienes, un paquete de Lucky, un paquete de maníes y una lata de medio litro de Heineken. Le pasó a Schepis el paquete de Parissienes, abrió el paquete de maníes, dejó caer unos cuantos en su gigantesca mano izquierda y enseguida con la derecha encendió el coche, después de mandar de prepo la multitud de maníes a su boca. Schepis suspiró y encendió un Parissienes, mientras más allá del vidrio de la ventanilla un perfecto cielo azul, que incluiría pero que por suerte, gracias al aire del coche excluía (para él) una dosis densa y pegajosa de calor, le producía una mínima tregua de sosiego en relación con la tensión de los últimos días, sobre todo con la desagradable sensación de saberse espiado. ¿Quién, quiénes serían? ¿Y porqué se lo demostraban? Eso era lo más raro, no tenía lógica ninguna. Pero... Lo sacó de sus cavilaciones El Gringo, que después de un trago largo a su lata de Heineken y de un eructo apagado, reprimido, le anunció: “estamos en Arroyos al 1200...” Schepis miró la puerta del departamento y dudó. ¿Daba para hacer esa aventura? Al Arconte no le había dicho nada, porque desde ya que se lo hubiera prohibido de la peor manera: “no”, hubiera sido su respuesta simple, terminante, y por más que Schepis y todo su arsenal retórico salieran al cruce no habría habido manera de convencerlo. Por eso al Gringo lo iba a dejar comprar cuantas Heineken se le ocurrieran en el camino: era un silencio bastante barato, regalado más bien. Marisa salió del pallier de su departamento charlando con el portero, despreocupada, pero pispeando, más bien pispeándolo. Claramente sabía qué vendía; más fuerte no podía estar. Lo miró y lo saludó como si recién lo viera, cuando Schepis sabía que ya lo había visto. “Hola hermoso...” Marisa entró, lo dio un beso con elegancia y sensualidad; El Gringo ya había arrancado sin antes dejarle un guiño de ojo admirativo en el espejo retrovisor. El viaje, ahora sí, empezaba. Los primeros diez minutos hablaron de boludeces, sobre todo del destino curioso al que viajaban. Marisa estaba tentada: “¿Coronel Membrillo? ¿Qué era ese pueblo?” Schepis había hecho los deberes: a fines de los setenta en la zona que terminó convirtiéndose en el lugar a dónde iban se había instalado una fábrica muy importante de alimentos. A partir de su presencia se fue articulando una suerte de pueblo informal, que hacia fines de los noventa se había convertido en un pueblo oficial: Coronel Membrillo. Lo curioso era que el dato que Schepis no había podido encontrar era por qué llevaba ese nombre tan, no sé, extravagante. Que hubiera podido rastrear, en la historia argentina no había encontrado ningún Coronel Membrillo que diera nombre a la localidad. Con un guiño de ojo y una levísima pasada de su lengua por los labios Marisa puso el epílogo al tema: “bueno, en fin, no importa. Lo que importa es la idea de zafar un rato de Buenos Aires... Me dijiste que la hostería tiene pileta ¿no?” Schepis asintió: “sí, sí. Busqué un lugar cómodo, donde pudiéramos estar tranquilos. Ya te dije, yo voy a estar yendo y viniendo...” Marisa sonrío, irónica: “sí, claro. Negocios, ¿no?” Schepis tuvo un escalofrío mínimo y pensó en la cara de desconcierto (primero) e irritación (después) del Arconte si estuviera viendo la escena. El tono de ironía de Marisa le molestó bastante, no porque tuviera la menor idea de a lo que se él iba a dedicar, por supuesto, si no, porque, a ver si terminaba pensando que era un narco o algo así, ye entonces... Siempre él, tan prolijo y eficiente, terminaba complicándose porque una mujer se le metía en el medio; o mejor dicho, porque él metía en el medio a una mujer. La idea de que las cosas podían salir mal por su propia necedad le introdujo una dosis de molestia y ansiedad. De golpe empezó a transpirar y a sentir un calor agobiante y al mismo tiempo un principio de desvanecimiento. Marisa lo notó y le preguntó si se sentía bien. Schepis balbuceó que sí, que ya se le pasaba y le pidió al Gringo que subiera el aire acondicionado. Se recostó contra el respaldo y empezó a adormecerse, mientras alcanzaba a explicarle al Gringo y a Marisa que le había bajado un poco la presión porque casi no había dormido (era verdad) y que descansaba un poco y ya estaba de nuevo con ellos. Un rato largo después abrió los ojos de golpe, atenazado por una sensación insoportable: estaba a un segundo de pillarse. Era mediodía y Marisa también se había quedado dormida: uffff. El Gringo fumaba y manejaba displicente por una ruta que no tenía idea cuál era. Schepis vio una parrilla y desesperado le pidió al Gringo que lo dejara bajar. El Gringo le dijo que estaban a escasos diez minutos de la hostería pero Schepis sentía que ya no podía contenerse más, además de quedarse dormido se iba a mear encima, Marisa iba a preferir volverse a Buenos Aires, así fuera caminando. Bajó apuradísimo mientras veía que Marisa se reincorporaba, bostezando. Casi corriendo pidió poder usar el baño y un tipo grandote, morocho y de aspecto serio le dijo que no había problema. Schepis se metió en el baño y con la orina casi surgiendo a borbotones alcanzó a desabrocharse el cierre del pantalón. Manchó apenas el azulejo del baño mientras sentía que la sensación de placidez probablemente más reconfortante de los últimos meses lo anegaba por completo. Terminada la operación, se acomodó el pantalón y salía del baño pensado en que iba a tener que remontar bastante el inicio deplorable de la cita con Marisa, cuando una anciana alta y escuálida, de ojos grises y sonrisa angustiada se le cruzó, impidiéndole pasar. “¿Necesita algo, señora?” La mujer abrió mucho los ojos y casi sollozando le dijo: “Ayudeme, por favor, usted que puede. Me quieren a abducir...”

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