martes, 7 de noviembre de 2023

COGER (2)

La luz del sol se filtraba apenas por la persiana entreabierta. Leni abrió los ojos y los volvió a cerrar, acorralado por la luminosidad modesta pero agobiante de una mañana de lunes en la que debería haber estado reincorporándose al trabajo. Pero, se daba cuenta, no solo no estaba reincorporándose al trabajo -en Buenos Aires- sino que estaba empezando, tímida, esforzadamente, a resucitar en la pieza de Vanesa, en el hotel de su padre, el demente rubio, en Termas Blancas. ¿Cómo había terminado ahí? ¿Cómo había terminado así? Se le agolparon algunas imágenes relampagueantes, discontinuas: Vanesa y él sentados bajo el sol decidido del mediodía de domingo, picando un salamín y un queso con una botella de vino recién descorchada; Vanesa y él destapando la segunda botella de vino y sacando de una parrilla improvisada con una especie de fiambrera pedazos de vacío fileteados que apoyaban en dos platos de madera cargados de chimichurri y pan francés; él cortando prolijamente con un cuchillo sin filo metódicas porciones de queso fresco y dulce de batata y destapando la tercera botella de vino mientras Vanesa intentaba usar el calor remanente del fuego del asado para calentar la cafetera; Vanesa y él destapando la cuarta botella de vino a los besos, sacándose la poca ropa que tenían encima y poniéndose a coger desesperados bajo la sobria delicadeza del sol de un atardecer incipiente, perfectamente dorado. Vanesa en bolas recostada sobre su hombro mientras él abría una botella de Smirnoff de melón y un vientito fresco pero agradable empezaba a empujar las nubes hacia el oeste, amontonándolas con un sol que se hundía redondo, solemne, casi trágico; Y ahí aparecía un hueco abrupto en su memoria; ahí donde debió haber terminado su despedida después de un par de medidas de Smirnoff y debió iniciarse su retorno a Buenos Aires, previo paso por el hotel para buscar sus cosas y por la terminal para subirse al micro, bueno, ahí... algo había pasado. ¿Pero qué? El dolor de cabeza era demasiado punzante y la sed abrumadora pero primero, y con un esfuerzo considerable, manoteó y abrió el celular. Solo un mensaje de su jefe, de hacía dos horas y trece minutos: “¿te pasó algo?”. Leni suspiró, algo aliviado, y escribió: “estoy en un quilombo. Disculpame, mañana estoy ahí...” Mandó el mensaje, tiró el celular al piso y se quedó pensando: ¿en qué quilombo estaba? Todo había empezado con el paseo con Vanesa a la Laguna Negra, hacía unos días. Si bien Leni tuvo la intuición de que algo pasaría nunca supuso que pasaría cómo pasó, con Vanesa quemando las naves tan rápido. A partir de ahí su estadía más bien monótona y vagamente nostálgica en Termas Blancas se había convertido en un carrusel sexual desenfrenado y confuso. Por un lado le parecía bien, por el otro había cosas que no le cerraban. Vanesa, pese a que le gustaba mucho, era rara, no le cerraba del todo. Qué pendeja más extraña: era como si su cabeza al mismo tiempo operase en varios planos de la realidad, dos por lo menos. Y la relación medio enfermiza que tenía con el viejo, que por suerte se había ido a no sabía dónde... De golpe Leni recordó el inicio del desvío que desembocó en su faltazo laboral: estaban con Vanesa vistiéndose y tomando el Smirnoff de melón, preparándose para levantar campamento, cuando Leni tuvo una intuición apremiante, punzante; sacó la vista de donde la tenía y giró la cabeza: en medio de la noche inminente descubrió una mujer que los miraba. Sobresaltado, le preguntó qué necesitaba. La mujer flaca, apática, absorta, no respondió. Leni se sorprendió al notar que la mujer era quien hacía unos días se había acercado a él en el restaurante para anunciarle que la iban a abducir. Miró a Vanesa; su amiga observaba todo sin emoción ninguna, aunque con un ligero despunte de sorna. ¿La conocería? “Vamos mamá... vení”, dijo Vanesa y se acercó a la mujer, para desconcierto de Leni. Después venía de nuevo un espacio en blanco y Leni aparecía sentado en una silla de paja destartalada, en una suerte de patio de piso de tierra donde incluso merodeaba alguna gallina trasnochada, debajo de una luna llena enorme, amarilla. Leni se acordaba de haber mirado el celular y haber pensado “tengo que salir ya para el hotel o no llego”, sin embargo al mismo tiempo tenía una sensación de abandono, de desgano cómodo aunque al mismo tiempo algo malsano. Dio un largo beso a la botella, respiró hondo; Vanesa se le apareció adelante. “Ya está, la acosté. Mi viejo no vuelve hasta mañana a la tarde. Quiero que me cojas toda la noche, ¿puede ser?...” Claro, había sido eso. No se acordaba bien cómo pero habían vuelto al hotel y se habían metido en la pieza a garchar enceguecidos varias horas. En algún momento, claro, se había desmayado. Leni se incorporó decidido a meterse en la ducha, vomitar todo lo que tuviera que vomitar y salir ya mismo para la terminal, comprar el pasaje y volverse de una puta vez a Buenos Aires. Estaba bajando los pies de la cama cuando Vanesa de golpe abrió la puerta, seria pero fría, imperturbable: “vestite y vení conmigo, que al final mi viejo está volviendo y no te puede ver acá...” Leni manoteó el pantalón y la remera, se guardó el celular y empezó a seguir a Vanesa, confundido. En el living la tele estaba encendida con el volumen casi inaudible pero Leni leyó en el zócalo de TN que el fiscal Nisman había aparecido muerto en el baño de su casa.

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