jueves, 25 de enero de 2024

MEAR (3)

El living, en realidad lo que parecía el único cuarto de la casa, además de la mini cocina y lo que adivinaba como el baño, estaba caldeado a un nivel difícil de soportar. Claro, no había ventanas ni otra abertura que no fuera la de la entrada; solo dos ventanucos mínimos de ventilación, que apenas lograban llevar algo, muy poco de fresco, en medio del agobio de la tarde de verano. Además, por momentos llegaba un vaho asqueroso, por suerte leve, pero de algo, vegetal o animal, que se estaba indudablemente pudriendo dentro de la casa. La piba entró seria pero, adivinó Guada, con un destello de satisfacción o alivio, sutil, muy sutil, pero que llegó a captar. Ahora que no estaba tan tensa o desbordada, con las facciones más sueltas, se le aparecía muy linda. “Uff, qué baruja. Mañana doy vuelta todo, debe haber una rata muerta en algún lugar, puta madre. ¿Vamo a hablar arafue?”. Guada agradeció al cielo, pese a ser atea, y asintió. La piba antes de salir manoteó una Quilmes de la heladera y dos vasos. “Gracias dos veces, Señor”, pensó Guada divertida y siguió a la piba, que salió de la casa y la invitó a sentarse en un tronco de árbol enorme pero extrañamente simétrico. La piba (bueno, Miriam) hizo saltar la tapa de la birra con su encendedor, sirvió los dos vasos (con espuma) por la mitad y le pasó uno a Guada. La calle tenía la parsimonia abúlica y vagamente irreal de las tres y media de la tarde en febrero. Guada dio un sorbo a la cerveza y miró a Miriam: “¿tu hijo entonces... está bien? Bah, bueno. Bien... digo, dadas las circunstancias...” Miriam sonrió con cierta dureza: “está bien, sí; dentro de todo. Está en lo de mi vieja. Ahí está contenido.” Miriam remató el vaso de birra y se sirvió un segundo. Dio un trago y pasó la lengua apenas por el borde del vaso, un gesto automático, que a Guada la calentó. ¿Cuánto hacía que no se calentaba con otra mina? Años, décadas más bien. Bajó un poco la vista y clavó la mirada en las tetas de Miriam: no eran muy grandes pero estaban tensas, erguidas, con los pezones durísimos haciendo presión contra la remera negra (de La Renga). Guada, algo incómoda por la excitación imprevista, buscó orientarse con la brújula del profesionalismo: “¿lo quería Franco al papá?”. Miriam tomó un trago de cerveza y miró concentrada el cielo azul, abrumadora, interminablemente azul, por segundos largos, como estirados, tal vez por la calentura de Guada, que por cierto seguía en aumento. “Sí, lo quería. Bastante. El otro hijo de puta ni se lo merecía... bah, todo hay que decirlo, con Franco, cuando estuvo, siempre se portó. Pero bue... Franco no sabe quién es el padre. Bah, quién era...” Miriam pronunció la frase y la miró a los ojos, fijamente. No la miraba fija en tren de historia sexual, sino más bien en tren de tensión dramática. ¿O había un poco de las dos cosas...? “Y quién era el padre?” pregunto Guada, redoblando el dramatismo. Miriam la miró caústica. “¿El Laucha? El Laucha era un terrible hijo de puta. Terrible terribe hijo de puta. Y ojo, te aclaro. Conmigo fue un garca pero dentro de todo... Digo, comparado con las cosas que hizo...” explicó Miriam y sirvió de nuevo los vasos de cerveza, rozando la mano de Guada con una intención que por un segundo le pareció no del todo inocente. Guada tenía una doble sensación: como periodista (como curiosa en general), la historia del Laucha se le presentaba atractiva y moría por profundizarla; como ser vivo sexuado, Guada se moría por saltar encima de Miriam y comérsela a besos. Claramente la etapa lésbica, como jodía con sus amigas de la secundaria, cuando vivían transándose entre ellas, medio en joda, medio en serio, no solo no estaba superada sino que había tenido un renacer tan inesperado como incontrolable. “Bueno, pero... ¿qué tipo de cosas hacía el Laucha...?” preguntó Guada con una voz que sobre el final de la frase derivó francamente al beboteo. Miriam la miró seria, captando tal vez esa inflexión última, y sonrió, ácida, desganada: “¿qué cosas hacía...?” En ese momento Guada sintió en la cabeza una invasión tibia y enseguida repugnante: alguien la estaba meando. Asqueada, se paró de golpe y levantó la vista. Un nene con síndrome de down de unos diez años, desde la terraza de la casa pegada a la de Miriam, había pelado la pija y mientras la orinaba sonreía, inocente y feliz. Miriam se enfureció, agarró una piedra y se la tiró con fuerza al pibe, a quien le pego de lleno, en el medio del pecho. “Tiiiina, la reputa madre, lo podés bajar al Martín, que de vuelta nos está meando, la puta madre...” Miriam aulló unas puteadas más para una Tina que nunca apareció, y después la miró a Guada: “mamita, pasá al baño y date una ducha, te presto ropa...” El nene lloraba y todavía meándose encima había vuelto a saltar a su terraza, ya no se lo veía. Confundida pero en el fondo contenta, o al menos expectante, Guada entró a la casa y después se metió en el baño. Miriam abrió la ducha, dejó una toalla verde loro muy gastada sobre la mochila del inodoro (no tenía tapa) y salió del baño. Guada se puso en bolas y se metió en la ducha. Estaba prendida fuego pero lo frío del agua la empezaba a relajar y a hacerle creer que se estaba armando una novela porno al pedo cuando sintió que alguien corría al cortina del baño. Abrió los ojos: Miriam la miraba seria y como acechante. “Mamita, te falta el jabón...” Guada dudó un segundo, por ahí dos. Después agarró a Miriam del cuello y la metió de prepo en la bañera.

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