lunes, 30 de septiembre de 2024

ZAFAR (6)

El mozo no traía la cuenta y Schepis estaba cada vez más inquieto. Era una neurosis que traía de chiquito: la intolerancia ante la irresolución. Todo tenía que resolverse rápido, rápido y ya. Las cosas tenían que redondearse al instante o no redondearse y listo, se abandonaban y chau... Bueno, ahí el mozo traía la cuenta, entonces ok, genial. Pero de golpe el morocho se desviaba y de refilón Schepis notaba que en la bandeja no traía su cuenta sino tres chops (ahora les decían pintas) de cerveza, dos rubias, una negra. Uffff. Miró el celular. Cuatro whatsupp: de Mamá, de Bety, de Tino y de un numero desconocido. No le prestó atención a ninguno, ninguno le interesaba. Solo esperaba el mensaje de Pablo, el mensaje providencial que lo desligara del desastre potencial en el que lo habían metido. Bueno, ahí el morocho traía por fin la cuenta, Schepis le pagó en efectivo y se percató de que en realidad su ansiedad por pagar no era su tradicional ansiedad por pagar, era la ansiedad porque llegara el mensaje de Pablo, porque después de pagar seguía igual de ansioso. Se puso a pensar cómo carajo -uf, si puteaba, aunque fuera mentalmente, estaba mal en serio-, cómo carajo -recalcó- había terminado formando parte de esa jugada, que de kilómetros se veía que iba a ser desastrosa. Bueno, claro, sin querer sonar tanguero, pero había terminado en esa jugada por una mujer. Bueno, una mujer como la que lo miraba, fijo, desde la mesa de enfrente, una rubia atractiva, con unos pechos que le desbordaban desde el escote y que al desborde de pechos le sumaba una sonrisa irónica, perversa, claramente dirijida a él. A Schepis empezó a sentir una erección pero hasta ahí, sabía que no iba a poder relajarse y tener sexo con nadie si Pablo no le escribía avisándole que había resuelto el tema. Igual, qué fuerte estaba la rubia, y qué ojitos le tiraba, ya tenía la erección al 100%, Pablo o no Pablo. Le guiñó un ojo a la rubia y la rubia se rió apenas, también le guiño el ojo, tomó un trago de lo que parecía un martini y recibió a su acompañante, que al parecer volvía del baño. Schepis pensó, ya definitivamente envalentonado, que bueno, si zafaba o no, vería, pero que a la rubia se la llevaba a la cama sí o sí, cuando le llegó un whatsupp, no de Pablo, sino de Julián, el novio de Pablo: “listo, tigre, hablé con Karina, tema resuelto”. La alegría de Schepis en ese momento era difícil de calibrar. En apenas minutos, tal vez segundos, se había sacado un problema que le había quemado la cabeza dos semanas seguidas y al mismo tiempo, casi como para festejar, tenía un encantador bomboncito adúltero que le hacía todos los guiños para irse con él, por ahí otro día, por ahí, ja, ahí mismo. ”Amo mi vida”, pensó Schepis, y para confirmar ese amor ya le iba a pedir al mozo un champagne, o algo para celebrar y de paso reacomodar todo en vistas a ver cómo se terminaba llevando con la rubia, que jaja, cuando su acompañante se distraía medio segundo no dejaba de regalarle sonrisitas efímeras y perversas. Ya relajado con la resolución del desastre de Pablo y su gente y con el sexo con la rubia en la cabeza, por cumplir con su deber filial iba a revisar el mensaje que le había mandado su madre, pero entró a whatsupp y le llamó la atención el mensaje del desconocido, más que nada porque la imagen de su perfil era toda negra. Entró y leyó: “ Schepis, ¿conocés un pueblo de la provincia de Buenos Aires que se llama Coronel Membrillo?”

domingo, 15 de septiembre de 2024

REPLEGAR (5)

El grito de la mina partió la tarde en dos: algo decía pero El Laucha ni lo registró. Se subió a la moto, acelero a fondo (se habían agregado un par de gritos masculinos, que tampoco se molestó en entender) y en cinco, seis, siete minutos estaba en la cuevita. Así le decían cuando eran chicos a un refugio en las afueras del pueblo que habían construído cuando no tenían nada (ja, ¿ahora tenía algo?) juntando cosas de cualquier lado, sillas destruidas, radios viejas, licores olvidados en armarios de tías indiferentes u odiadas. Era cierto, él no lo había construído, había llegado un poco más tarde, bastante más tarde, pero había colaborado a full. Estaba empezando a caer el sol pero el calor era inaguantable, sobre todo por el disfraz que el viejo Podestá le había sugerido: borcegos con una plataforma mínima de treinta centímetros, una campera negra de tela de avión llena de almohadones, casco y anteojos oscuros, bien de yuta. Resultado: el testigo eventual del laburo iba a describir como sicario a un gordo grandote. El Laucha, que medía un metro cincuenta y pesaba cincuenta y tres kilos (y que además ya estaba legalmente muerto) se había convertido, por un rato, en El Oso o en El Gorila. Era vivo, vivo en serio El viejo. Frenó la moto, sacó el celular y mandó al instante un whatsupp: “2 listo”. Después manoteó una lata de birra que tenía preparada y que, obvio, estaba tibia tirando a caliente, asquerosamente caliente en realidad. “El último tirón. Ja, en realidad el último tiro. Solo falta el garca de Alayo...” Calculaba que en dos minutos a más tardar le iba a llegar la dirección donde estaba y listo, pum, lo bajaba y como dijo El viejo: “ataque y repliegue. O sea, te cargás a estos tres giles y te vas para Buenos Aires, donde te esperan las ciento cincuenta lucas gringas que te faltan. Y encima después, Mickey... encima después...” ¿Sería verdad? El viejo nunca le había mentido, entonces, ¿por qué dudar? Pero habían pasado tres minutos y el mensaje no llegaba. Raro. De golpe, de la nada en realidad, El Laucha se puso a pensar que ese lugar, “la cuevita”, donde hacía muchos años que no estaba, había sido el único testigo de su primer homicidio. Había sido por una boludez: habían estado escabiando varias birras con el gordo Miguel, cagándose de risa el principio, pero al gordo Miguel el escabio le pagaba para el orto, se ponía muy agresivo, y en un momento empezó a querer zarparle un reloj que El Laucha le había choreado a un pendejo de su colegio. El Laucha, entre risas al principio, le había dicho que no, pero el gordo se había puesto denso mal y en un momento la cosa se complicó, el gordo era mucho más grande que él y se le había tirado encima, El Laucha había manoteado un cuchillo y le cortó -limpito- el cuello, el forro del gordo ni alcanzó a pestañear y se derrumbó y se desangró en segundos, todavía escuchaba cómo escupía sangre e intentaba decir algo, andá a saber qué. El laburo que había sido arrastrarlo, rememoraba El Laucha cuando de golpe sintió un escalofrío, alguien lo estaba mirando, estaba seguro. ¿Sería El Negro? Porque después de degollar al gordo Miguel había visto al Negro por primera vez, Dios, la puta madre. Giró la cabeza y se llevó la mano al crucifijo. Alguien lo estaba mirando pero no era El Negro, por suerte. Era un tipo alto, con cara de aturdido, que lo miraba pero parecía mirar más allá de él. ¿Un gil dado vuelta de escabio o de falopa? Parecía eso, y parecía más de falopa que de escabio. El Laucha le iba a preguntar qué carajo le pasaba cuando le pareció que al chabón lo conocía. ¿De dónde? Y de golpe se dio cuenta: el chabón era muy parecido a uno de los faloperos porteños, no al dueño de casa, Nacho, al otro. Pero es que no era muy parecido, era idéntico. El Laucha respiró hondo, muy tenso, cuando escuchó el sonido del whatsupp. Miró: “San Martín 283. Entrá por el patio de atrás.” El Laucha tomó aire todavía paranoico y arrancó la moto y salió a todo lo que da sin mirar atrás, sin querer mirar. “Odio los muertos, la puta madre...” Llegó a San Martín 283 de toque, frenó en la vereda de enfrente. Una mina salía a las puteadas de la casa donde estaba -supuestamente- Alayo. El Laucha tenía la itaka encanutada en un paraguas. Se bajó de la moto paraguas en mano y empezó a cruzar la calle. Por la ventana vio que Alayo estaba ahí, casi como en un tiro al blanco. Listo, ni tenía que trepar. Dio dos pasos más, sacó la itaka del paraguas y apuntó. Se llevó la mano al crucifijo y pidió “Barbudo, dame puntería...”, pero ahí algo le falló. El Barbudo, perdón, Jesucristo, como le había enseñado su madre, le había dado ya puntería dos veces. ¿Le daría una tercera? Eso lo hizo dudar un segundo. Después apuntó y apretó el gatillo, pero ya mientras apretaba el gatillo se daba cuenta de que por alguna causa Alayo se había agachado.

lunes, 9 de septiembre de 2024

COGER (5)

El Laucha se sirvió el penúltimo trago de blue label y se puso a repasar la situación mientras esperaba que las trolas llegaran. Las instrucciones eran sencillas: tenía que dejar en claro a un par de personas que estaba metido en un quilombo de aquellos y que le quedaba poco margen. Después armaban la escena y listo, se moría. Acto seguido, la movida Alayo. ¿Y después? Ni idea, pero El Viejo le prometía el paraíso. Al Laucha todavía le parecía irreal, pero viniendo del Viejo cualquier cosa podía ser. Por eso las trolas: había que festejar. El núcleo duro de Alayo era él y cinco tipos: Uriarte, El Lungo, Picapiedra, Quico y Chocolate. Los demás eran mulos y desaparecido ese núcleo duro se iban a desperdigar por ahí. El viejo Podestá le había dicho que a él le tocaba encargarse de Quico, de Picapiedra y de Alayo, quienes iban a estar en los tres lugares que el Viejo le anunciaría medio segundo antes de empezar la jugada. Era un raid frenético: tres asesinatos en no más de quince minutos. Pum, pum y pum. Termas Blancas era un pueblo chico y con la moto era fácil, sobre todo si ninguno de los tres, como se suponía, se esperaba el corchazo que se les venía. Podestá le había dado el arma, una itaka nuevita, porque no quería errores, “a estos me los borrás del mapa sí o sí...” En ese momento sonó el timbre. El Laucha ya estaba bastante borracho y se levantó algo cansino, de hecho mientras apoyaba la mano en el picaporte se le pasó por la cabeza que en realidad no tenía ganas de coger y que había llamado a las trolas mecánicamente, pero ya era tarde, en fin. Las trolas pasaron sonriéndole, piropeándolo, histeriqueándolo pero tranquilas, manoseándolo apenas. Tenían buena actitud, se tomaban en serio su laburo; eso era para respetar, odiaba las putas desganadas. Eran una pendeja petisa muy tetona, de corte stone y labios muy gruesos y una pelirroja más alta, hiper pintada, sin mucha teta pero con un culo soberbio. El Laucha empezó a entrar en clima mientras sentía que la pija se le enderezaba a la velocidad de la luz. “Ja, y pensar que hace medio minuto hubiera preferido seguir solito con el blue label”, pensó mientras le metía la mano en el escote a la petisa y le zarandeaba las gomas. Dos minutos después estaban los tres en pelotas (salvo la pelirroja, que vaya uno a saber por qué nunca se terminó de sacar el corpiño) y media hora después El Laucha se derrumbaba sobre el sillón, después de haberle acabado en la boca a la morocha mientras le metía la lengua en el culo a la pelirroja. “Papito, sos un campeón” le dijo la morocha, cariñosa, mientras le acariciaba el pecho. El Laucha de pronto sintió que le bajaba la presión, o algo parecido, se sentía muy cansado. “Papi, ¿te sentís bien?” le preguntó la morocha, con una preocupación sutil, incipiente. El Laucha hizo fuerza y se reincorporó. “Sí, tranqui, estoy bien...dame un minuto...” dijo, se levantó, y medio mareado se metió en el baño, después de manotear el celular, que había quedado en la mesa. El Laucha casi se cayó sobre el inodoro y trato de hacer foco sobre el celu mientras empezaba a mear y cagar al mismo tiempo. Tenía un mensaje de su ex, que le decía que hacía tres semanas que no veía a Franco, su hijo y le pedía que se quedara la noche siguiente con él. El Laucha empezó a sentirse mejor, ya no tan mareado, y con la beatitud post-garche y semi-etílica que tenía iba a contestar con un parco “ok”, cuando le llegó un mensaje del Viejo: “Mickey, estamos, te morís mañana a la noche...”

domingo, 1 de septiembre de 2024

MEAR (5)

Era el viejo Podestá, no había dudas. Hasta el último segundo El Laucha había pensado que podía ser cualquier cosa, no sabía bien qué, pero en serio que le parecía demasiado, ¿fingir su propia muerte, con certificado de defunción y todo? Pero bueno, ahora lo tenía adelante y no, ni a palos; era el viejo Podestá, cigarro en mano (cigarro que fumaría tres o cuatro veces y que apagaría poco después de haber despachado la mitad), copita mínima de whisky en la otra, con su eterno aspecto de Profesor Lambetain y su sonrisa cáustica, despectiva, fríamente tanguera. “Mickey querido.... Sentate, tomate un escocés con un colega de Lázaro...” El Laucha bajó la cabeza, respetuoso, y estiró la mano: “Don Podestá... qué... qué gran noticia. En serio...” Podestá sonrió desgarbado y estrechó la mano del Laucha, con esa extraña energía sutil que manejaba y que implicaba un uso mínimo de la fuerza y un efecto máximo de potencia en el receptor. Con un giro de cabeza le hizo entender al pibe bien lookeado que sacara la botella de Old Smuggler de la mesa y que trajera otra bebida, un Johny Walker etiqueta azul sin abrir, blue label que, recordó El Laucha, a lo largo de más de dos décadas le había convidado solo tres veces, después de las tres movidas mejor hechas con Podestá en la que El Laucha había participado, de hecho las tres mejores movidas de su vida. ¿Y Podestá ya le servía una copa de etiqueta azul antes de haber hecho nada? El Laucha sonrió en su interior: “acá me están empaquetando de lo lindo o va a haber guita grande pero grande en serio...”. “Mickey, seguís rápidito y preciso para el gatillo, me quiero imaginar...” afirmó/preguntó Podestá mientras abría la botella y le servía su medida en un vaso de plástico. El Laucha asintió, respetuoso, mientras sorbía un trago -ufff, qué delicia-, del blue label. “Obvio, Don Podestá. Rapidito y preciso. Como siempre...” Podestá asintió también, respetuoso también, aunque reflexivo, se notaba, como si algo en su interior lo hiciera dudar de seguir adelante con El Laucha, o eso al menos le pareció a este último. “Bueno, te tengo no sé si el laburo de tu vida pero un laburazo. Doscientas mil lucas gringas por bajarte tres tipos... ¿te va?...” El Laucha dio un segundo trago al blue label y pensó que estaba entrando al mejor de los mundos: ¿doscientas mil lucas gringas? Ja, por esa guita se bajaba medio Termas Blancas. Pero también era obvio, Podesta estaba tercerizando y entonces, ¿cuánto le quedaría a él? Igual, no había otra respuesta: “obvio, estoy. Estoy de una. ¿Quiénes son los futuros tres fiambres?.” Podestá sonrió con ironía. “¿Te suena un tal Alayo y su gente?” El Laucha abrió los ojos desmesuradamente y casi gritó: “¿Alayo y su gente? Y después qué hago, me guardo en la luna...?” Podesta tomó un trago y sonrió de nuevo, dejando un suspenso bastante teatral en el aire: “Mickey. ¿Vos te acordás por qué te empecé a decir Mickey, no?” El Laucha asintió, seguro, se acordaba perfectamente. “Porque sos chiquito, flaquito, escurridizo, es cierto, pero vos no sos una laucha. Vos tenés estilo. A tu manera lumpen, pero tenés estilo. Entonces si sos una laucha sos una laucha internacional, como Mickey...” El Laucha sonrió, íntimamente satisfecho. Podesta dejó el vaso, apagó el cigarro y apoyó los codos sobre la mesa, acercándose, dándole seriedad máxima al tema: “Mickey, si vas para adelante estás metiéndote en una movida muy grande. Una gente de afuera me contactó para que les limpie toda esta zona. Y lo voy a hacer. Pero después la cosa sigue. Entonces necesito que después de esta jugada te vengas conmigo...” El Laucha no podía más con la emoción y casi se bajó la medida de blue label para controlarla: “Don Podestá... desde ya... yo estoy con usted, obvio, de una... El tema es cómo hago para zafar si me cargo a Alayo y a su gente...?” Podestá se apoyó contra el respaldo de la silla, aminorando la tensión. “Olvidate. Te vas a morir, pero te vas a morir como me morí yo. O sea, en un par de días nadie te va a buscar, hayas hecho lo que hayas hecho, porque va a estar legalmente muerto, como estoy desde hace cinco años”. El Laucha sintió lo mismo que si se hubiera ganado el Prode, la lotería y el quini 6 todo junto. Era increíble. Pero por supuesto, no había que demostrar mucho, aunque algo sí. “Don Podestá, es un honor inmenso. En serio, muy inmenso...” Podestá apuró el blue label y se levantó. “Mickey, no me vengas con flores, dale. Tengo que ir a mear, y es una de las cosas más importantes que hago. Mear. Mañana te mando el detalle de todo. Piru, que termine el whisky y abrile...” Podesta le dio la mano y se levantó para salir de la pieza donde estaban. El Laucha, eufórico con la propuesta, de pronto tuvo una especie de audacia repentina, que sabía que le podía costar carísimo pero que no pudo reprimir: “Don Podestá... le puedo hacer una pregunta...” Podestá lo miró serio pero curioso, y levantó las cejas, en asentimiento tácito. “¿Por qué hace todo lo que hace, si vive como vivo yo, que soy un muerto de hambre...?’” Podestá al principio lo miró glacial y El Laucha se maldijo pero apenas, porque al mismo tiempo sabía que tenía que intentar despejar ese misterio, aunque la cosa terminara mal. Podestá sonrió, cómplice y le guiño un ojo: “¿ves por qué te puse Mickey. Dale, Piru, abrile y que se lleve la botella de blue label...”