domingo, 15 de septiembre de 2024

REPLEGAR (5)

El grito de la mina partió la tarde en dos: algo decía pero El Laucha ni lo registró. Se subió a la moto, acelero a fondo (se habían agregado un par de gritos masculinos, que tampoco se molestó en entender) y en cinco, seis, siete minutos estaba en la cuevita. Así le decían cuando eran chicos a un refugio en las afueras del pueblo que habían construído cuando no tenían nada (ja, ¿ahora tenía algo?) juntando cosas de cualquier lado, sillas destruidas, radios viejas, licores olvidados en armarios de tías indiferentes u odiadas. Era cierto, él no lo había construído, había llegado un poco más tarde, bastante más tarde, pero había colaborado a full. Estaba empezando a caer el sol pero el calor era inaguantable, sobre todo por el disfraz que el viejo Podestá le había sugerido: borcegos con una plataforma mínima de treinta centímetros, una campera negra de tela de avión llena de almohadones, casco y anteojos oscuros, bien de yuta. Resultado: el testigo eventual del laburo iba a describir como sicario a un gordo grandote. El Laucha, que medía un metro cincuenta y pesaba cincuenta y tres kilos (y que además ya estaba legalmente muerto) se había convertido, por un rato, en El Oso o en El Gorila. Era vivo, vivo en serio El viejo. Frenó la moto, sacó el celular y mandó al instante un whatsupp: “2 listo”. Después manoteó una lata de birra que tenía preparada y que, obvio, estaba tibia tirando a caliente, asquerosamente caliente en realidad. “El último tirón. Ja, en realidad el último tiro. Solo falta el garca de Alayo...” Calculaba que en dos minutos a más tardar le iba a llegar la dirección donde estaba y listo, pum, lo bajaba y como dijo El viejo: “ataque y repliegue. O sea, te cargás a estos tres giles y te vas para Buenos Aires, donde te esperan las ciento cincuenta lucas gringas que te faltan. Y encima después, Mickey... encima después...” ¿Sería verdad? El viejo nunca le había mentido, entonces, ¿por qué dudar? Pero habían pasado tres minutos y el mensaje no llegaba. Raro. De golpe, de la nada en realidad, El Laucha se puso a pensar que ese lugar, “la cuevita”, donde hacía muchos años que no estaba, había sido el único testigo de su primer homicidio. Había sido por una boludez: habían estado escabiando varias birras con el gordo Miguel, cagándose de risa el principio, pero al gordo Miguel el escabio le pagaba para el orto, se ponía muy agresivo, y en un momento empezó a querer zarparle un reloj que El Laucha le había choreado a un pendejo de su colegio. El Laucha, entre risas al principio, le había dicho que no, pero el gordo se había puesto denso mal y en un momento la cosa se complicó, el gordo era mucho más grande que él y se le había tirado encima, El Laucha había manoteado un cuchillo y le cortó -limpito- el cuello, el forro del gordo ni alcanzó a pestañear y se derrumbó y se desangró en segundos, todavía escuchaba cómo escupía sangre e intentaba decir algo, andá a saber qué. El laburo que había sido arrastrarlo, rememoraba El Laucha cuando de golpe sintió un escalofrío, alguien lo estaba mirando, estaba seguro. ¿Sería El Negro? Porque después de degollar al gordo Miguel había visto al Negro por primera vez, Dios, la puta madre. Giró la cabeza y se llevó la mano al crucifijo. Alguien lo estaba mirando pero no era El Negro, por suerte. Era un tipo alto, con cara de aturdido, que lo miraba pero parecía mirar más allá de él. ¿Un gil dado vuelta de escabio o de falopa? Parecía eso, y parecía más de falopa que de escabio. El Laucha le iba a preguntar qué carajo le pasaba cuando le pareció que al chabón lo conocía. ¿De dónde? Y de golpe se dio cuenta: el chabón era muy parecido a uno de los faloperos porteños, no al dueño de casa, Nacho, al otro. Pero es que no era muy parecido, era idéntico. El Laucha respiró hondo, muy tenso, cuando escuchó el sonido del whatsupp. Miró: “San Martín 283. Entrá por el patio de atrás.” El Laucha tomó aire todavía paranoico y arrancó la moto y salió a todo lo que da sin mirar atrás, sin querer mirar. “Odio los muertos, la puta madre...” Llegó a San Martín 283 de toque, frenó en la vereda de enfrente. Una mina salía a las puteadas de la casa donde estaba -supuestamente- Alayo. El Laucha tenía la itaka encanutada en un paraguas. Se bajó de la moto paraguas en mano y empezó a cruzar la calle. Por la ventana vio que Alayo estaba ahí, casi como en un tiro al blanco. Listo, ni tenía que trepar. Dio dos pasos más, sacó la itaka del paraguas y apuntó. Se llevó la mano al crucifijo y pidió “Barbudo, dame puntería...”, pero ahí algo le falló. El Barbudo, perdón, Jesucristo, como le había enseñado su madre, le había dado ya puntería dos veces. ¿Le daría una tercera? Eso lo hizo dudar un segundo. Después apuntó y apretó el gatillo, pero ya mientras apretaba el gatillo se daba cuenta de que por alguna causa Alayo se había agachado.

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