domingo, 30 de mayo de 2010
martes, 25 de mayo de 2010
25 DE MAYO DE 2010
A mi criterio, éste fue el mejor homenaje que trajo la orgía celesta y blanca: el capítulo que hoy pasó Discovery de los Backyardigans. Tres agentes secretos estilo Misión imposible muestran sus habilidades en las salas de un museo desierto con fondo de tango y milonga, en un cruce genérico digno de Borges (lo habitual en los aventureros del jardín de atrás, de cualquier manera) El audio está en inglés, porque mi fervor patriótico es escaso (sobre todo con el mundial casi encima) y además por que era el idioma que más gustaba a varios de los muchachitos de Mayo. ¡Viva la Patria!
domingo, 23 de mayo de 2010
martes, 18 de mayo de 2010
EL JARDÍN DEL ÚNICO SENDERO
Sobre El jardín de senderos que se bifurcan de J.L.Borges
Para Yupi
La historia que narra El jardín de senderos que se bifurcan a primera vista es sencilla. Durante la primera guerra mundial un espía chino, Yu Tsun, que está en Inglaterra incomunicado con su jefe alemán, tiene que avisar a éste el nombre de la ciudad que la aviación alemana debe bombardear. Para lograrlo Yu Tsun decide asesinar a un individuo cuyo apellido concuerda con el nombre de dicha ciudad, cosa que logra a tiempo, segundos antes de ser capturado, y posteriormente juzgado y condenado a la horca. Pero en este esquema entre policial (así lo llama Borges) y de espionaje, hay un elemento cuya introducción genera una suerte de clima ambiguo, irreal. El individuo al que Yu Tsun debe asesinar, el Dr. Albert, resulta ser un sinólogo que ha resuelto el enigma doble que hace un siglo atrás dejara planteado para la posteridad un antepasado ilustre de Yu Tsun, Ts’ui Pen. El Dr. Albert se dedica a exponer amablemente a su futuro verdugo las razones de Ts’ui Pen hasta que Yu Tsun, quien no deja de admirar la perspicacia de su futura víctima, lo mata. El lector termina el cuento desconcertado. ¿Qué fue lo que paso en verdad? ¿Por qué Yu Tsun mata a un individuo que en principio admira? ¿Hay alguna necesidad que lleve a Yu Tsun a encontrar al Dr. Albert o es todo fruto de la casualidad?
Las preguntas del lector son pertinentes. Lo primero que debería aclararse es que El jardín de senderos que se bifurcan, en contradicción evidente con su nombre, que sugiere una estructura laberíntica e incesantemente desdoblada, es un cuento que posee una estructura lineal, aunque para confusión del lector, doble y paralela. Dos tramas que convergen espacial y temporalmente y cuyo protagonista es el mismo personaje, dos tramas que podrían sin demasiado inconveniente ser narradas por separado (a excepción del desenlace, momento en el que la aventura de espionaje de Yu Tsun y la explicación del Dr. Albert del enigma planteado por Ts’ui Pen se funden) y que al ser desde el principio mezcladas en la narración como si formaran parte de una trama única, crean el mencionado estado de confusión en el lector, quien necesita establecer un hilo que explique esta aparente relación, ya que difícilmente puede concebirse una casualidad tan grande que lleve, por encima de los países y de los siglos, a mezclar en una situación limite a un descendiente de Ts’ui Pen y al descubridor de sus arcanos. Sin duda Borges hace entrar a jugar la causalidad “mágica” (según su propia nomenclatura) esa causalidad hecha de reverberaciones, simetrías y similitudes morfológicas, “de vigilancias, ecos y afinidades”, método por el cual dos elementos del relato parecen conectarse, a despecho de la lógica de todos los días, por un hilo secreto y sutil. En este caso, el enigma de Ts’ui Pen, el doble enigma del laberinto y de la novela que en realidad forman las claves complementarias para resolver un mismo enigma, aparece entonces como un reflejo especular del cuento, que en principio se presenta como una trama única, cuando en realidad está compuesto por dos órdenes de eventos desconectados entre sí, que el destino (y enseguida veremos qué importante es la noción de destino para esta lectura) juntaría arbitrariamente.
Volvamos en principio entonces al “Jardín de senderos que se bifurcan”, a la novela-laberinto que dejara escrita Ts’ui Pen. Esta noción, o sea la ramificación desmesurada que el albedrío de cada individuo introduciría en el devenir universal (el “efecto mariposa”, digamos) es en lo primero que repara la atención del lector, y también podría ser que en lo último. La fascinación que produce en principio esta idea, el hecho de que el título del cuento alude directamente a ella, la presencia casi onírica del Dr. Albert, surgiendo desde un jardín etéreo y solitario y aleccionando desde su sabiduría profunda y desinteresada al ciertamente interesado Yu Tsun, pareciera indicar que el “tema” del cuento está acá: la exposición literaria de una idea filosófica.
Pero si por debajo de esta superficie escarbamos un poco notamos que hay muchos elementos en el cuento que nos indican una dirección exactamente opuesta a la de la infinita subdivisibilidad del tiempo. Para empezar, la esterilidad del esfuerzo de Yu Tsun, cuyo efecto de movida sabemos inservible, o peor aun, mínimo, infinitesimal (apenas consiguió retrasar en cinco días una ofensiva británica que resulta exitosa, y cuya postergación el historiador Liddell Hart adjudica a una mera cuestión climática) Pero además hay varios elementos extraños, decididamente inexplicables en un contexto de causalidad “no mágica”, como por ejemplo los chicos que esperan (con el rostro significativamente en sombras) a Yu Tsun en la estación de Ashgrove, que parecen saber a dónde va a despecho de cualquier lógica y que le recomiendan cómo llegar hasta la casa del Dr. Albert, como si la llegada de Yu Tsun hubiera estado prevista desde mucho tiempo atrás. El carácter simbólico que parece adquirir la casa del doctor Albert, asimilada por el mismo Yu Tsun al patio central de un laberinto, al que se llega doblando siempre hacia la izquierda, como le avisan los mismos chicos misteriosos de la estación. La velocidad automática, impersonal y ciega con que Richard Madden sigue los pasos a Yu Tsun, al parecer sin necesidad de dilucidar un plan a todas vistas casi imposible de adivinar con los nulos elementos que posee Madden (en algún momento Yu Tsun se dice a sí mismo que su perseguidor no sabe ni siquiera que él conoce “el Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo parque de artillería británico sobre el Ancre.”; pero casi enseguida da por descartado no sólo que Madden lo sabe sino que además éste ya conoce con toda precisión su plan) También son llamativos los adjetivos aplicados a Madden, que más que tumultuoso parece la imagen misma del método, tanto en su capacidad deductiva casi sobrenatural como en su velocidad implacable a la hora de alcanzar a su objetivo, y que de feliz, en la medida que éste adjetivo se asocia a un estado sentimental, tiene poco y nada, ya que su imagen borrosa más pareciera asemejarse, en su perfecta y fría precisión, a un robot programado que a un ser humano.
Estos elementos forman parte de una especie de trama subterránea que invalida la teoría que está a la vista (los tiempos con posibilidades indefinidas - paralelas, semejantes o contradictorias - que cada cambio implicaría de cara al instante inmediatamente sucesivo) marcando sutilmente al lector que las decisiones individuales nada pesan y nada pueden cambiar, que fatalmente el Dr. Albert debía descubrir el enigma de Ts’ui Pen, que fatalmente Yu Tsun debía matar al Dr. Albert, que fatalmente Madden debía capturar a Yu Tsun, y que la ofensiva británica no era menos fatal que todo lo anterior. Esta contradicción está tensionada al límite en el diálogo final entre el Dr. Albert y Yu Tsun. Dice el Dr. Albert: “Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan, o que secularmente se ignoran abarcan todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de estos tiempos. En algunos existe usted y no yo. En otros yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.” Este párrafo es una especie de auto-burla del Dr. Albert a su propia hipótesis de los futuros divergentes con infinitas posibilidades y a su ignorancia general acerca de dónde está parado; primero, cuando él mismo, a punto de ser asesinado, habla de un favorable azar; y segundo (y más importante) cuando todas las posibilidades que nombra parecen coexistir en una única situación, que es la que está ocurriendo en ese momento y que va a desembocar en su muerte inevitable. En efecto, no sólo Yu Tsun ha llegado a su casa, sino que también se podría decir que ha encontrado muerto al Dr. Albert (en la medida en que está decidido a dispararle en breves instantes) y también se podría decir que el Dr. Albert es un error y también un fantasma. La respuesta de Yu Tsun a este inocuo juego de porvenires que en tono jocoso le ofrece Albert, “el porvenir ya existe (…) pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de nuevo la carta?” es, además de una obra maestra de la simulación y una confirmación de la ceguera del Dr. Albert, una tomadura de pelo monumental, el colmo del gaste, podríamos decir. Y casi como para escarnecer aun más al Dr. Albert, para confirmar definitivamente su condición de fantasma y de error, el narrador hace que éste se de vuelta antes de morir, sin siquiera darle la posibilidad de entender, en el mínimo segundo previo a su muerte, cómo y por qué muere, o hasta quién es el que lo mata. La muerte, como se nos dice, “fue instantánea: una fulminación.”
También son significativos (y curiosos) los fragmentos de “El jardín de senderos que se bifurcan” que el Dr. Albert elige para explicar la “red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos” sobre los que teóricamente escribiera Ts’ui Pen. Y son curiosos porque lo primero que llama la atención en ellos no es la diversidad de eventos que plantean sino el mismo exacto punto de llegada al que se arriba a través de esos eventos diferentes: “un ejército marcha hacia una batalla a través de una montaña desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla les parece una continuación de la fiesta y logran la victoria.” Por más que la teoría de las “infinitas series de tiempos” implique también tiempos casi idénticos (en la medida en que podría haber dos universos exactamente iguales a no ser por sólo un elemento) es llamativo que el Dr. Albert elija justamente esos fragmentos, que parecen explicitar menos la idea de muchos tiempos distintos que la noción de que por mucho que nos desviemos dentro de esos tiempos de cualquier modo llegamos siempre al mismo lugar (o, como diría Red Scharlach, “la sentencia de los goím: todos los caminos conducen a Roma.”)
Como en “El jardín de senderos que se bifurcan”, la novela de Ts’ui Pen, en la que, siguiendo los cánones del juego de las adivinanzas, se prescinde del uso de la palabra tiempo, en el cuento homólogo de Borges (coincidencia nada casual) éste omite, no usar la palabra, pero sí discurrir con precisión acerca de la noción de destino, que es en definitiva lo que explica la estructura paradójica del cuento: se habla de una cosa (los tiempos múltiples) pero sucede exactamente lo contrario (los hechos parecen concentrarse rígidamente y en una sola dirección) “Omitir siempre una palabra (…) es quizá el modo más enfático de indicarla.”
Y así al final todos resultan engañados: el Dr. Albert, en su apacible bonhomía filosófica, luego de resolver magistralmente el enigma de Ts’ui Pen, termina asesinado. Yu Tsun muere pensando en que logró su cometido, sin embargo el inicio frío y casi periodístico del cuento nos aclara que hasta tal punto fue insignificante su aventura que la demora (“nada significativa, por cierto”) de la ofensiva británica es adjudicada al clima. En esta suerte de estafa doble creo que hay otro elemento interesante, que daría una vuelta de tuerca más al cuento y que consiste en una última pregunta: ¿si todos fueron engañados, quién fue el que los engañó?
En principio, si nos remitimos a la idea del destino, está claro que nadie en particular. El destino sería impersonal, no tiene voluntad discernible y sólo podemos conocer su dirección (si es que tal cosa existe) viéndolo en retrospectiva. Pero me parece que hay algunos detalles sospechosos que podrían aludir a una suerte de demiurgo consciente en esta trama.
Para llegar hasta él, debemos empezar preguntándonos por qué Yu Tsun decide apoyar a Alemania. Yu Tsun se define como cobarde (o sea que no es por “sed de aventuras” que lo hace) no le interesa el prestigio alemán, y además el hecho de que el Dr. Albert haya descifrado el enigma planteado por su antepasado Ts´ui Pen, genera en Yu Tsun una profunda admiración por éste – y por extensión, para una mentalidad tradicional como la de él, por su país de origen, por Inglaterra. Su justificativo acerca de por qué es un espía (cosa que por otro lado le resulta profundamente humillante) a una primera lectura parece ser bastante pueril: “Lo hice, porque yo sentía que el Jefe temía un poco a los de mi raza – a los innumerables antepasados que confluyen en mí.” En esta respuesta, la primera parte, el argumento propiamente dicho, es definitivamente pueril y no convence demasiado, pero creo que lo que importa está en esa alusión a los antepasados, que en principio pone una vez más en el texto (sin nombrarla) la idea de una sucesión agobiante de hechos encadenados que parecen indicar una dirección. Yu Tsun fuerza a la historia para que se encarrile en una determinada dirección y fracasa. Pero lo extraño es que Yu Tsun no parece estar demasiado convencido de ese camino que la historia debería tomar, y que sin embargo se siente obligado a intentarlo como un deber para con sus antepasados. Y esto es importante porque entre esos innumerables antepasados desconocidos hay uno que sí conocemos y que es Ts’ui Pen.
Ts’ui Pen murió asesinado por un extranjero, imprevistamente; “la mano de un extranjero lo asesinó y su novela era insensata y nadie encontró el laberinto” Pero no sé hasta qué punto esa muerte truncó su obra, porque ésta pareció inconclusa para la posteridad cuando en realidad era meramente caótica para aquellos ojos que no supieran cómo leerla. Si la obra de Ts’ui Pen estaba en efecto concluida, es probable que a éste ya no le interesara seguir viviendo, habiendo terminado de construir ese “laberinto en el que se perdieran todos los hombres”. Y es muy llamativo que el autor del enigma y el encargado de descifrarlo hayan tenido una muerte idéntica, ambos asesinados a manos de un extranjero. ¿Casualidad, mera simetría o algo más? Creo que el hecho de que Ts’ui Pen y el Dr. Albert, dos espíritus solitarios y contemplativos que difícilmente tuvieran enemigos, mueran asesinados en circunstancias idénticas, me parece que conforma, más que una simple simetría, un círculo que se cierra. Se me ocurre que tal vez Ts’ui Pen delineó una especie de trama metafísico-policial con un siglo de antelación, que arrastró a su descendiente Yu Tsun indefectiblemente hacia el asesinato del Dr. Albert. Y esto, que en principio podría parecer una hipótesis delirante, no lo es tanto si pensamos que en Ficciones hay varios relatos donde aparecen explícitamente tramas ajedrecísticas y multiseculares, por ejemplo en La loteria en Babilonia o en Tema del traidor y del héroe.
Tal vez Ts’ui Pen no haya creído nunca en las posibilidades que implicaba su jardín de senderos que se bifurcan y para corporeizar esa incredulidad haya tejido una paradójica parábola determinista disfrazada de caso policial a la que ubicó a un siglo de distancia y a miles de kilómetros de su país. Tal vez a través de la carrera frenética y fatal de Yu Tsun haya buscado contradecir la teoría de los tiempos múltiples y con precisión milimétrica haya movido desde la sombra sus piezas, permitiendo a una de ellas (el Dr. Albert) el resolver su enigma pero al instante haciendo desaparecer esa misma solución a través de otra pieza (Yu Tsun) que representa la exacta antítesis del enigma representado, y cerrando así, en la medida en que sus muertes son iguales, ese círculo que él iniciara en Yunnan cien años antes, haciéndose asesinar por un forastero.
O tal vez sea todavía peor. Tal vez el caso del Dr. Albert y de Yu Tsun sea sólo el primer eslabón de una cadena que, para seguir la costumbre de Borges, se presume infinita, y cada tantos años, cíclicamente, alguien resuelva el enigma de Ts’ui Pen, y al poco rato reciba una visita extranjera. Como conclusión (como consejo) podríamos recomendarles a esos potenciales sinólogos del futuro que después de descifrar el enigma de Ts’ui Pen por varios días no contesten el timbre.
Para Yupi
La historia que narra El jardín de senderos que se bifurcan a primera vista es sencilla. Durante la primera guerra mundial un espía chino, Yu Tsun, que está en Inglaterra incomunicado con su jefe alemán, tiene que avisar a éste el nombre de la ciudad que la aviación alemana debe bombardear. Para lograrlo Yu Tsun decide asesinar a un individuo cuyo apellido concuerda con el nombre de dicha ciudad, cosa que logra a tiempo, segundos antes de ser capturado, y posteriormente juzgado y condenado a la horca. Pero en este esquema entre policial (así lo llama Borges) y de espionaje, hay un elemento cuya introducción genera una suerte de clima ambiguo, irreal. El individuo al que Yu Tsun debe asesinar, el Dr. Albert, resulta ser un sinólogo que ha resuelto el enigma doble que hace un siglo atrás dejara planteado para la posteridad un antepasado ilustre de Yu Tsun, Ts’ui Pen. El Dr. Albert se dedica a exponer amablemente a su futuro verdugo las razones de Ts’ui Pen hasta que Yu Tsun, quien no deja de admirar la perspicacia de su futura víctima, lo mata. El lector termina el cuento desconcertado. ¿Qué fue lo que paso en verdad? ¿Por qué Yu Tsun mata a un individuo que en principio admira? ¿Hay alguna necesidad que lleve a Yu Tsun a encontrar al Dr. Albert o es todo fruto de la casualidad?
Las preguntas del lector son pertinentes. Lo primero que debería aclararse es que El jardín de senderos que se bifurcan, en contradicción evidente con su nombre, que sugiere una estructura laberíntica e incesantemente desdoblada, es un cuento que posee una estructura lineal, aunque para confusión del lector, doble y paralela. Dos tramas que convergen espacial y temporalmente y cuyo protagonista es el mismo personaje, dos tramas que podrían sin demasiado inconveniente ser narradas por separado (a excepción del desenlace, momento en el que la aventura de espionaje de Yu Tsun y la explicación del Dr. Albert del enigma planteado por Ts’ui Pen se funden) y que al ser desde el principio mezcladas en la narración como si formaran parte de una trama única, crean el mencionado estado de confusión en el lector, quien necesita establecer un hilo que explique esta aparente relación, ya que difícilmente puede concebirse una casualidad tan grande que lleve, por encima de los países y de los siglos, a mezclar en una situación limite a un descendiente de Ts’ui Pen y al descubridor de sus arcanos. Sin duda Borges hace entrar a jugar la causalidad “mágica” (según su propia nomenclatura) esa causalidad hecha de reverberaciones, simetrías y similitudes morfológicas, “de vigilancias, ecos y afinidades”, método por el cual dos elementos del relato parecen conectarse, a despecho de la lógica de todos los días, por un hilo secreto y sutil. En este caso, el enigma de Ts’ui Pen, el doble enigma del laberinto y de la novela que en realidad forman las claves complementarias para resolver un mismo enigma, aparece entonces como un reflejo especular del cuento, que en principio se presenta como una trama única, cuando en realidad está compuesto por dos órdenes de eventos desconectados entre sí, que el destino (y enseguida veremos qué importante es la noción de destino para esta lectura) juntaría arbitrariamente.
Volvamos en principio entonces al “Jardín de senderos que se bifurcan”, a la novela-laberinto que dejara escrita Ts’ui Pen. Esta noción, o sea la ramificación desmesurada que el albedrío de cada individuo introduciría en el devenir universal (el “efecto mariposa”, digamos) es en lo primero que repara la atención del lector, y también podría ser que en lo último. La fascinación que produce en principio esta idea, el hecho de que el título del cuento alude directamente a ella, la presencia casi onírica del Dr. Albert, surgiendo desde un jardín etéreo y solitario y aleccionando desde su sabiduría profunda y desinteresada al ciertamente interesado Yu Tsun, pareciera indicar que el “tema” del cuento está acá: la exposición literaria de una idea filosófica.
Pero si por debajo de esta superficie escarbamos un poco notamos que hay muchos elementos en el cuento que nos indican una dirección exactamente opuesta a la de la infinita subdivisibilidad del tiempo. Para empezar, la esterilidad del esfuerzo de Yu Tsun, cuyo efecto de movida sabemos inservible, o peor aun, mínimo, infinitesimal (apenas consiguió retrasar en cinco días una ofensiva británica que resulta exitosa, y cuya postergación el historiador Liddell Hart adjudica a una mera cuestión climática) Pero además hay varios elementos extraños, decididamente inexplicables en un contexto de causalidad “no mágica”, como por ejemplo los chicos que esperan (con el rostro significativamente en sombras) a Yu Tsun en la estación de Ashgrove, que parecen saber a dónde va a despecho de cualquier lógica y que le recomiendan cómo llegar hasta la casa del Dr. Albert, como si la llegada de Yu Tsun hubiera estado prevista desde mucho tiempo atrás. El carácter simbólico que parece adquirir la casa del doctor Albert, asimilada por el mismo Yu Tsun al patio central de un laberinto, al que se llega doblando siempre hacia la izquierda, como le avisan los mismos chicos misteriosos de la estación. La velocidad automática, impersonal y ciega con que Richard Madden sigue los pasos a Yu Tsun, al parecer sin necesidad de dilucidar un plan a todas vistas casi imposible de adivinar con los nulos elementos que posee Madden (en algún momento Yu Tsun se dice a sí mismo que su perseguidor no sabe ni siquiera que él conoce “el Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo parque de artillería británico sobre el Ancre.”; pero casi enseguida da por descartado no sólo que Madden lo sabe sino que además éste ya conoce con toda precisión su plan) También son llamativos los adjetivos aplicados a Madden, que más que tumultuoso parece la imagen misma del método, tanto en su capacidad deductiva casi sobrenatural como en su velocidad implacable a la hora de alcanzar a su objetivo, y que de feliz, en la medida que éste adjetivo se asocia a un estado sentimental, tiene poco y nada, ya que su imagen borrosa más pareciera asemejarse, en su perfecta y fría precisión, a un robot programado que a un ser humano.
Estos elementos forman parte de una especie de trama subterránea que invalida la teoría que está a la vista (los tiempos con posibilidades indefinidas - paralelas, semejantes o contradictorias - que cada cambio implicaría de cara al instante inmediatamente sucesivo) marcando sutilmente al lector que las decisiones individuales nada pesan y nada pueden cambiar, que fatalmente el Dr. Albert debía descubrir el enigma de Ts’ui Pen, que fatalmente Yu Tsun debía matar al Dr. Albert, que fatalmente Madden debía capturar a Yu Tsun, y que la ofensiva británica no era menos fatal que todo lo anterior. Esta contradicción está tensionada al límite en el diálogo final entre el Dr. Albert y Yu Tsun. Dice el Dr. Albert: “Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan, o que secularmente se ignoran abarcan todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de estos tiempos. En algunos existe usted y no yo. En otros yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.” Este párrafo es una especie de auto-burla del Dr. Albert a su propia hipótesis de los futuros divergentes con infinitas posibilidades y a su ignorancia general acerca de dónde está parado; primero, cuando él mismo, a punto de ser asesinado, habla de un favorable azar; y segundo (y más importante) cuando todas las posibilidades que nombra parecen coexistir en una única situación, que es la que está ocurriendo en ese momento y que va a desembocar en su muerte inevitable. En efecto, no sólo Yu Tsun ha llegado a su casa, sino que también se podría decir que ha encontrado muerto al Dr. Albert (en la medida en que está decidido a dispararle en breves instantes) y también se podría decir que el Dr. Albert es un error y también un fantasma. La respuesta de Yu Tsun a este inocuo juego de porvenires que en tono jocoso le ofrece Albert, “el porvenir ya existe (…) pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de nuevo la carta?” es, además de una obra maestra de la simulación y una confirmación de la ceguera del Dr. Albert, una tomadura de pelo monumental, el colmo del gaste, podríamos decir. Y casi como para escarnecer aun más al Dr. Albert, para confirmar definitivamente su condición de fantasma y de error, el narrador hace que éste se de vuelta antes de morir, sin siquiera darle la posibilidad de entender, en el mínimo segundo previo a su muerte, cómo y por qué muere, o hasta quién es el que lo mata. La muerte, como se nos dice, “fue instantánea: una fulminación.”
También son significativos (y curiosos) los fragmentos de “El jardín de senderos que se bifurcan” que el Dr. Albert elige para explicar la “red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos” sobre los que teóricamente escribiera Ts’ui Pen. Y son curiosos porque lo primero que llama la atención en ellos no es la diversidad de eventos que plantean sino el mismo exacto punto de llegada al que se arriba a través de esos eventos diferentes: “un ejército marcha hacia una batalla a través de una montaña desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla les parece una continuación de la fiesta y logran la victoria.” Por más que la teoría de las “infinitas series de tiempos” implique también tiempos casi idénticos (en la medida en que podría haber dos universos exactamente iguales a no ser por sólo un elemento) es llamativo que el Dr. Albert elija justamente esos fragmentos, que parecen explicitar menos la idea de muchos tiempos distintos que la noción de que por mucho que nos desviemos dentro de esos tiempos de cualquier modo llegamos siempre al mismo lugar (o, como diría Red Scharlach, “la sentencia de los goím: todos los caminos conducen a Roma.”)
Como en “El jardín de senderos que se bifurcan”, la novela de Ts’ui Pen, en la que, siguiendo los cánones del juego de las adivinanzas, se prescinde del uso de la palabra tiempo, en el cuento homólogo de Borges (coincidencia nada casual) éste omite, no usar la palabra, pero sí discurrir con precisión acerca de la noción de destino, que es en definitiva lo que explica la estructura paradójica del cuento: se habla de una cosa (los tiempos múltiples) pero sucede exactamente lo contrario (los hechos parecen concentrarse rígidamente y en una sola dirección) “Omitir siempre una palabra (…) es quizá el modo más enfático de indicarla.”
Y así al final todos resultan engañados: el Dr. Albert, en su apacible bonhomía filosófica, luego de resolver magistralmente el enigma de Ts’ui Pen, termina asesinado. Yu Tsun muere pensando en que logró su cometido, sin embargo el inicio frío y casi periodístico del cuento nos aclara que hasta tal punto fue insignificante su aventura que la demora (“nada significativa, por cierto”) de la ofensiva británica es adjudicada al clima. En esta suerte de estafa doble creo que hay otro elemento interesante, que daría una vuelta de tuerca más al cuento y que consiste en una última pregunta: ¿si todos fueron engañados, quién fue el que los engañó?
En principio, si nos remitimos a la idea del destino, está claro que nadie en particular. El destino sería impersonal, no tiene voluntad discernible y sólo podemos conocer su dirección (si es que tal cosa existe) viéndolo en retrospectiva. Pero me parece que hay algunos detalles sospechosos que podrían aludir a una suerte de demiurgo consciente en esta trama.
Para llegar hasta él, debemos empezar preguntándonos por qué Yu Tsun decide apoyar a Alemania. Yu Tsun se define como cobarde (o sea que no es por “sed de aventuras” que lo hace) no le interesa el prestigio alemán, y además el hecho de que el Dr. Albert haya descifrado el enigma planteado por su antepasado Ts´ui Pen, genera en Yu Tsun una profunda admiración por éste – y por extensión, para una mentalidad tradicional como la de él, por su país de origen, por Inglaterra. Su justificativo acerca de por qué es un espía (cosa que por otro lado le resulta profundamente humillante) a una primera lectura parece ser bastante pueril: “Lo hice, porque yo sentía que el Jefe temía un poco a los de mi raza – a los innumerables antepasados que confluyen en mí.” En esta respuesta, la primera parte, el argumento propiamente dicho, es definitivamente pueril y no convence demasiado, pero creo que lo que importa está en esa alusión a los antepasados, que en principio pone una vez más en el texto (sin nombrarla) la idea de una sucesión agobiante de hechos encadenados que parecen indicar una dirección. Yu Tsun fuerza a la historia para que se encarrile en una determinada dirección y fracasa. Pero lo extraño es que Yu Tsun no parece estar demasiado convencido de ese camino que la historia debería tomar, y que sin embargo se siente obligado a intentarlo como un deber para con sus antepasados. Y esto es importante porque entre esos innumerables antepasados desconocidos hay uno que sí conocemos y que es Ts’ui Pen.
Ts’ui Pen murió asesinado por un extranjero, imprevistamente; “la mano de un extranjero lo asesinó y su novela era insensata y nadie encontró el laberinto” Pero no sé hasta qué punto esa muerte truncó su obra, porque ésta pareció inconclusa para la posteridad cuando en realidad era meramente caótica para aquellos ojos que no supieran cómo leerla. Si la obra de Ts’ui Pen estaba en efecto concluida, es probable que a éste ya no le interesara seguir viviendo, habiendo terminado de construir ese “laberinto en el que se perdieran todos los hombres”. Y es muy llamativo que el autor del enigma y el encargado de descifrarlo hayan tenido una muerte idéntica, ambos asesinados a manos de un extranjero. ¿Casualidad, mera simetría o algo más? Creo que el hecho de que Ts’ui Pen y el Dr. Albert, dos espíritus solitarios y contemplativos que difícilmente tuvieran enemigos, mueran asesinados en circunstancias idénticas, me parece que conforma, más que una simple simetría, un círculo que se cierra. Se me ocurre que tal vez Ts’ui Pen delineó una especie de trama metafísico-policial con un siglo de antelación, que arrastró a su descendiente Yu Tsun indefectiblemente hacia el asesinato del Dr. Albert. Y esto, que en principio podría parecer una hipótesis delirante, no lo es tanto si pensamos que en Ficciones hay varios relatos donde aparecen explícitamente tramas ajedrecísticas y multiseculares, por ejemplo en La loteria en Babilonia o en Tema del traidor y del héroe.
Tal vez Ts’ui Pen no haya creído nunca en las posibilidades que implicaba su jardín de senderos que se bifurcan y para corporeizar esa incredulidad haya tejido una paradójica parábola determinista disfrazada de caso policial a la que ubicó a un siglo de distancia y a miles de kilómetros de su país. Tal vez a través de la carrera frenética y fatal de Yu Tsun haya buscado contradecir la teoría de los tiempos múltiples y con precisión milimétrica haya movido desde la sombra sus piezas, permitiendo a una de ellas (el Dr. Albert) el resolver su enigma pero al instante haciendo desaparecer esa misma solución a través de otra pieza (Yu Tsun) que representa la exacta antítesis del enigma representado, y cerrando así, en la medida en que sus muertes son iguales, ese círculo que él iniciara en Yunnan cien años antes, haciéndose asesinar por un forastero.
O tal vez sea todavía peor. Tal vez el caso del Dr. Albert y de Yu Tsun sea sólo el primer eslabón de una cadena que, para seguir la costumbre de Borges, se presume infinita, y cada tantos años, cíclicamente, alguien resuelva el enigma de Ts’ui Pen, y al poco rato reciba una visita extranjera. Como conclusión (como consejo) podríamos recomendarles a esos potenciales sinólogos del futuro que después de descifrar el enigma de Ts’ui Pen por varios días no contesten el timbre.
viernes, 14 de mayo de 2010
EL COMPLEJO DEL MICO
por el Dr. Roberto de la Concha Abdala
Debo el descubrimiento del Complejo del Mico, con seguridad el hallazgo más importante de la teoría psicoanalítica de los últimos ochenta años, a una fortuita pero harto feliz conjunción de circunstancias: el hecho de haber tenido que pronunciar, hará unos treinta años, una conferencia acerca del archicélebre complejo de Edipo; el haber padecido, previa a esa conferencia, una intoxicación alcohólica bastante importante (por no llamarla atroz); y, finalmente, el poseer desde siempre una pasión oratoria digna de los retóricos más brillantes de la Antigüedad.
Me explicaré: hace aproximadamente tres décadas debía pronunciar en la Asociación Psicoanalítica Argentina una conferencia, y reconozco que no me había privado antes de subir al estrado de apagar mi sed con dos botellas de ginebra Llave, por lo que mi dicción era más bien torpe, mi mirada se desorbitaba con cierta facilidad y mis facultades mentales se encontraban ligeramente entorpecidas.
Ginebra Llave
Sin embargo, no teniendo en cuenta estas circunstancias adversas, decidí comenzar con mi ponencia, y ya desde el comienzo me equivoqué, y me referí, por una evidente similitud fónica, no al complejo de Edipo sino al “complejo del mico”. Una salva de carcajadas crueles y aplausos burlones celebró el desafortunado error.
Pero es bien sabido lo que significan esta clase de errores para la teoría psicoanalítica. Yo tenía dos posibilidades: podía reírme con mis colegas (por un momento hasta pensé mostrar una petaca que guardaba en el bolsillo de mi saco, en alusión risueña al estado cuasi terminal de mi cerebro) o bien podía justificar el desliz y elaborar una teoría nueva, acerca de un nuevo complejo. Esta segunda posibilidad, que a cualquier individuo sensato le parecería un suicidio profesional, fue sin embargo por la que opté, probablemente envalentonado por el espíritu de aventura que en mí provocaba el alcohol ingerido. Fue así que en un estado casi de trance largué una memorable catarata de algo que, de no haber comprobado empíricamente su realidad después de muchos estudios, ahora debería llamar embustes.
Pero el silencio apasionado y reverente con que fueron oídas mis palabras y el estallido de aplausos que al finalizar me regaló el auditorio demostraron lo interesante y novedoso de mi enfoque. Evidentemente las diversas consideraciones que expuse habían sido elaboradas por mí inconscientemente, después de años de paciente asimilación de elementos diversos, y por medio de una relajación de los mecanismos de control de la consciencia – léase la borrachera pavorosa que tenía - finalmente había conseguido expulsar el adelanto fundamental que resultó ser mi teoría.
Euforia en el auditorio. El psicoanálisis ha dado otro paso decisivo.
“¿Pero cuál es y qué resultados produce en el individuo, el complejo del Mico?”, se preguntarán ustedes, queridos lectores. Bien, supongo que todos han notado el atractivo inevitable que las ramas de un árbol generan en los infantes. El observar un árbol y el intentar trepar a sus ramas por parte del niño es casi un acto reflejo. Los padres generalmente observan con malestar esta tendencia que, inconscientemente, miles de años de cultura identifican como una conducta peligrosa. Expresiones como “Bajáte, pelotudo,”, “No te hagas el mono, infeliz”, y otras similares nos confirman este disgusto. Bien, yo descubrí que, de no accionar aquí este dispositivo represivo destinado a ahogar de raíz estos poderosos impulsos simiescos, el individuo remontaría el curso de la evolución y se convertiría en algo que, al menos para nuestros ojos, nos costaría trabajo diferenciar de un mono.
Niño arrastra a su hermano hacia el reino animal
Yo sostenía - y sostengo -, que contrariamente a lo que pensaba Freud, no es la represión de las pulsiones sexuales la fuente de las neurosis, fobias, etc. sino la imposibilidad del desarrollo de las “pulsiones del mico”, como decidí bautizarlas (sin demasiada originalidad, lo acepto) las que están en la base de cualquier conflicto psíquico. El hombre es un fugado del reino animal, y hacia ahí y utilizando su energía más violenta, quiere retornar. De hecho, Freud ya había evaluado en “Más allá del principio del placer” la posibilidad de que las pulsiones tendieran a un retorno en la escala evolutiva pero no sacó en la práctica las consecuencias importantísimas que de ahí se derivan, y que debieron esperar a la audaz antorcha de mi genio para ser observadas por todos a la noble luz de la ciencia.
Este sería, simplificado al máximo, lo que he denominado Complejo del Mico, que a una mirada superficial podría parecer un simple despropósito emitido por un espíritu reblandecido por el abuso del alcohol, pero que tengo el honor de poder considerar como irrefutable, debido a que he comprobado experimentalmente su exactitud. Adjunto en este informe las fotos de dos de mis hijos, el mayor, Carlos de la Concha Abdala, educado por mí antes del descubrimiento del complejo.
Carlos de la Concha Abdala
El segundo, Arturo de la Concha Abdala, al que decidí tolerar, (y hasta fomentar, pues alquilé una quinta) sus impulsos simiescos.
Arturo de la Concha Abdala
El resultado está a los ojos de todos. Por otro lado he descubierto otra serie de complejos derivados, uno de ellos el complejo de Nico, que lleva aproximadamente hacia los siete años, una vez que la educación ha encarrilado al infante indefectiblemente hacia el camino de la civilización, a casi todos los niños a querer llamarse Nicolás (cuyo sobrenombre es Nico, palabra que suena casi idéntica a mico) compensando así en parte la imposibilidad de ser un mono al menos siendo nombrados como si lo fuesen (acá hay amplio espacio para que los lacanianos se internen por este sendero teórico) intento que al no satisfacerse tampoco y por un desplazamiento bastante complejo deriva en una admiración sin límites por la figura de Nicolás Repetto, “Nico” (lo que además nos sirve para entender cómo este caballero, siendo una perfecta nulidad, ha logrado su relativa celebridad)
Una nulidad de celebridad hasta ahora incomprensible: "Nico" Repetto
O, por citar otro ejemplo harto peligroso, el complejo de Pico, que lleva a los niños ya en trance hacia el adolescente y por causas demasiado abstrusas para analizar aquí, a querer parecerse físicamente al ex – volante boquense Walter Pico, o sea a presentar, entre otras anomalías, un cuello vagamente parecido al de la jirafa y una cabellera que podría confundirse con una planta de tipo arbustivo.
Riesgos extremos: complejo de Pico
Prometo en próximas entregas continuar mis investigaciones en el campo del psicoanálisis, y brindando a vuestra salud, queridos lectores, los abandono cordialmente.
Debo el descubrimiento del Complejo del Mico, con seguridad el hallazgo más importante de la teoría psicoanalítica de los últimos ochenta años, a una fortuita pero harto feliz conjunción de circunstancias: el hecho de haber tenido que pronunciar, hará unos treinta años, una conferencia acerca del archicélebre complejo de Edipo; el haber padecido, previa a esa conferencia, una intoxicación alcohólica bastante importante (por no llamarla atroz); y, finalmente, el poseer desde siempre una pasión oratoria digna de los retóricos más brillantes de la Antigüedad.
Me explicaré: hace aproximadamente tres décadas debía pronunciar en la Asociación Psicoanalítica Argentina una conferencia, y reconozco que no me había privado antes de subir al estrado de apagar mi sed con dos botellas de ginebra Llave, por lo que mi dicción era más bien torpe, mi mirada se desorbitaba con cierta facilidad y mis facultades mentales se encontraban ligeramente entorpecidas.
Ginebra Llave
Sin embargo, no teniendo en cuenta estas circunstancias adversas, decidí comenzar con mi ponencia, y ya desde el comienzo me equivoqué, y me referí, por una evidente similitud fónica, no al complejo de Edipo sino al “complejo del mico”. Una salva de carcajadas crueles y aplausos burlones celebró el desafortunado error.
Pero es bien sabido lo que significan esta clase de errores para la teoría psicoanalítica. Yo tenía dos posibilidades: podía reírme con mis colegas (por un momento hasta pensé mostrar una petaca que guardaba en el bolsillo de mi saco, en alusión risueña al estado cuasi terminal de mi cerebro) o bien podía justificar el desliz y elaborar una teoría nueva, acerca de un nuevo complejo. Esta segunda posibilidad, que a cualquier individuo sensato le parecería un suicidio profesional, fue sin embargo por la que opté, probablemente envalentonado por el espíritu de aventura que en mí provocaba el alcohol ingerido. Fue así que en un estado casi de trance largué una memorable catarata de algo que, de no haber comprobado empíricamente su realidad después de muchos estudios, ahora debería llamar embustes.
Pero el silencio apasionado y reverente con que fueron oídas mis palabras y el estallido de aplausos que al finalizar me regaló el auditorio demostraron lo interesante y novedoso de mi enfoque. Evidentemente las diversas consideraciones que expuse habían sido elaboradas por mí inconscientemente, después de años de paciente asimilación de elementos diversos, y por medio de una relajación de los mecanismos de control de la consciencia – léase la borrachera pavorosa que tenía - finalmente había conseguido expulsar el adelanto fundamental que resultó ser mi teoría.
Euforia en el auditorio. El psicoanálisis ha dado otro paso decisivo.
“¿Pero cuál es y qué resultados produce en el individuo, el complejo del Mico?”, se preguntarán ustedes, queridos lectores. Bien, supongo que todos han notado el atractivo inevitable que las ramas de un árbol generan en los infantes. El observar un árbol y el intentar trepar a sus ramas por parte del niño es casi un acto reflejo. Los padres generalmente observan con malestar esta tendencia que, inconscientemente, miles de años de cultura identifican como una conducta peligrosa. Expresiones como “Bajáte, pelotudo,”, “No te hagas el mono, infeliz”, y otras similares nos confirman este disgusto. Bien, yo descubrí que, de no accionar aquí este dispositivo represivo destinado a ahogar de raíz estos poderosos impulsos simiescos, el individuo remontaría el curso de la evolución y se convertiría en algo que, al menos para nuestros ojos, nos costaría trabajo diferenciar de un mono.
Niño arrastra a su hermano hacia el reino animal
Yo sostenía - y sostengo -, que contrariamente a lo que pensaba Freud, no es la represión de las pulsiones sexuales la fuente de las neurosis, fobias, etc. sino la imposibilidad del desarrollo de las “pulsiones del mico”, como decidí bautizarlas (sin demasiada originalidad, lo acepto) las que están en la base de cualquier conflicto psíquico. El hombre es un fugado del reino animal, y hacia ahí y utilizando su energía más violenta, quiere retornar. De hecho, Freud ya había evaluado en “Más allá del principio del placer” la posibilidad de que las pulsiones tendieran a un retorno en la escala evolutiva pero no sacó en la práctica las consecuencias importantísimas que de ahí se derivan, y que debieron esperar a la audaz antorcha de mi genio para ser observadas por todos a la noble luz de la ciencia.
Este sería, simplificado al máximo, lo que he denominado Complejo del Mico, que a una mirada superficial podría parecer un simple despropósito emitido por un espíritu reblandecido por el abuso del alcohol, pero que tengo el honor de poder considerar como irrefutable, debido a que he comprobado experimentalmente su exactitud. Adjunto en este informe las fotos de dos de mis hijos, el mayor, Carlos de la Concha Abdala, educado por mí antes del descubrimiento del complejo.
Carlos de la Concha Abdala
El segundo, Arturo de la Concha Abdala, al que decidí tolerar, (y hasta fomentar, pues alquilé una quinta) sus impulsos simiescos.
Arturo de la Concha Abdala
El resultado está a los ojos de todos. Por otro lado he descubierto otra serie de complejos derivados, uno de ellos el complejo de Nico, que lleva aproximadamente hacia los siete años, una vez que la educación ha encarrilado al infante indefectiblemente hacia el camino de la civilización, a casi todos los niños a querer llamarse Nicolás (cuyo sobrenombre es Nico, palabra que suena casi idéntica a mico) compensando así en parte la imposibilidad de ser un mono al menos siendo nombrados como si lo fuesen (acá hay amplio espacio para que los lacanianos se internen por este sendero teórico) intento que al no satisfacerse tampoco y por un desplazamiento bastante complejo deriva en una admiración sin límites por la figura de Nicolás Repetto, “Nico” (lo que además nos sirve para entender cómo este caballero, siendo una perfecta nulidad, ha logrado su relativa celebridad)
Una nulidad de celebridad hasta ahora incomprensible: "Nico" Repetto
O, por citar otro ejemplo harto peligroso, el complejo de Pico, que lleva a los niños ya en trance hacia el adolescente y por causas demasiado abstrusas para analizar aquí, a querer parecerse físicamente al ex – volante boquense Walter Pico, o sea a presentar, entre otras anomalías, un cuello vagamente parecido al de la jirafa y una cabellera que podría confundirse con una planta de tipo arbustivo.
Riesgos extremos: complejo de Pico
Prometo en próximas entregas continuar mis investigaciones en el campo del psicoanálisis, y brindando a vuestra salud, queridos lectores, los abandono cordialmente.
martes, 11 de mayo de 2010
EN EL 2010 NO SÓLO RECORDAMOS EL BICENTENARIO
jueves, 6 de mayo de 2010
REQUIEM POR UNA LATA CAMPBELL
Sobre Monserrat de Daniel Link
Malthus o Kerouac
Me compré Monserrat porque me gustó la tapa: una fotografía imposible del edificio Barolo trabajada para que parezca un dibujo (o tal vez sea un dibujo trabajado para que parezca una foto. Vaya uno a saber) El cielo (al que parte en dos la mole del Barolo viniéndose encima en un contra-picado imponente, como la vista de un transatlántico desde un bote) tiene un color turquesa que se adivina entre los huecos de unas nubes arreboladas que remiten a cierta melancolía de atardecer barrial, a cierto pintoresquismo tanguero y nostálgico. Más arriba, hay un amontonamiento de otras nubes, éstas amenazantes, violáceas y negras, que se ciernen sobre el conjunto crepuscular y apacible de abajo, y que parecen imantarse alrededor de la cúpula central de un edificio, que como el laboratorio de un científico loco en una vieja película de terror, permanece iluminado e insomne, al parecer disponiendo de los destinos de quienes están abajo y escondiendo el secreto de la historia. En uno de los balcones, una gata negra, cortada y pegada a la foto, clava en el lector unos ojos que evidentemente nunca fueron verdes (o en todo caso nunca lo fueron con esa intensidad) Muy buen trabajo de Sebastián Freire, que armó un pastiche que de alguna forma funciona como una síntesis apretada del libro (intrigas folletinescas, arquitectura neo-medioeval, trasfondo barrial, animales entre sacrificiales y domésticos) Por otro lado y para terminar con la tapa, aparece un último elemento. Con el colorido tradicional de Mansalva (aunque un colorido bastante sobrio, que no desentona con el fondo) aparece el nombre del autor y el de la novela, que desde el título acota un territorio, establece una serie de mojones dentro de los cuales aparentemente nos moveremos: Monserrat, barrio de Buenos Aires cercado por San Telmo, Constitución, Puerto Madero, San Nicolás y Once (o Balvanera) Pero a pesar de esta demarcación clara y tajante, cuando se empieza a leer lo primero que notamos es que no hay una voluntad de crónica, o un intento de narración de la historia del barrio, o un relevamiento de sus espacios y sus prácticas habituales, de sus personajes típicos y sus rutinas laborales. Se trata más bien de pequeñas entradas de un diario (incluso fechadas con día y hora, día y hora que corresponden al momento en que cada fragmento apareció en el blog del autor) y que tienen que ver en principio con el relato de hechos entre curiosos, extravagantes o nimios que le suceden o que llaman la atención del narrador, dentro del espacio de su barrio, pero más estrictamente de la zona cercana a su casa, en realidad casi de su manzana. En ese sentido no hay, como podría pensarse al principio, vagabundeo. Link, archiva al flaneur en el armario de los recuerdos del siglo anterior. El narrador de Monserrat es un personaje en buen medida estático (o por lo menos que no aspira al movimiento en sí, y que no se interesa por una exploración urbana, o al menos barrial, sistemática) y que de hecho, según explica él mismo, ha realizado una suerte de movimiento de repliegue, abandonando su carrera profesional de profesor (ha dejado la docencia y si bien trabaja en proyectos vinculados con la literatura, la universidad, etcétera, lo hace siempre desde su hogar) para al parecer tratar de mantenerse de algún modo amparado en los límites de su nuevo barrio. Su movimiento más típico en relación a la ciudad es el ir de su departamento al kiosco o a la verdulería, y de la verdulería o el kiosco a su departamento, salvo cuando alguna ocasión particular (una reunión familiar o una fiesta) lo aleja de su base de operaciones. Todo lo que se registra en relación al barrio entonces aparece mediado en algún punto por esta actividad muy circunscrita del narrador, en la que no aparece una voluntad estética de describir separada de la descripción puntual de lo que pasa (de hecho hay pocas, muy someras y muy precisas descripciones) y si el registro no se produce directamente a través de la mirada del narrador, se produce a través de los chismes, y comentarios que los personajes que circulan a su alrededor le hacen llegar, en relación con otros personajes o situaciones. Así encontramos en las primeras páginas toda una descripción fragmentaria y oblicua (siempre referida, como decíamos, a eso que al narrador le pasa, o en todo caso a eso que al narrador le llega) del funcionamiento del entorno, y al mismo tiempo del funcionamiento de las “versiones” que construyen ese entorno, o sea de los distintos puntos de vista de los personajes que conviven con el narrador (algunos, en sentido literal, sólo espacialmente) en relación a sucesos que en principio parecen más bien sólo importantes dentro del ámbito muy restringido del edificio en el que habita y de su zona de influencia inmediata. Recién en la página 25 se encuentra una descripción (en realidad mucho más catastral que estética) de todo el barrio de Monserrat, haciendo hincapié en algunos (pero sólo algunos) elementos diferenciales que lo separan de otros barrios cercanos (Constitución, con su “sombra de violencia”; San Telmo con su “fama”) en el que tiene un peso importante el concepto de placidez, placidez que hace juego en algún punto con ese repliegue del narrador respecto de su previa exposición semi-pública, placidez que pareciera simbolizarse de algún modo por esa abundancia de verdulerías, con sus asociaciones de frescura, pasividad, e incluso somnolencia (y que se podría contraponer implícitamente a la tradicional violencia asociada a la actividad del carnicero, cuyo máximo ejemplo literario sería, obviamente, el célebre matadero descrito por Echeverría)
En efecto, Monserrat es un barrio humilde (en términos socio-económicos) pero plácido, donde la violencia urbana asociada a la marginalidad nunca se ve directamente (el único dato en esa dirección es el robo del stereo del auto de la madre del narrador, robo que ocurre en medio de la noche y que implica una mención pero no la narración de un hecho de violencia) En el Monserrat de Link apenas hay lugar para, como mucho, alguna intriga más bien mezquina, del tipo de la que arma la (ex) presidenta del consejo de administración (Laura) y que recuerda, más que a la conflictividad social de Boedo, al intercambio de maniobras arteras de “Pequeños propietarios” de Arlt, pero vistas en una clave infinitamente menos hiriente y más relajada. Por otro lado la placidez también se extiende a la estructura etaria. Sorprende que en un barrio humilde, en el que además abundan inmigrantes “peruanos y bolivianos, mayoritariamente” no se registre casi la actividad de chicos, quienes sólo aparecen en acción en el relato de la recuperación de los conejos extraviados a raíz de un accidente, además de la mención de la hija de una madre soltera negra que vive en el edificio. El edificio, de hecho, en el que vive el narrador y S., es una especie de mausoleo, en donde los personajes con promedio de noventa años parecen ser moneda corriente, pero también y más en general, además de que no aparecen niños, está el hecho de que los personajes aparecen completamente constituidos, y si bien resultaría imposible que la novela dejara constancia de un proceso de crecimiento o maduración dado el muy limitado arco temporal que registra (unos seis meses) es llamativo que ninguno de ellos a lo largo de la historia parezca en definitiva aprender nada. Al parecer, en Monserrat es imposible crecer (o cambiar) Más todavía y sin forzar demasiado las cosas, se podría pensar que todo lo que aparece en Monserrat es ya una reliquia, una supervivencia, un fragmento imposible de recomponer que no se conecta a los otros fragmentos con los que coexiste sino que se amontona al lado de ellos. De hecho, todo lo que aparece en Monserrat parece estar de vuelta (y es Álvaro justamente el único que, aun en un plano entre ridículo y pseudo-maligno, parece buscar la acción, o sea parece tratar de negar el mundo dado para transformarlo - para plantear la cuestión en muy solemnes términos hegeliano-marxistas) Como todo lo que está de vuelta, la sola idea del camino, de su fervor a lo Kerouac y su inevitable inmadurez, irrita al narrador, porque Monserrat es una novela demasiado madura, que ya no quiere ni puede aprender nada. Malthusiana por el costado en que se la mire, Monserrat sólo pretende dialogar con fantasmas.
¿Cómo está hecha Monserrat?
Los fantasmas con los que dialogan los personajes de Monserrat son varios, pero además se desdoblan, siempre de acuerdo a quién los invoque, aunque, en la novela los poseedores de tabla ouija, muy borgeanamente, son dos: Álvaro y el narrador. Y no sólo los mismos fantasmas son invocados por Álvaro y por el narrador para ser traídos al presente con intenciones muy diferentes. En realidad la novela misma está constituida por dos tramas paralelas que no coinciden desde el principio sino que coexisten, hasta el momento en que una de las dos novelas abre un espacio e integra a la otra dentro de sí. Por un lado está la novela del narrador (esa que corresponde a grandes rasgos a lo que Ludmer denominó, en un arrebato crítico bastante atolondrado, literatura postautónoma; o sea un tipo de escritura que supuestamente, a diferencia de la literatura “autónoma”, no trabaja “el marco, las relaciones especulares, el libro en el libro, el narrador como escritor y lector”, etcétera, cuando por citar lo más evidente, lo menos que se puede decir, por ejemplo, de las relaciones Narrador-S. frente a Álvaro-Marcos es que son alevosamente especulares) Esta novela estaría constituida, según sostiene la misma Ludmer, por “la experiencia de un cotidiano gay” (y aunque la definición no parece totalmente exacta, a grandes rasgos coincidiría) La otra trama está compuesta por la biografía catastrófica (y, de nuevo, escandalosamente novelesca) de Álvaro, cuyo trasfondo implica una enésima versión deshilvanada y extravagante de esa tradicional paranoia conspirativa que suele alimentar al enemigo público número uno de Link (y no me refiero a su supuesto alter ego narrador - aunque en eso coincidan - sino a Daniel Link autor): el esencialismo, o sea cualquier sistema filosófico que subordine la multiplicidad a la unidad, asfixie con la sobreimpresión de categorías cerradas a lo viviente y apunte a leer la historia como un proceso inevitable y continuo hacia algo – lo que sea (y por lo tanto, como un proceso más o menos voluntariamente dirigido – o por lo menos inducido - por alguien o por algo) Estas tramas paralelas desembocan una dentro de la otra a partir del momento en que se entabla el duelo que, a nivel filosófico y a nivel personal, sostienen el narrador y Älvaro entre sus diferentes maneras de ver el mundo. Es en este punto en donde la motivación de las dos secuencias narrativas aparece, como diría un viejo formalista ruso, casi desnuda. La cuestión podríamos plantearla así: ¿cómo hacer para escribir una novela que reúna los intereses intelectuales y sociales de un profesor de la facultad de Filosofía y Letras con la problemática de un determinado estado de la cultura, y que ésta no se convierta en un bodrio insufrible? Metiéndole al lado (y finalmente adentro) una trama conspirativa que dé unidad y subsuma en un conjunto más amplio y colorido a esos personajes, eventos, lugares e instituciones sobre los que se quiere escribir. En este aspecto es en donde aparecen algunas de las debilidades de la construcción de la novela, ya que, a diferencia de lo que sostiene Cozarinsky en su reseña la trama no me parece en absoluto fuerte (como podría ser la trama de un policial, en el sentido en que Borges reivindicaba el género frente a lo informe de la novela psicológica) sino que me resulta por completo lábil, aleatoria e incluso ridícula, por un lado porque, por lo menos a primera vista, sería una parodia de “los sistemas esotéricos de explicación del universo”, y voluntariamente entonces los quiere ridiculizar (aunque no inviertiéndolos sino desplazándolos y tergiversándolos); pero al mismo tiempo porque no hay un trabajo que unifique y cierre los datos que se nos van suministrando, sino más bien que se construye un clima, se genera una atmósfera en la que se amontonan elementos entre ominosos, inquietantes y farsescos, amontonamiento de elementos que desemboca precipitadamente en el final (en donde la novela sale más airana que airosa) como podría desembocar en cualquier otro desenlace también más o menos ominoso, inquietante y al mismo tiempo farsesco. Los datos históricos misteriosos o sugestivos en relación con personajes reales (Yunque, Blomberg, Greslebin) que por muy diferentes causas tuvieron una presencia importante para el barrio de Monserrat (y que la novela juega a meter en una misma bolsa conspirativa) tampoco se resuelven en nada demasiado claro ni se integran con rigurosidad a la conjura milenarista de Álvaro, sino que, vistos desde la trama de éste, son parte de la mencionada atmósfera (al parecer, todos tenían algo que ver, aunque no se determine bien cuál fue su participación, y sobre todo por qué participaron) Y vistos desde la novela del narrador, son parte de ese cambalache heterogéneo de curiosidades que se juntan como en esas “vidrieras de los negocios del barrio” en las que una especie de eclecticismo intuitivo empuja a los comerciantes a exponer en ellas “veladores, productos de tocador, herramientas ligeras o artículos de librería”. Porque ahí aparece el problema arriba mencionado de quién convoca a los fantasmas, y sobre todo, para qué.
Si la tentativa delirante de Álvaro, absurda y desaforada desde donde se la mire, es, como decíamos, una suerte de parodia de los sistemas filosóficos teleológicos, la novela juega con el escepticismo del narrador, que pasa de interesarse en los fantasmas culturales que el barrio le pone a disposición, para después empezar a dudar acerca de si el esoterismo podría ser un sistema explicativo convincente e incluso a sospechar que esos fantasmas tengan alguna relación con éste. Álvaro cree en los fantasmas de Monserrat, y por lo tanto pretende usarlos, o sea generar a partir de ellos una serie encadenada de acciones, un plan para lograr una transformación que altere un determinado status quo (de Monserrat y del mundo) y es ese plan es el que la novela parodia, o al menos ridiculiza (por ejemplo al hacer que Álvaro disponga de numerosos recursos, conocimientos, etcétera, y sin embargo tenga que realizar su ritual usando una gata – y además de su “enemigo”, como si no pudiera conseguir cualquier otra - en reemplazo ¡de una pantera! – y aunque ésta “versión” de los hechos sea la de Ben, el dueño del Bar Mágico, y en el fondo el narrador la crea pero no pueda confirmarla) La conspiración de Álvaro sería ridícula porque toda explicación esencialista, unitaria, platónica, lineal, judeo-cristiana (pero también, como decíamos antes, hegeliana y marxista) sería en el fondo ridícula (y en apoyo de esto último, la interpretación de los hechos de Ben no pareciera salir, como el personaje afirma, de “unas iluminaciones medioevales tomadas de no recuerdo ya qué libro canónico” – o al menos no directamente - sino más probablemente de “Lo abierto” de Giorgio Agam(ben), que estudia esa lámina mencionada y la relaciona con Hegel, Bataille, Kojeve y otros amigos del fin de la historia) Bien, la transformación de la realidad entonces pareciera ser un proceso más complicado y no tan lineal y directo como a primera vista determinados sistemas filosóficos sostendrían. Perfecto, estamos de acuerdo. Pero entonces queda la otra trama, la del narrador. Y la cuestión para éste sería ¿qué se puede hacer con el pasado? Y sobre todo, y más importante: ¿qué se puede hacer con el presente?
¿Forever young?
Es a partir de esa pregunta que la delimitación de Monserrat adquiere entonces una dimensión experimental casi científica (y al mismo tiempo, como la ciencia, implica una elección desprovista por completa de inocencia) Es como si la novela dijera “Vamos a experimentar con el estado de la cultura en un espacio reducido y bien definido, a ver qué resulta” Y lo que resulta es que contra la interpretación del pasado como un proceso lineal y orgánico (y eventualmente muerto, pero al que se puede resucitar) que tiene su continuidad en el presente y al que si se pretende traer de nuevo al mundo de los vivos es probable que se termine con resultados que aúnan lo catastrófico con lo risible, Monserrat propone, como decíamos arriba, el amontonamiento fragmentario y caótico. O sea, una filosofía básicamente pop. El problema es que esa filosofía pop, al parecer, ha envejecido. Y mucho. Tanto, como para pasar de las latas Campbell a Corsini. Por eso le falta una característica fundamental del pop: la despreocupación. Monserrat es un pop viejo y acorralado, que se repliega lleno de desconfianza sobre un barrio, a desensillar hasta que aclare, o más probablemente a dejarse morir. Por eso, como decía, creo que la elección de Monserrat como espacio para la novela (más allá del hecho anecdótico de que su autor viva o haya vivido ahí) no es inocente. San Telmo está colonizado por el turismo; a Flores lo usó de Aira a Dolina (o de Dolina a Aira); Villa Crespo está demasiado connotado por Adán Buenosayres (y Monserrat no quiere dialogar con un solo interlocutor); Pompeya y Parque Patricios, demasiado connotados por el tango; Palermo, alguna vez de Rosas, de Carriego y de Borges, terminó en manos de Andahazi y la gastronomía fashion; la Boca se reparte entre el pintoresquismo for export y el fútbol. A grandes rasgos, sospecho que quedaban tres zonas donde se acumularan todos (o al menos buena parte) de los sucesivos Buenos Aires: Chacarita, con el plus de la épica dark de la peste amarilla pero que carece de movida cultural; Monserrat y Almagro. Y en Almagro está (o estaba) Belleza y Felicidad (lo dice la misma novela) O sea, una versión del pop que persiste en el presente perpetuo y que no tiene ninguna intención de ponerse a escarbar entre héroes y tumbas (¡si hasta Alejandra Vidal Olmos aparece en Monserrat!)
Frente a ese pop descontrolado y fiestero, Link no tiene más remedio que exhibir un pop calmo y reflexivo, que hace algo que nunca es recomendable que haga el pop: mira para atrás. Porque si el pop mira para atrás (inevitable mencionar a la mujer de Lot) al parecer sus reflejos contemporáneos se embotan y queda inmovilizado. La novela lo pone con claridad en la página 11 (pero no vuelve a retomar, al menos de manera explícita, el tema): “Es también, el problema del pop, sobre el que vengo reflexionando: su ya evidente e irreversible ingreso en la tercera edad.” El barrio de Monserrat aparece así como el espacio ideal a la hora de girar la cabeza y hacer una especie de híbrido entre recorrido diacrónico y descripción sincrónica, en donde la resaca del aleph de Borges se mezcla con las resacas de Boedo sin articular ni de lejos una síntesis, ni siquiera oponiéndose unas a otras, sino más bien confundiéndose al tuntún, así como en la novela se confunden la visita de Pablo Pérez para charlar “de su última novela” con las putas dominicanas que se arrojan de madrugada sobre los coches, y el fantasma de la estadía de Duchamp en Buenos Aires con el fantasma de la mazorquera de Monserrat. Pero todas estas resacas parecen estancarse y no poder desembocar ya en ningún lado. Si al narrador le preocupa qué pasará dentro de veinte años con su madre (y con él mismo, y con la relación entre el y su madre) y ésta aparece repetidas veces en la novela, el hijo del narrador apenas se lo nombra dos veces, uno para considerarlo adulto, la otra para comentar que soñó que se moría. En efecto, no parece haber descendencia posible (cosa consustancial al pop) pero sí parece preocupar (y mucho) la ascendencia (cosa que no debería suceder - ¡o por lo menos que antes no sucedía!) El futuro entonces parece presentarse como una mera supervivencia de lo mismo, que reemplaza los happenings que ya no serán por una fiesta ritual mapuche (¡en el Barolo!) como para compensar con un poco de brillo multi-cultural lo que el tiempo parece haber deslustrado para siempre. Y así como el narrador sueña con organizar un geriátrico “a la medida de nuestros deseos, nuestras necesidades y nuestros intereses” (el de él y sus amigos) al que no casualmente relaciona con las comunidades utópicas, el primer paso en esa reducción de espacio parece haber sido esta suerte de semi-reclusión en el barrio de Monserrat. El resultado que arroja el experimento entonces es claro: la parálisis, la endogamia, el repliegue. En otras palabras: la placidez.
Si lo que parece diagnosticar Monserrat es el envejecimiento del pop, la respuesta que propone no es la inevitable muerte generacional a manos de los parricidas de turno, tampoco la disolución en la euforia propia de la vanguardia tardo-adolescente de los noventa, sino una variedad melancólica, agradable, artísticamente entretenida de eutanasia.
Malthus o Kerouac
Me compré Monserrat porque me gustó la tapa: una fotografía imposible del edificio Barolo trabajada para que parezca un dibujo (o tal vez sea un dibujo trabajado para que parezca una foto. Vaya uno a saber) El cielo (al que parte en dos la mole del Barolo viniéndose encima en un contra-picado imponente, como la vista de un transatlántico desde un bote) tiene un color turquesa que se adivina entre los huecos de unas nubes arreboladas que remiten a cierta melancolía de atardecer barrial, a cierto pintoresquismo tanguero y nostálgico. Más arriba, hay un amontonamiento de otras nubes, éstas amenazantes, violáceas y negras, que se ciernen sobre el conjunto crepuscular y apacible de abajo, y que parecen imantarse alrededor de la cúpula central de un edificio, que como el laboratorio de un científico loco en una vieja película de terror, permanece iluminado e insomne, al parecer disponiendo de los destinos de quienes están abajo y escondiendo el secreto de la historia. En uno de los balcones, una gata negra, cortada y pegada a la foto, clava en el lector unos ojos que evidentemente nunca fueron verdes (o en todo caso nunca lo fueron con esa intensidad) Muy buen trabajo de Sebastián Freire, que armó un pastiche que de alguna forma funciona como una síntesis apretada del libro (intrigas folletinescas, arquitectura neo-medioeval, trasfondo barrial, animales entre sacrificiales y domésticos) Por otro lado y para terminar con la tapa, aparece un último elemento. Con el colorido tradicional de Mansalva (aunque un colorido bastante sobrio, que no desentona con el fondo) aparece el nombre del autor y el de la novela, que desde el título acota un territorio, establece una serie de mojones dentro de los cuales aparentemente nos moveremos: Monserrat, barrio de Buenos Aires cercado por San Telmo, Constitución, Puerto Madero, San Nicolás y Once (o Balvanera) Pero a pesar de esta demarcación clara y tajante, cuando se empieza a leer lo primero que notamos es que no hay una voluntad de crónica, o un intento de narración de la historia del barrio, o un relevamiento de sus espacios y sus prácticas habituales, de sus personajes típicos y sus rutinas laborales. Se trata más bien de pequeñas entradas de un diario (incluso fechadas con día y hora, día y hora que corresponden al momento en que cada fragmento apareció en el blog del autor) y que tienen que ver en principio con el relato de hechos entre curiosos, extravagantes o nimios que le suceden o que llaman la atención del narrador, dentro del espacio de su barrio, pero más estrictamente de la zona cercana a su casa, en realidad casi de su manzana. En ese sentido no hay, como podría pensarse al principio, vagabundeo. Link, archiva al flaneur en el armario de los recuerdos del siglo anterior. El narrador de Monserrat es un personaje en buen medida estático (o por lo menos que no aspira al movimiento en sí, y que no se interesa por una exploración urbana, o al menos barrial, sistemática) y que de hecho, según explica él mismo, ha realizado una suerte de movimiento de repliegue, abandonando su carrera profesional de profesor (ha dejado la docencia y si bien trabaja en proyectos vinculados con la literatura, la universidad, etcétera, lo hace siempre desde su hogar) para al parecer tratar de mantenerse de algún modo amparado en los límites de su nuevo barrio. Su movimiento más típico en relación a la ciudad es el ir de su departamento al kiosco o a la verdulería, y de la verdulería o el kiosco a su departamento, salvo cuando alguna ocasión particular (una reunión familiar o una fiesta) lo aleja de su base de operaciones. Todo lo que se registra en relación al barrio entonces aparece mediado en algún punto por esta actividad muy circunscrita del narrador, en la que no aparece una voluntad estética de describir separada de la descripción puntual de lo que pasa (de hecho hay pocas, muy someras y muy precisas descripciones) y si el registro no se produce directamente a través de la mirada del narrador, se produce a través de los chismes, y comentarios que los personajes que circulan a su alrededor le hacen llegar, en relación con otros personajes o situaciones. Así encontramos en las primeras páginas toda una descripción fragmentaria y oblicua (siempre referida, como decíamos, a eso que al narrador le pasa, o en todo caso a eso que al narrador le llega) del funcionamiento del entorno, y al mismo tiempo del funcionamiento de las “versiones” que construyen ese entorno, o sea de los distintos puntos de vista de los personajes que conviven con el narrador (algunos, en sentido literal, sólo espacialmente) en relación a sucesos que en principio parecen más bien sólo importantes dentro del ámbito muy restringido del edificio en el que habita y de su zona de influencia inmediata. Recién en la página 25 se encuentra una descripción (en realidad mucho más catastral que estética) de todo el barrio de Monserrat, haciendo hincapié en algunos (pero sólo algunos) elementos diferenciales que lo separan de otros barrios cercanos (Constitución, con su “sombra de violencia”; San Telmo con su “fama”) en el que tiene un peso importante el concepto de placidez, placidez que hace juego en algún punto con ese repliegue del narrador respecto de su previa exposición semi-pública, placidez que pareciera simbolizarse de algún modo por esa abundancia de verdulerías, con sus asociaciones de frescura, pasividad, e incluso somnolencia (y que se podría contraponer implícitamente a la tradicional violencia asociada a la actividad del carnicero, cuyo máximo ejemplo literario sería, obviamente, el célebre matadero descrito por Echeverría)
En efecto, Monserrat es un barrio humilde (en términos socio-económicos) pero plácido, donde la violencia urbana asociada a la marginalidad nunca se ve directamente (el único dato en esa dirección es el robo del stereo del auto de la madre del narrador, robo que ocurre en medio de la noche y que implica una mención pero no la narración de un hecho de violencia) En el Monserrat de Link apenas hay lugar para, como mucho, alguna intriga más bien mezquina, del tipo de la que arma la (ex) presidenta del consejo de administración (Laura) y que recuerda, más que a la conflictividad social de Boedo, al intercambio de maniobras arteras de “Pequeños propietarios” de Arlt, pero vistas en una clave infinitamente menos hiriente y más relajada. Por otro lado la placidez también se extiende a la estructura etaria. Sorprende que en un barrio humilde, en el que además abundan inmigrantes “peruanos y bolivianos, mayoritariamente” no se registre casi la actividad de chicos, quienes sólo aparecen en acción en el relato de la recuperación de los conejos extraviados a raíz de un accidente, además de la mención de la hija de una madre soltera negra que vive en el edificio. El edificio, de hecho, en el que vive el narrador y S., es una especie de mausoleo, en donde los personajes con promedio de noventa años parecen ser moneda corriente, pero también y más en general, además de que no aparecen niños, está el hecho de que los personajes aparecen completamente constituidos, y si bien resultaría imposible que la novela dejara constancia de un proceso de crecimiento o maduración dado el muy limitado arco temporal que registra (unos seis meses) es llamativo que ninguno de ellos a lo largo de la historia parezca en definitiva aprender nada. Al parecer, en Monserrat es imposible crecer (o cambiar) Más todavía y sin forzar demasiado las cosas, se podría pensar que todo lo que aparece en Monserrat es ya una reliquia, una supervivencia, un fragmento imposible de recomponer que no se conecta a los otros fragmentos con los que coexiste sino que se amontona al lado de ellos. De hecho, todo lo que aparece en Monserrat parece estar de vuelta (y es Álvaro justamente el único que, aun en un plano entre ridículo y pseudo-maligno, parece buscar la acción, o sea parece tratar de negar el mundo dado para transformarlo - para plantear la cuestión en muy solemnes términos hegeliano-marxistas) Como todo lo que está de vuelta, la sola idea del camino, de su fervor a lo Kerouac y su inevitable inmadurez, irrita al narrador, porque Monserrat es una novela demasiado madura, que ya no quiere ni puede aprender nada. Malthusiana por el costado en que se la mire, Monserrat sólo pretende dialogar con fantasmas.
¿Cómo está hecha Monserrat?
Los fantasmas con los que dialogan los personajes de Monserrat son varios, pero además se desdoblan, siempre de acuerdo a quién los invoque, aunque, en la novela los poseedores de tabla ouija, muy borgeanamente, son dos: Álvaro y el narrador. Y no sólo los mismos fantasmas son invocados por Álvaro y por el narrador para ser traídos al presente con intenciones muy diferentes. En realidad la novela misma está constituida por dos tramas paralelas que no coinciden desde el principio sino que coexisten, hasta el momento en que una de las dos novelas abre un espacio e integra a la otra dentro de sí. Por un lado está la novela del narrador (esa que corresponde a grandes rasgos a lo que Ludmer denominó, en un arrebato crítico bastante atolondrado, literatura postautónoma; o sea un tipo de escritura que supuestamente, a diferencia de la literatura “autónoma”, no trabaja “el marco, las relaciones especulares, el libro en el libro, el narrador como escritor y lector”, etcétera, cuando por citar lo más evidente, lo menos que se puede decir, por ejemplo, de las relaciones Narrador-S. frente a Álvaro-Marcos es que son alevosamente especulares) Esta novela estaría constituida, según sostiene la misma Ludmer, por “la experiencia de un cotidiano gay” (y aunque la definición no parece totalmente exacta, a grandes rasgos coincidiría) La otra trama está compuesta por la biografía catastrófica (y, de nuevo, escandalosamente novelesca) de Álvaro, cuyo trasfondo implica una enésima versión deshilvanada y extravagante de esa tradicional paranoia conspirativa que suele alimentar al enemigo público número uno de Link (y no me refiero a su supuesto alter ego narrador - aunque en eso coincidan - sino a Daniel Link autor): el esencialismo, o sea cualquier sistema filosófico que subordine la multiplicidad a la unidad, asfixie con la sobreimpresión de categorías cerradas a lo viviente y apunte a leer la historia como un proceso inevitable y continuo hacia algo – lo que sea (y por lo tanto, como un proceso más o menos voluntariamente dirigido – o por lo menos inducido - por alguien o por algo) Estas tramas paralelas desembocan una dentro de la otra a partir del momento en que se entabla el duelo que, a nivel filosófico y a nivel personal, sostienen el narrador y Älvaro entre sus diferentes maneras de ver el mundo. Es en este punto en donde la motivación de las dos secuencias narrativas aparece, como diría un viejo formalista ruso, casi desnuda. La cuestión podríamos plantearla así: ¿cómo hacer para escribir una novela que reúna los intereses intelectuales y sociales de un profesor de la facultad de Filosofía y Letras con la problemática de un determinado estado de la cultura, y que ésta no se convierta en un bodrio insufrible? Metiéndole al lado (y finalmente adentro) una trama conspirativa que dé unidad y subsuma en un conjunto más amplio y colorido a esos personajes, eventos, lugares e instituciones sobre los que se quiere escribir. En este aspecto es en donde aparecen algunas de las debilidades de la construcción de la novela, ya que, a diferencia de lo que sostiene Cozarinsky en su reseña la trama no me parece en absoluto fuerte (como podría ser la trama de un policial, en el sentido en que Borges reivindicaba el género frente a lo informe de la novela psicológica) sino que me resulta por completo lábil, aleatoria e incluso ridícula, por un lado porque, por lo menos a primera vista, sería una parodia de “los sistemas esotéricos de explicación del universo”, y voluntariamente entonces los quiere ridiculizar (aunque no inviertiéndolos sino desplazándolos y tergiversándolos); pero al mismo tiempo porque no hay un trabajo que unifique y cierre los datos que se nos van suministrando, sino más bien que se construye un clima, se genera una atmósfera en la que se amontonan elementos entre ominosos, inquietantes y farsescos, amontonamiento de elementos que desemboca precipitadamente en el final (en donde la novela sale más airana que airosa) como podría desembocar en cualquier otro desenlace también más o menos ominoso, inquietante y al mismo tiempo farsesco. Los datos históricos misteriosos o sugestivos en relación con personajes reales (Yunque, Blomberg, Greslebin) que por muy diferentes causas tuvieron una presencia importante para el barrio de Monserrat (y que la novela juega a meter en una misma bolsa conspirativa) tampoco se resuelven en nada demasiado claro ni se integran con rigurosidad a la conjura milenarista de Álvaro, sino que, vistos desde la trama de éste, son parte de la mencionada atmósfera (al parecer, todos tenían algo que ver, aunque no se determine bien cuál fue su participación, y sobre todo por qué participaron) Y vistos desde la novela del narrador, son parte de ese cambalache heterogéneo de curiosidades que se juntan como en esas “vidrieras de los negocios del barrio” en las que una especie de eclecticismo intuitivo empuja a los comerciantes a exponer en ellas “veladores, productos de tocador, herramientas ligeras o artículos de librería”. Porque ahí aparece el problema arriba mencionado de quién convoca a los fantasmas, y sobre todo, para qué.
Si la tentativa delirante de Álvaro, absurda y desaforada desde donde se la mire, es, como decíamos, una suerte de parodia de los sistemas filosóficos teleológicos, la novela juega con el escepticismo del narrador, que pasa de interesarse en los fantasmas culturales que el barrio le pone a disposición, para después empezar a dudar acerca de si el esoterismo podría ser un sistema explicativo convincente e incluso a sospechar que esos fantasmas tengan alguna relación con éste. Álvaro cree en los fantasmas de Monserrat, y por lo tanto pretende usarlos, o sea generar a partir de ellos una serie encadenada de acciones, un plan para lograr una transformación que altere un determinado status quo (de Monserrat y del mundo) y es ese plan es el que la novela parodia, o al menos ridiculiza (por ejemplo al hacer que Álvaro disponga de numerosos recursos, conocimientos, etcétera, y sin embargo tenga que realizar su ritual usando una gata – y además de su “enemigo”, como si no pudiera conseguir cualquier otra - en reemplazo ¡de una pantera! – y aunque ésta “versión” de los hechos sea la de Ben, el dueño del Bar Mágico, y en el fondo el narrador la crea pero no pueda confirmarla) La conspiración de Álvaro sería ridícula porque toda explicación esencialista, unitaria, platónica, lineal, judeo-cristiana (pero también, como decíamos antes, hegeliana y marxista) sería en el fondo ridícula (y en apoyo de esto último, la interpretación de los hechos de Ben no pareciera salir, como el personaje afirma, de “unas iluminaciones medioevales tomadas de no recuerdo ya qué libro canónico” – o al menos no directamente - sino más probablemente de “Lo abierto” de Giorgio Agam(ben), que estudia esa lámina mencionada y la relaciona con Hegel, Bataille, Kojeve y otros amigos del fin de la historia) Bien, la transformación de la realidad entonces pareciera ser un proceso más complicado y no tan lineal y directo como a primera vista determinados sistemas filosóficos sostendrían. Perfecto, estamos de acuerdo. Pero entonces queda la otra trama, la del narrador. Y la cuestión para éste sería ¿qué se puede hacer con el pasado? Y sobre todo, y más importante: ¿qué se puede hacer con el presente?
¿Forever young?
Es a partir de esa pregunta que la delimitación de Monserrat adquiere entonces una dimensión experimental casi científica (y al mismo tiempo, como la ciencia, implica una elección desprovista por completa de inocencia) Es como si la novela dijera “Vamos a experimentar con el estado de la cultura en un espacio reducido y bien definido, a ver qué resulta” Y lo que resulta es que contra la interpretación del pasado como un proceso lineal y orgánico (y eventualmente muerto, pero al que se puede resucitar) que tiene su continuidad en el presente y al que si se pretende traer de nuevo al mundo de los vivos es probable que se termine con resultados que aúnan lo catastrófico con lo risible, Monserrat propone, como decíamos arriba, el amontonamiento fragmentario y caótico. O sea, una filosofía básicamente pop. El problema es que esa filosofía pop, al parecer, ha envejecido. Y mucho. Tanto, como para pasar de las latas Campbell a Corsini. Por eso le falta una característica fundamental del pop: la despreocupación. Monserrat es un pop viejo y acorralado, que se repliega lleno de desconfianza sobre un barrio, a desensillar hasta que aclare, o más probablemente a dejarse morir. Por eso, como decía, creo que la elección de Monserrat como espacio para la novela (más allá del hecho anecdótico de que su autor viva o haya vivido ahí) no es inocente. San Telmo está colonizado por el turismo; a Flores lo usó de Aira a Dolina (o de Dolina a Aira); Villa Crespo está demasiado connotado por Adán Buenosayres (y Monserrat no quiere dialogar con un solo interlocutor); Pompeya y Parque Patricios, demasiado connotados por el tango; Palermo, alguna vez de Rosas, de Carriego y de Borges, terminó en manos de Andahazi y la gastronomía fashion; la Boca se reparte entre el pintoresquismo for export y el fútbol. A grandes rasgos, sospecho que quedaban tres zonas donde se acumularan todos (o al menos buena parte) de los sucesivos Buenos Aires: Chacarita, con el plus de la épica dark de la peste amarilla pero que carece de movida cultural; Monserrat y Almagro. Y en Almagro está (o estaba) Belleza y Felicidad (lo dice la misma novela) O sea, una versión del pop que persiste en el presente perpetuo y que no tiene ninguna intención de ponerse a escarbar entre héroes y tumbas (¡si hasta Alejandra Vidal Olmos aparece en Monserrat!)
Frente a ese pop descontrolado y fiestero, Link no tiene más remedio que exhibir un pop calmo y reflexivo, que hace algo que nunca es recomendable que haga el pop: mira para atrás. Porque si el pop mira para atrás (inevitable mencionar a la mujer de Lot) al parecer sus reflejos contemporáneos se embotan y queda inmovilizado. La novela lo pone con claridad en la página 11 (pero no vuelve a retomar, al menos de manera explícita, el tema): “Es también, el problema del pop, sobre el que vengo reflexionando: su ya evidente e irreversible ingreso en la tercera edad.” El barrio de Monserrat aparece así como el espacio ideal a la hora de girar la cabeza y hacer una especie de híbrido entre recorrido diacrónico y descripción sincrónica, en donde la resaca del aleph de Borges se mezcla con las resacas de Boedo sin articular ni de lejos una síntesis, ni siquiera oponiéndose unas a otras, sino más bien confundiéndose al tuntún, así como en la novela se confunden la visita de Pablo Pérez para charlar “de su última novela” con las putas dominicanas que se arrojan de madrugada sobre los coches, y el fantasma de la estadía de Duchamp en Buenos Aires con el fantasma de la mazorquera de Monserrat. Pero todas estas resacas parecen estancarse y no poder desembocar ya en ningún lado. Si al narrador le preocupa qué pasará dentro de veinte años con su madre (y con él mismo, y con la relación entre el y su madre) y ésta aparece repetidas veces en la novela, el hijo del narrador apenas se lo nombra dos veces, uno para considerarlo adulto, la otra para comentar que soñó que se moría. En efecto, no parece haber descendencia posible (cosa consustancial al pop) pero sí parece preocupar (y mucho) la ascendencia (cosa que no debería suceder - ¡o por lo menos que antes no sucedía!) El futuro entonces parece presentarse como una mera supervivencia de lo mismo, que reemplaza los happenings que ya no serán por una fiesta ritual mapuche (¡en el Barolo!) como para compensar con un poco de brillo multi-cultural lo que el tiempo parece haber deslustrado para siempre. Y así como el narrador sueña con organizar un geriátrico “a la medida de nuestros deseos, nuestras necesidades y nuestros intereses” (el de él y sus amigos) al que no casualmente relaciona con las comunidades utópicas, el primer paso en esa reducción de espacio parece haber sido esta suerte de semi-reclusión en el barrio de Monserrat. El resultado que arroja el experimento entonces es claro: la parálisis, la endogamia, el repliegue. En otras palabras: la placidez.
Si lo que parece diagnosticar Monserrat es el envejecimiento del pop, la respuesta que propone no es la inevitable muerte generacional a manos de los parricidas de turno, tampoco la disolución en la euforia propia de la vanguardia tardo-adolescente de los noventa, sino una variedad melancólica, agradable, artísticamente entretenida de eutanasia.
miércoles, 5 de mayo de 2010
SAN MARTÍN DE LOS ANDES
Hacía demasiado frío para morirse esa noche. El sol se había ido un rato antes y el aire duro, malintencionado, desordenaba charcos vidriosos y árboles que susurraban nítidos como cirujanos. Debajo del piso las hormigas se dedicarían a meditar en herencias dilapidadas y manzanas mordidas. Dos manos muy frías (una a la intemperie, dueña de una botella llena a medias de un vino blanco demasiado blanco; la otra, bien metida en el bolsillo, rozaba la cara de Roca disuelto en un violeta submarino); una luna borroneada; dos círculos de un rojo reconcentrado que se alejaban por la ruta rumbo al pueblo. ¡Qué distinto sería morirse en otro contexto, por ejemplo en una tarde otoñal, con un sol arenoso y con la manos tibias! ¡Qué valiente podría ser si en una tarde así alguien, no sé, un agente secreto soviético de guantes negros, o un miembro de la CIA, alto, rubio y cínico, se acercara con su inevitable pistola con silenciador! Él estaría sentado en el comedor de madera de la cabaña; delante, un hogar lleno de leña crepitando; en la mano, una medida de wiskhy; en el piso pantuflas sobre una alfombra mullida; en la conciencia una somnolencia templada, indiferente. ¡Qué frases podrían pronunciarse, cuanto hamletismo, cuánto noble desgano!... Pero con ese frío se hacía difícil morir con elegancia. Los dedos que aferraban la botella le dolían como si se los martillaran. El humo gris azulado que le salía de la boca - en otro momento un arabesco bastante mágico - ahora era de un infantilismo estúpido, definitivamente ridículo. No, de ningún modo era un buen decorado para morirse. Pero a veces eso no depende de uno.
lunes, 3 de mayo de 2010
SAL DE MI VISTA EN LA FLIA
sábado, 1 de mayo de 2010
FIAT LUX
Durante su larga y accidentada historia los hombres han estado separados por variadísimos dualismos que han surgido en las múltiples esferas de su vasta e inagotable actividad (ya que, a pesar de la subdivisión rizomática e interminable al interior de cada uno de los términos de la oposición respectiva, la percepción del conflicto repite siempre la misma estructura binaria: ellos contra nosotros)
Pero hoy...
clásicos
y románticos
Líderes
y masas
Patriotas
y realistas
Héroes
y villanos
Policías
y ladrones
Unitarios
y federales
mendigos
y reyes
Vivos
y muertos
Cobardes
y valientes
Negros
y blancos
la humanidad toda
el planeta entero
la entera galaxia
el puto universo en definitiva
está a la espera del inicio de
LA PODREDUMBRE DORADA
Durante su larga y accidentada historia los hombres han estado separados por variadísimos dualismos que han surgido en las múltiples esferas de su vasta e inagotable actividad (ya que, a pesar de la subdivisión rizomática e interminable al interior de cada uno de los términos de la oposición respectiva, la percepción del conflicto repite siempre la misma estructura binaria: ellos contra nosotros)
Pero hoy...
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