Hacía demasiado frío para morirse esa noche. El sol se había ido un rato antes y el aire duro, malintencionado, desordenaba charcos vidriosos y árboles que susurraban nítidos como cirujanos. Debajo del piso las hormigas se dedicarían a meditar en herencias dilapidadas y manzanas mordidas. Dos manos muy frías (una a la intemperie, dueña de una botella llena a medias de un vino blanco demasiado blanco; la otra, bien metida en el bolsillo, rozaba la cara de Roca disuelto en un violeta submarino); una luna borroneada; dos círculos de un rojo reconcentrado que se alejaban por la ruta rumbo al pueblo. ¡Qué distinto sería morirse en otro contexto, por ejemplo en una tarde otoñal, con un sol arenoso y con la manos tibias! ¡Qué valiente podría ser si en una tarde así alguien, no sé, un agente secreto soviético de guantes negros, o un miembro de la CIA, alto, rubio y cínico, se acercara con su inevitable pistola con silenciador! Él estaría sentado en el comedor de madera de la cabaña; delante, un hogar lleno de leña crepitando; en la mano, una medida de wiskhy; en el piso pantuflas sobre una alfombra mullida; en la conciencia una somnolencia templada, indiferente. ¡Qué frases podrían pronunciarse, cuanto hamletismo, cuánto noble desgano!... Pero con ese frío se hacía difícil morir con elegancia. Los dedos que aferraban la botella le dolían como si se los martillaran. El humo gris azulado que le salía de la boca - en otro momento un arabesco bastante mágico - ahora era de un infantilismo estúpido, definitivamente ridículo. No, de ningún modo era un buen decorado para morirse. Pero a veces eso no depende de uno.
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1 comentario:
Muy bueno el texto, algo parecido me pasó estos días, pero mucho menos romántico.
¿La etiqueta? Qué misterio...
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