jueves, 6 de mayo de 2010

REQUIEM POR UNA LATA CAMPBELL

Sobre Monserrat de Daniel Link

Malthus o Kerouac

Me compré Monserrat porque me gustó la tapa: una fotografía imposible del edificio Barolo trabajada para que parezca un dibujo (o tal vez sea un dibujo trabajado para que parezca una foto. Vaya uno a saber) El cielo (al que parte en dos la mole del Barolo viniéndose encima en un contra-picado imponente, como la vista de un transatlántico desde un bote) tiene un color turquesa que se adivina entre los huecos de unas nubes arreboladas que remiten a cierta melancolía de atardecer barrial, a cierto pintoresquismo tanguero y nostálgico. Más arriba, hay un amontonamiento de otras nubes, éstas amenazantes, violáceas y negras, que se ciernen sobre el conjunto crepuscular y apacible de abajo, y que parecen imantarse alrededor de la cúpula central de un edificio, que como el laboratorio de un científico loco en una vieja película de terror, permanece iluminado e insomne, al parecer disponiendo de los destinos de quienes están abajo y escondiendo el secreto de la historia. En uno de los balcones, una gata negra, cortada y pegada a la foto, clava en el lector unos ojos que evidentemente nunca fueron verdes (o en todo caso nunca lo fueron con esa intensidad) Muy buen trabajo de Sebastián Freire, que armó un pastiche que de alguna forma funciona como una síntesis apretada del libro (intrigas folletinescas, arquitectura neo-medioeval, trasfondo barrial, animales entre sacrificiales y domésticos) Por otro lado y para terminar con la tapa, aparece un último elemento. Con el colorido tradicional de Mansalva (aunque un colorido bastante sobrio, que no desentona con el fondo) aparece el nombre del autor y el de la novela, que desde el título acota un territorio, establece una serie de mojones dentro de los cuales aparentemente nos moveremos: Monserrat, barrio de Buenos Aires cercado por San Telmo, Constitución, Puerto Madero, San Nicolás y Once (o Balvanera) Pero a pesar de esta demarcación clara y tajante, cuando se empieza a leer lo primero que notamos es que no hay una voluntad de crónica, o un intento de narración de la historia del barrio, o un relevamiento de sus espacios y sus prácticas habituales, de sus personajes típicos y sus rutinas laborales. Se trata más bien de pequeñas entradas de un diario (incluso fechadas con día y hora, día y hora que corresponden al momento en que cada fragmento apareció en el blog del autor) y que tienen que ver en principio con el relato de hechos entre curiosos, extravagantes o nimios que le suceden o que llaman la atención del narrador, dentro del espacio de su barrio, pero más estrictamente de la zona cercana a su casa, en realidad casi de su manzana. En ese sentido no hay, como podría pensarse al principio, vagabundeo. Link, archiva al flaneur en el armario de los recuerdos del siglo anterior. El narrador de Monserrat es un personaje en buen medida estático (o por lo menos que no aspira al movimiento en sí, y que no se interesa por una exploración urbana, o al menos barrial, sistemática) y que de hecho, según explica él mismo, ha realizado una suerte de movimiento de repliegue, abandonando su carrera profesional de profesor (ha dejado la docencia y si bien trabaja en proyectos vinculados con la literatura, la universidad, etcétera, lo hace siempre desde su hogar) para al parecer tratar de mantenerse de algún modo amparado en los límites de su nuevo barrio. Su movimiento más típico en relación a la ciudad es el ir de su departamento al kiosco o a la verdulería, y de la verdulería o el kiosco a su departamento, salvo cuando alguna ocasión particular (una reunión familiar o una fiesta) lo aleja de su base de operaciones. Todo lo que se registra en relación al barrio entonces aparece mediado en algún punto por esta actividad muy circunscrita del narrador, en la que no aparece una voluntad estética de describir separada de la descripción puntual de lo que pasa (de hecho hay pocas, muy someras y muy precisas descripciones) y si el registro no se produce directamente a través de la mirada del narrador, se produce a través de los chismes, y comentarios que los personajes que circulan a su alrededor le hacen llegar, en relación con otros personajes o situaciones. Así encontramos en las primeras páginas toda una descripción fragmentaria y oblicua (siempre referida, como decíamos, a eso que al narrador le pasa, o en todo caso a eso que al narrador le llega) del funcionamiento del entorno, y al mismo tiempo del funcionamiento de las “versiones” que construyen ese entorno, o sea de los distintos puntos de vista de los personajes que conviven con el narrador (algunos, en sentido literal, sólo espacialmente) en relación a sucesos que en principio parecen más bien sólo importantes dentro del ámbito muy restringido del edificio en el que habita y de su zona de influencia inmediata. Recién en la página 25 se encuentra una descripción (en realidad mucho más catastral que estética) de todo el barrio de Monserrat, haciendo hincapié en algunos (pero sólo algunos) elementos diferenciales que lo separan de otros barrios cercanos (Constitución, con su “sombra de violencia”; San Telmo con su “fama”) en el que tiene un peso importante el concepto de placidez, placidez que hace juego en algún punto con ese repliegue del narrador respecto de su previa exposición semi-pública, placidez que pareciera simbolizarse de algún modo por esa abundancia de verdulerías, con sus asociaciones de frescura, pasividad, e incluso somnolencia (y que se podría contraponer implícitamente a la tradicional violencia asociada a la actividad del carnicero, cuyo máximo ejemplo literario sería, obviamente, el célebre matadero descrito por Echeverría)



En efecto, Monserrat es un barrio humilde (en términos socio-económicos) pero plácido, donde la violencia urbana asociada a la marginalidad nunca se ve directamente (el único dato en esa dirección es el robo del stereo del auto de la madre del narrador, robo que ocurre en medio de la noche y que implica una mención pero no la narración de un hecho de violencia) En el Monserrat de Link apenas hay lugar para, como mucho, alguna intriga más bien mezquina, del tipo de la que arma la (ex) presidenta del consejo de administración (Laura) y que recuerda, más que a la conflictividad social de Boedo, al intercambio de maniobras arteras de “Pequeños propietarios” de Arlt, pero vistas en una clave infinitamente menos hiriente y más relajada. Por otro lado la placidez también se extiende a la estructura etaria. Sorprende que en un barrio humilde, en el que además abundan inmigrantes “peruanos y bolivianos, mayoritariamente” no se registre casi la actividad de chicos, quienes sólo aparecen en acción en el relato de la recuperación de los conejos extraviados a raíz de un accidente, además de la mención de la hija de una madre soltera negra que vive en el edificio. El edificio, de hecho, en el que vive el narrador y S., es una especie de mausoleo, en donde los personajes con promedio de noventa años parecen ser moneda corriente, pero también y más en general, además de que no aparecen niños, está el hecho de que los personajes aparecen completamente constituidos, y si bien resultaría imposible que la novela dejara constancia de un proceso de crecimiento o maduración dado el muy limitado arco temporal que registra (unos seis meses) es llamativo que ninguno de ellos a lo largo de la historia parezca en definitiva aprender nada. Al parecer, en Monserrat es imposible crecer (o cambiar) Más todavía y sin forzar demasiado las cosas, se podría pensar que todo lo que aparece en Monserrat es ya una reliquia, una supervivencia, un fragmento imposible de recomponer que no se conecta a los otros fragmentos con los que coexiste sino que se amontona al lado de ellos. De hecho, todo lo que aparece en Monserrat parece estar de vuelta (y es Álvaro justamente el único que, aun en un plano entre ridículo y pseudo-maligno, parece buscar la acción, o sea parece tratar de negar el mundo dado para transformarlo - para plantear la cuestión en muy solemnes términos hegeliano-marxistas) Como todo lo que está de vuelta, la sola idea del camino, de su fervor a lo Kerouac y su inevitable inmadurez, irrita al narrador, porque Monserrat es una novela demasiado madura, que ya no quiere ni puede aprender nada. Malthusiana por el costado en que se la mire, Monserrat sólo pretende dialogar con fantasmas.

¿Cómo está hecha Monserrat?

Los fantasmas con los que dialogan los personajes de Monserrat son varios, pero además se desdoblan, siempre de acuerdo a quién los invoque, aunque, en la novela los poseedores de tabla ouija, muy borgeanamente, son dos: Álvaro y el narrador. Y no sólo los mismos fantasmas son invocados por Álvaro y por el narrador para ser traídos al presente con intenciones muy diferentes. En realidad la novela misma está constituida por dos tramas paralelas que no coinciden desde el principio sino que coexisten, hasta el momento en que una de las dos novelas abre un espacio e integra a la otra dentro de sí. Por un lado está la novela del narrador (esa que corresponde a grandes rasgos a lo que Ludmer denominó, en un arrebato crítico bastante atolondrado, literatura postautónoma; o sea un tipo de escritura que supuestamente, a diferencia de la literatura “autónoma”, no trabaja “el marco, las relaciones especulares, el libro en el libro, el narrador como escritor y lector”, etcétera, cuando por citar lo más evidente, lo menos que se puede decir, por ejemplo, de las relaciones Narrador-S. frente a Álvaro-Marcos es que son alevosamente especulares) Esta novela estaría constituida, según sostiene la misma Ludmer, por “la experiencia de un cotidiano gay” (y aunque la definición no parece totalmente exacta, a grandes rasgos coincidiría) La otra trama está compuesta por la biografía catastrófica (y, de nuevo, escandalosamente novelesca) de Álvaro, cuyo trasfondo implica una enésima versión deshilvanada y extravagante de esa tradicional paranoia conspirativa que suele alimentar al enemigo público número uno de Link (y no me refiero a su supuesto alter ego narrador - aunque en eso coincidan - sino a Daniel Link autor): el esencialismo, o sea cualquier sistema filosófico que subordine la multiplicidad a la unidad, asfixie con la sobreimpresión de categorías cerradas a lo viviente y apunte a leer la historia como un proceso inevitable y continuo hacia algo – lo que sea (y por lo tanto, como un proceso más o menos voluntariamente dirigido – o por lo menos inducido - por alguien o por algo) Estas tramas paralelas desembocan una dentro de la otra a partir del momento en que se entabla el duelo que, a nivel filosófico y a nivel personal, sostienen el narrador y Älvaro entre sus diferentes maneras de ver el mundo. Es en este punto en donde la motivación de las dos secuencias narrativas aparece, como diría un viejo formalista ruso, casi desnuda. La cuestión podríamos plantearla así: ¿cómo hacer para escribir una novela que reúna los intereses intelectuales y sociales de un profesor de la facultad de Filosofía y Letras con la problemática de un determinado estado de la cultura, y que ésta no se convierta en un bodrio insufrible? Metiéndole al lado (y finalmente adentro) una trama conspirativa que dé unidad y subsuma en un conjunto más amplio y colorido a esos personajes, eventos, lugares e instituciones sobre los que se quiere escribir. En este aspecto es en donde aparecen algunas de las debilidades de la construcción de la novela, ya que, a diferencia de lo que sostiene Cozarinsky en su reseña la trama no me parece en absoluto fuerte (como podría ser la trama de un policial, en el sentido en que Borges reivindicaba el género frente a lo informe de la novela psicológica) sino que me resulta por completo lábil, aleatoria e incluso ridícula, por un lado porque, por lo menos a primera vista, sería una parodia de “los sistemas esotéricos de explicación del universo”, y voluntariamente entonces los quiere ridiculizar (aunque no inviertiéndolos sino desplazándolos y tergiversándolos); pero al mismo tiempo porque no hay un trabajo que unifique y cierre los datos que se nos van suministrando, sino más bien que se construye un clima, se genera una atmósfera en la que se amontonan elementos entre ominosos, inquietantes y farsescos, amontonamiento de elementos que desemboca precipitadamente en el final (en donde la novela sale más airana que airosa) como podría desembocar en cualquier otro desenlace también más o menos ominoso, inquietante y al mismo tiempo farsesco. Los datos históricos misteriosos o sugestivos en relación con personajes reales (Yunque, Blomberg, Greslebin) que por muy diferentes causas tuvieron una presencia importante para el barrio de Monserrat (y que la novela juega a meter en una misma bolsa conspirativa) tampoco se resuelven en nada demasiado claro ni se integran con rigurosidad a la conjura milenarista de Álvaro, sino que, vistos desde la trama de éste, son parte de la mencionada atmósfera (al parecer, todos tenían algo que ver, aunque no se determine bien cuál fue su participación, y sobre todo por qué participaron) Y vistos desde la novela del narrador, son parte de ese cambalache heterogéneo de curiosidades que se juntan como en esas “vidrieras de los negocios del barrio” en las que una especie de eclecticismo intuitivo empuja a los comerciantes a exponer en ellas “veladores, productos de tocador, herramientas ligeras o artículos de librería”. Porque ahí aparece el problema arriba mencionado de quién convoca a los fantasmas, y sobre todo, para qué.




Si la tentativa delirante de Álvaro, absurda y desaforada desde donde se la mire, es, como decíamos, una suerte de parodia de los sistemas filosóficos teleológicos, la novela juega con el escepticismo del narrador, que pasa de interesarse en los fantasmas culturales que el barrio le pone a disposición, para después empezar a dudar acerca de si el esoterismo podría ser un sistema explicativo convincente e incluso a sospechar que esos fantasmas tengan alguna relación con éste. Álvaro cree en los fantasmas de Monserrat, y por lo tanto pretende usarlos, o sea generar a partir de ellos una serie encadenada de acciones, un plan para lograr una transformación que altere un determinado status quo (de Monserrat y del mundo) y es ese plan es el que la novela parodia, o al menos ridiculiza (por ejemplo al hacer que Álvaro disponga de numerosos recursos, conocimientos, etcétera, y sin embargo tenga que realizar su ritual usando una gata – y además de su “enemigo”, como si no pudiera conseguir cualquier otra - en reemplazo ¡de una pantera! – y aunque ésta “versión” de los hechos sea la de Ben, el dueño del Bar Mágico, y en el fondo el narrador la crea pero no pueda confirmarla) La conspiración de Álvaro sería ridícula porque toda explicación esencialista, unitaria, platónica, lineal, judeo-cristiana (pero también, como decíamos antes, hegeliana y marxista) sería en el fondo ridícula (y en apoyo de esto último, la interpretación de los hechos de Ben no pareciera salir, como el personaje afirma, de “unas iluminaciones medioevales tomadas de no recuerdo ya qué libro canónico” – o al menos no directamente - sino más probablemente de “Lo abierto” de Giorgio Agam(ben), que estudia esa lámina mencionada y la relaciona con Hegel, Bataille, Kojeve y otros amigos del fin de la historia) Bien, la transformación de la realidad entonces pareciera ser un proceso más complicado y no tan lineal y directo como a primera vista determinados sistemas filosóficos sostendrían. Perfecto, estamos de acuerdo. Pero entonces queda la otra trama, la del narrador. Y la cuestión para éste sería ¿qué se puede hacer con el pasado? Y sobre todo, y más importante: ¿qué se puede hacer con el presente?

¿Forever young?

Es a partir de esa pregunta que la delimitación de Monserrat adquiere entonces una dimensión experimental casi científica (y al mismo tiempo, como la ciencia, implica una elección desprovista por completa de inocencia) Es como si la novela dijera “Vamos a experimentar con el estado de la cultura en un espacio reducido y bien definido, a ver qué resulta” Y lo que resulta es que contra la interpretación del pasado como un proceso lineal y orgánico (y eventualmente muerto, pero al que se puede resucitar) que tiene su continuidad en el presente y al que si se pretende traer de nuevo al mundo de los vivos es probable que se termine con resultados que aúnan lo catastrófico con lo risible, Monserrat propone, como decíamos arriba, el amontonamiento fragmentario y caótico. O sea, una filosofía básicamente pop. El problema es que esa filosofía pop, al parecer, ha envejecido. Y mucho. Tanto, como para pasar de las latas Campbell a Corsini. Por eso le falta una característica fundamental del pop: la despreocupación. Monserrat es un pop viejo y acorralado, que se repliega lleno de desconfianza sobre un barrio, a desensillar hasta que aclare, o más probablemente a dejarse morir. Por eso, como decía, creo que la elección de Monserrat como espacio para la novela (más allá del hecho anecdótico de que su autor viva o haya vivido ahí) no es inocente. San Telmo está colonizado por el turismo; a Flores lo usó de Aira a Dolina (o de Dolina a Aira); Villa Crespo está demasiado connotado por Adán Buenosayres (y Monserrat no quiere dialogar con un solo interlocutor); Pompeya y Parque Patricios, demasiado connotados por el tango; Palermo, alguna vez de Rosas, de Carriego y de Borges, terminó en manos de Andahazi y la gastronomía fashion; la Boca se reparte entre el pintoresquismo for export y el fútbol. A grandes rasgos, sospecho que quedaban tres zonas donde se acumularan todos (o al menos buena parte) de los sucesivos Buenos Aires: Chacarita, con el plus de la épica dark de la peste amarilla pero que carece de movida cultural; Monserrat y Almagro. Y en Almagro está (o estaba) Belleza y Felicidad (lo dice la misma novela) O sea, una versión del pop que persiste en el presente perpetuo y que no tiene ninguna intención de ponerse a escarbar entre héroes y tumbas (¡si hasta Alejandra Vidal Olmos aparece en Monserrat!)



Frente a ese pop descontrolado y fiestero, Link no tiene más remedio que exhibir un pop calmo y reflexivo, que hace algo que nunca es recomendable que haga el pop: mira para atrás. Porque si el pop mira para atrás (inevitable mencionar a la mujer de Lot) al parecer sus reflejos contemporáneos se embotan y queda inmovilizado. La novela lo pone con claridad en la página 11 (pero no vuelve a retomar, al menos de manera explícita, el tema): “Es también, el problema del pop, sobre el que vengo reflexionando: su ya evidente e irreversible ingreso en la tercera edad.” El barrio de Monserrat aparece así como el espacio ideal a la hora de girar la cabeza y hacer una especie de híbrido entre recorrido diacrónico y descripción sincrónica, en donde la resaca del aleph de Borges se mezcla con las resacas de Boedo sin articular ni de lejos una síntesis, ni siquiera oponiéndose unas a otras, sino más bien confundiéndose al tuntún, así como en la novela se confunden la visita de Pablo Pérez para charlar “de su última novela” con las putas dominicanas que se arrojan de madrugada sobre los coches, y el fantasma de la estadía de Duchamp en Buenos Aires con el fantasma de la mazorquera de Monserrat. Pero todas estas resacas parecen estancarse y no poder desembocar ya en ningún lado. Si al narrador le preocupa qué pasará dentro de veinte años con su madre (y con él mismo, y con la relación entre el y su madre) y ésta aparece repetidas veces en la novela, el hijo del narrador apenas se lo nombra dos veces, uno para considerarlo adulto, la otra para comentar que soñó que se moría. En efecto, no parece haber descendencia posible (cosa consustancial al pop) pero sí parece preocupar (y mucho) la ascendencia (cosa que no debería suceder - ¡o por lo menos que antes no sucedía!) El futuro entonces parece presentarse como una mera supervivencia de lo mismo, que reemplaza los happenings que ya no serán por una fiesta ritual mapuche (¡en el Barolo!) como para compensar con un poco de brillo multi-cultural lo que el tiempo parece haber deslustrado para siempre. Y así como el narrador sueña con organizar un geriátrico “a la medida de nuestros deseos, nuestras necesidades y nuestros intereses” (el de él y sus amigos) al que no casualmente relaciona con las comunidades utópicas, el primer paso en esa reducción de espacio parece haber sido esta suerte de semi-reclusión en el barrio de Monserrat. El resultado que arroja el experimento entonces es claro: la parálisis, la endogamia, el repliegue. En otras palabras: la placidez.
Si lo que parece diagnosticar Monserrat es el envejecimiento del pop, la respuesta que propone no es la inevitable muerte generacional a manos de los parricidas de turno, tampoco la disolución en la euforia propia de la vanguardia tardo-adolescente de los noventa, sino una variedad melancólica, agradable, artísticamente entretenida de eutanasia.

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