lunes, 16 de octubre de 2023
ARREGLAR (2)
La casa era una casa cualquiera. De afuera parecía linda, aunque descuidada; adentro, por lo que se adivinaba, se mantenía el descuido pero había algún encanto: un living amplio, con muebles antiguos, muchos cuadros de estética campera y una cocina modernosa, efecto de algún arreglo de fines de los setenta, principio de los ochenta, posiblemente el último arreglo que la casa sufriera. Leni se acercó cuidadoso, se asomó a la ventana, dio la vuelta a la casa con precaución. De nuevo no le pasaba nada, cosa bastante obvia. ¿Qué carajo le iba pasar? Saber que Natacha se había muerto ahí era lo mismo que saber que Natacha se había muerto en algún lado y eso ya lo sabía. Todos morimos en algún lugar; ¿tiene que ver el lugar donde morimos con nosotros? La cosa variaba pero lo seguro es que no había un vínculo intrínseco. Volvía a lo que desde hacía dos días lo confortaba: a Bali no llegaba.
Se alejó un poco. Era media mañana y una mujer avanzaba con cuatro chicos atrás. Pensó en preguntarle algo, pero... ¿qué? Pasó la madre y sus -suponía-, cuatro hijos. Antes de doblar por la esquina el tercero de los nenes lo miró, una mirada cansina pero dulce y a la vez interesada, a la luz del sol mañanero, de un inusual color miel. Leni se acordó de una mirada parecida hacía muchos años: una compañerita de primaria que siempre que él hablaba de marxismo o de la revolución -”God, shame on me”- lo escuchaba con ese mismo brillo, ese mismo relampagueo de un dorado verdoso o de un verde reblandecido, amarillento, cargado de curiosidad. Eso pasaba cuando él estaba en sexto y séptimo grado. Después su compañerita terminaría cursando la secundaria a la mañana y él a la tarde, y aunque seguiría agitando el fantasma que Marx patentó en Europa a mediados del siglo XIX ya no volvería a ver ese brillo de ingenuo interés color miel nunca más. Su compañera, ya no compañerita, abandonaría su improvisada y ridícula cátedra de marxismo y se dedicaría más que nada a los chicos; tres o cuatro años después terminaría siendo secuestrada, violada y asesinada por un hijo de puta que la había levantado una madrugada en Ostende, un febrero muy caluroso de principios de los noventa. Él no había ido al entierro. No había sido cobardía, tampoco desinterés; no sabía qué había sido; no había ido.
El recuerdo de la muerte de su compañera, en la que hacía muchos años que no pensaba, lo aturdió y se le mezcló con la muerte de Natacha; eso más las ganas de comer algo lo decidió a volver al hotel. Se compró un jugo multifruta en un kiosko y volvió caminando tranquilo, disfrutando del sol y del mambo agridulce que le había traído el recuerdo de sus, bueno, “amigas”. Cuando entró al hotel se cruzó con el dueño, un tipo grandote, rubio, pelado, de ojos muy azules y expresión extraviada, que medio se le fue encima: “pibe, me pasaste un billete falso” le dijo, ansioso, agresivo. Leni tenía cero ganas de discutir pero contesto con un agrio. “¿qué?”. El rubio pelado se apuró, molesto, bravucón: “me pasaste un billete de cien trucho ayer con la cena, querido. Hacete cargo...” De nuevo, Leni no tenía ganas de discutir pero el planteo era insólito. No tenía idea si le había pasado un billete trucho o no, pero si no se lo había reclamado en el momento...¿de que carajo hablaba? “Disculpame, no tengo idea pero si te pasé un billete trucho ayer, ¿porqué no me lo dijiste ayer?...” intentó contener la bronca. “Porque me dí cuenta hoy pibe, ¿me estás cargando? Cambiame ya el billete porque llamo a la policía...” Leni dudaba entre darle un tortazo al mamerto que lo apuraba o cambiarle el billete e irse a la mierda ya mismo, para no tener quilombo, cuando de la nada apareció una chica de unos treinta años como mucho, muy linda, con los mismo ojos azules extraviados de su -suponía- padre, quien se le acercó y le susurró: “mi viejo está loco. Dale un billete y yo después te lo devuelvo...” Leni la miró confundido; la mina le guiño un ojo. Eso lo ablandó al instante: “disculpe maestro. Capaz me pasaron un billete falso y no me dí cuenta...” dijo sacando de la billetera un billete de cien y estirándoselo. El energúmeno rubio/pelado agarró el billete, se lo guardó y ni contestó. Leni buscó a la mina con su mejor sonrisa pero había desaparecido.
Confundido, molesto, entró en la pieza, se tiró en la cama, intentó leer a Onetti. Imposible, seguía aceleradísimo e indignadísimo con la escena de hacía medio segundo. Después pensó en Valeria, su amiguita de la primaria, y en Natacha. “Morfo algo y me abro un vino” decidió mientras encendía la tele y al toque se enteraba de que el fiscal Nisman iba a ir al Congreso el lunes siguiente para explicar su denuncia a la presidenta.
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