lunes, 10 de febrero de 2025

REPLEGAR (6)

Sí, por momentos sentía que le faltaba el oxígeno, por más que dentro de Aeroparque el aire acondicionado estuviera fuerte. Schepis respiró hondo y trató de calmarse. ¿Cómo carajo -ufff, si puteaba...-, sí, ¿cómo carajo había llegado ahí? Sí, bueno... de nuevo, por una mujer. Pero no, en realidad no podía ser. Algo, alguien había metido la cola. ¿El diablo? Podía o podía no ser. ¿El Diablo, los mismos alienígenas, algún servicio? ¿pero un servicio de dónde? De lo que estaba seguro es que había lago o alguien detrás. Porque toda su vida había sido mujeriego; toda su vida. Y al mismo tiempo siempre había sido el summun de la eficiencia. ¿Qué le pasaba? Vio que el mozo se acercaba y le pidió un whisky doble. Después miró el celular, faltaba poco más de media hora para el embarque. No quiso repasar los mensajes donde El Arconte lo insultaba de arriba abajo porque le resultaban demasiado deprimentes. Lo insultaba con elegancia, era cierto, y además lo echaba, con elegancia también. Dieciocho años de constancia y de esfuerzo sostenido para terminar así. ¿Y por qué? Basta, se auto-cortó Schepis y vio que por suerte el mozo le dejaba el whisky doble. Tomó un trago apurado, tomó otro, se empezó a calmar, pero apenas. No podía haber perdido todo por sexo, era infame, era infame y además ridículo, pero era infame y ridículamente cierto. Lo había perdido todo, todo su trabajo de años, la plataforma que le permitía moverse por todo el mundo, todo por... de nuevo, no valía la pena seguir. Tomó un tercer trago de whisky y levantó la vista. En la televisión un tipo elegante, un político clásico que no conocía decía que presentaba una denuncia por traición a la patria contra la yegua. Bueno, decía aunque claro, él no lo escuchaba, la televisión estaba inaudible y se enteraba por los zócalos de TN. ¿Quién sería? Ah, un fiscal, no era político, pero lo parecía, ni hablar, tenía la misma ambición, se notaba solo por la manera de vestirse. Bueno, pensó, yo me visto parecido, con la diferencia de que yo acabo de perder todo y este tipo, si aparece ahora en A dos voces, seguro catapulta al infinito. Schepis envidió a ese muñeco elegante, que tenía una sonrisa fina e incómoda, infinitamente auto-satisfactoria, y unos ojitos ladinos y traicioneros, made in familia judicial. ¿Será verdad la que está armando? La yegua es capaz de cualquier cosa, pero ¿de qué estará hablando? Ah, Irán. Ah, el memoradum. Ah, claro. Se empezaba a entusiasmar cuando le cayó un whatsupp de Marisa, que lo sacó de su paréntesis efímero en relación al descalabro en el que se debatía. Pensó en lo que le había dicho El Arconte: cortá todo contacto. Le costó, poque quería saber qué pasaba pero... ojo, si el Arconte lo había echado era lo mismo; pero lo respetaba, y sí, tenía que cortar todo contacto, porque eran las reglas, las reglas de siempre, y era lo obvio, pedazo de idiota, te dejás infilitrar y... Y además por supuesto, hablar con Marisa no le iba a aclarar nada, al contrario, lo iba a confundir más, ¿qué le iba a decir, que se enamoró de él cuando lo vio tomar café en Puerto Madero? El agobio horrible e incordioso que sentía se distendió apenas cuando pensó en Bariloche. Se acordó de la última vez que había llegado, a la mañana, casi de madrugada, y a la pureza interminable del azul del cielo. Era una sensación parecida a esa sobre la que hablaba El Arconte... el azul interminable. Que seguro se le iba a arruinar porque se iba a cruzar con... Ufff, basta, pensó Schepis, y se levantó después de un cuarto trago de whisky con el que remató el trago, para ir al baño, dudando en si pedir otro whisky o no, y entonces ahí la vio. Marisa, le sonreía con cierta preocupación y le decía que por favor tenía que hablar con él.

lunes, 13 de enero de 2025

COGER (6)

El aire acondicionado, grato por demás durante el sexo, estaba tan fuerte que ponía en tensión los pezones casi fosforescentes de Marisa, que brillaban leves pero hipnóticos en la semi-oscuridad de la pieza. Schepis suspiró y se levantó con cuidado, para no despertarla. Hacía apenas una hora que estaba en Coronel Membrillo, o sea no iba a empezar a trabajar ya mismo, pero bueno, sí, de alguna manera tenía que empezar a trabajar. Fue a la cocinita, encendió la hornalla, puso el cacharro que encontró sobre la mesada con bastante agua. La siesta -o la bajada súbita de presión más bien- en el coche del Gringo lo había hecho recargar cierta energía pero hacía unos días que Schepis pensaba que manejaba un cansancio extra, no muy entendible. Era cierto, dormía mal muchas veces, el insomnio en su vida era una presencia relativamente cotidiana, pero eso desde hacía mucho y nunca había vivido cansado, siempre había tenido energía de sobra. ¿Qué le pasaba? El agua hirvió, puso un saquito de café en una taza roja y volcó el contenido del cacharro, salpicándose apenas, corriendo la mano, dolorido y molesto. Ufff. Se acordó eso que decía Freud, que los romanos eran sabios cuando interpretaban como signo de mal aguero si un día en que tenían que tomar una decisión importante tropezaban al salir de la casa. Claro, si alguien tropieza quiere decir que, interiormente, duda. ¿Él dudaba? No sabía pero se acababa de salpicar con agua hirviendo estúpidamente. Un romano (o Freud) lo hubiera leído como un mal signo. Posiblemente esa cosa de saberse espiado, espiado, inducido y de nuevo espiado... por más que hubiera cambiado el celular, y que Tino le hubiera hecho toda una serie de maniobras... además, de nuevo, ¿porqué se lo hacían saber? La información es poder, por eso nadie da información gratuita, a menos... sí, a menos que el informante fuera tan poderoso que jugara con vos, como un científico metiendo una rata en un laberinto... Se había sentido usado otras veces, pero en esas ocasiones siempre se había dejado usar, porque al ser consciente el uso del otro era parte del juego propio, eventualmente le servía, como en una toma de judo se usa la fuerza ajena para hacer lo que uno quiere. Pero ahora no entendía nada del juego del otro, en realidad ni siquiera sabía quién era el otro y mucho menos qué quería. En fin... encendió la laptop, abrió gmail, entró al correo del Arconte. Repasó los siete nombres con cierta desazón, como si hablar con siete personas, algo que hasta hacia dos dias le resultaba híper sencillo, fuese en realidad como construir la Esfinge de Guiza y ya no con los bloques gigantescos de hace cuatro mil años sino con rastis. Y pensar que él mismo se había metido en esta trampa, si el Arconte no quería que él se hiciera cargo, si le había insistido para que no fuera y le dejara el laburo a Pablo. Con pesar sacó su celular y tipeó el primer número -una mujer de nombre Miriam- cuando apareció Marisa en el marco de la puerta, desnuda por completo, con una sonrisa que mezclaba a la perfección inocencia Y perversidad. “Disculpame, pero no me duermo profundo por lo menos hasta después del segundo orgasmo...” Schepis dudó pero medio segundo. Treinta segundos después estaba penetrando a Marisa, tironeándola del pelo, apretándole los pezones como si en los pezones encontrara alguna sustancia vital para su supervivencia; diez minutos después Marisa se retorcía y le anunciaba casi sin aire que acababa; Schepis dio seis o siete empujones y acabó también. Mientras Schepis se sacaba el preservativo y manoteaba el paquete de Parisiennes, Marisa tomó un trago largo del vaso con agua que tenía en la mesa de luz y dijo que iba al baño. Schepis asintió, ya aplacado sexualmente, o sea empezando a sentirse culposo por no activar. No, no había sido buena idea mezclar placer con trabajo; Marisa era una ninfómana y lo iba a tener de esclavo sexual, cosa que hubiera aceptado encantado en otra circunstancia pero que en este contexto... De pronto, no supo de dónde, se le presentó una intuición casi dolorosa. ¿Qué sabía de Marisa? Nada, por supuesto. ¿Sería mera casualidad que el tipo misterioso que le escribía y ella hubieran aparecido en su vida de la nada exactamente al mismo tiempo? Con celeridad agarró el celular de Marisa y lo desbloqueó al instante (Schepis tenía una memoria fotográfica y había descifrado el código de bloqueo de Marisa en realidad para hacerle un chiste). Entró en whatsupp mientras oía que Marisa apretaba el botón del inodoro y, pasmado por completo, pudo observar que el anteúltimo mensaje que ella había recibido se lo había enviado el tipo misterioso.

lunes, 23 de diciembre de 2024

MEAR (6)

El Gringo bajó del coche y se acercó, bamboleándose, a un kioskito mínimo, casi un agujero en la pared, que atendía una mujer de pelo completamente blanco y expresión extraviada. Volvió con un paquete de Parissienes, un paquete de Lucky, un paquete de maníes y una lata de medio litro de Heineken. Le pasó a Schepis el paquete de Parissienes, abrió el paquete de maníes, dejó caer unos cuantos en su gigantesca mano izquierda y enseguida con la derecha encendió el coche, después de mandar de prepo la multitud de maníes a su boca. Schepis suspiró y encendió un Parissienes, mientras más allá del vidrio de la ventanilla un perfecto cielo azul, que incluiría pero que por suerte, gracias al aire del coche excluía (para él) una dosis densa y pegajosa de calor, le producía una mínima tregua de sosiego en relación con la tensión de los últimos días, sobre todo con la desagradable sensación de saberse espiado. ¿Quién, quiénes serían? ¿Y porqué se lo demostraban? Eso era lo más raro, no tenía lógica ninguna. Pero... Lo sacó de sus cavilaciones El Gringo, que después de un trago largo a su lata de Heineken y de un eructo apagado, reprimido, le anunció: “estamos en Arroyos al 1200...” Schepis miró la puerta del departamento y dudó. ¿Daba para hacer esa aventura? Al Arconte no le había dicho nada, porque desde ya que se lo hubiera prohibido de la peor manera: “no”, hubiera sido su respuesta simple, terminante, y por más que Schepis y todo su arsenal retórico salieran al cruce no habría habido manera de convencerlo. Por eso al Gringo lo iba a dejar comprar cuantas Heineken se le ocurrieran en el camino: era un silencio bastante barato, regalado más bien. Marisa salió del pallier de su departamento charlando con el portero, despreocupada, pero pispeando, más bien pispeándolo. Claramente sabía qué vendía; más fuerte no podía estar. Lo miró y lo saludó como si recién lo viera, cuando Schepis sabía que ya lo había visto. “Hola hermoso...” Marisa entró, lo dio un beso con elegancia y sensualidad; El Gringo ya había arrancado sin antes dejarle un guiño de ojo admirativo en el espejo retrovisor. El viaje, ahora sí, empezaba. Los primeros diez minutos hablaron de boludeces, sobre todo del destino curioso al que viajaban. Marisa estaba tentada: “¿Coronel Membrillo? ¿Qué era ese pueblo?” Schepis había hecho los deberes: a fines de los setenta en la zona que terminó convirtiéndose en el lugar a dónde iban se había instalado una fábrica muy importante de alimentos. A partir de su presencia se fue articulando una suerte de pueblo informal, que hacia fines de los noventa se había convertido en un pueblo oficial: Coronel Membrillo. Lo curioso era que el dato que Schepis no había podido encontrar era por qué llevaba ese nombre tan, no sé, extravagante. Que hubiera podido rastrear, en la historia argentina no había encontrado ningún Coronel Membrillo que diera nombre a la localidad. Con un guiño de ojo y una levísima pasada de su lengua por los labios Marisa puso el epílogo al tema: “bueno, en fin, no importa. Lo que importa es la idea de zafar un rato de Buenos Aires... Me dijiste que la hostería tiene pileta ¿no?” Schepis asintió: “sí, sí. Busqué un lugar cómodo, donde pudiéramos estar tranquilos. Ya te dije, yo voy a estar yendo y viniendo...” Marisa sonrío, irónica: “sí, claro. Negocios, ¿no?” Schepis tuvo un escalofrío mínimo y pensó en la cara de desconcierto (primero) e irritación (después) del Arconte si estuviera viendo la escena. El tono de ironía de Marisa le molestó bastante, no porque tuviera la menor idea de a lo que se él iba a dedicar, por supuesto, si no, porque, a ver si terminaba pensando que era un narco o algo así, ye entonces... Siempre él, tan prolijo y eficiente, terminaba complicándose porque una mujer se le metía en el medio; o mejor dicho, porque él metía en el medio a una mujer. La idea de que las cosas podían salir mal por su propia necedad le introdujo una dosis de molestia y ansiedad. De golpe empezó a transpirar y a sentir un calor agobiante y al mismo tiempo un principio de desvanecimiento. Marisa lo notó y le preguntó si se sentía bien. Schepis balbuceó que sí, que ya se le pasaba y le pidió al Gringo que subiera el aire acondicionado. Se recostó contra el respaldo y empezó a adormecerse, mientras alcanzaba a explicarle al Gringo y a Marisa que le había bajado un poco la presión porque casi no había dormido (era verdad) y que descansaba un poco y ya estaba de nuevo con ellos. Un rato largo después abrió los ojos de golpe, atenazado por una sensación insoportable: estaba a un segundo de pillarse. Era mediodía y Marisa también se había quedado dormida: uffff. El Gringo fumaba y manejaba displicente por una ruta que no tenía idea cuál era. Schepis vio una parrilla y desesperado le pidió al Gringo que lo dejara bajar. El Gringo le dijo que estaban a escasos diez minutos de la hostería pero Schepis sentía que ya no podía contenerse más, además de quedarse dormido se iba a mear encima, Marisa iba a preferir volverse a Buenos Aires, así fuera caminando. Bajó apuradísimo mientras veía que Marisa se reincorporaba, bostezando. Casi corriendo pidió poder usar el baño y un tipo grandote, morocho y de aspecto serio le dijo que no había problema. Schepis se metió en el baño y con la orina casi surgiendo a borbotones alcanzó a desabrocharse el cierre del pantalón. Manchó apenas el azulejo del baño mientras sentía que la sensación de placidez probablemente más reconfortante de los últimos meses lo anegaba por completo. Terminada la operación, se acomodó el pantalón y salía del baño pensado en que iba a tener que remontar bastante el inicio deplorable de la cita con Marisa, cuando una anciana alta y escuálida, de ojos grises y sonrisa angustiada se le cruzó, impidiéndole pasar. “¿Necesita algo, señora?” La mujer abrió mucho los ojos y casi sollozando le dijo: “Ayudeme, por favor, usted que puede. Me quieren a abducir...”

miércoles, 20 de noviembre de 2024

ARREGLAR (6)

El Dom Perignon estaba frío pero estaba frío hasta ahí. Capaz para otro paladar estaba considerablemente frío, o incluso perfectamente frío. No para el paladar de Schepis, cuya sutileza a la hora de evaluar cualquier producto le disparaba infinidad de matices, de detalles inasibles para cualquier otro u otra. Una novia de la adolescencia, fatal estudiante de psicología, una vez le había dicho: “decí que sos bueno en la cama, porque sos una concentración de neurosis más agobiante que mi papá...” Bueno, sí, podía ser, o era. Igual, freudiana novia de juventud, la mención a tu padre... En fin, eso no se lo había dicho, pero neurosis o no neurosis, ahora él estaba en su yacuzzi degustando un extra brut (no lo suficientemente frío), y la mina,que, muy liberada etc, lo había etiquetado como un prodigio neurótico de primer orden, según podía pispear por las redes, estaba cuidando a su nieta en un departamento de Almagro de tres ambientes y lavadero integrado al balcón, soportando un vecino que escuchaba La Renga a todo volumen. El que ríe último... Encendió un Parissiens, oyó que le cayó un whatsupp y después de tomar un trago de champagne se estiró, levanto el celu y miró. Era un mensaje de Tino: “Chabón, creer o reventar pero no tengo idea de dónde salió ese mensaje. Es imposible de rastrear, por lo menos para mí. Te pido disculpas”. Mal síntoma. Tino era bueno, bueno en serio; si él no podía rastrear ese número era que quien se lo había mandado no era un boludo al azar... Cosa que de hecho ya sabía, porque el primer mensaje sobre Coronel Membrillo le había llegado unas cuantas horas antes de que se inciaran los avistamientos. La persona que le había escrito alertándolo sobre un pueblo de nombre ridículo que jamás había oído nombrar en su vida entonces podía ser dos cosas, ninguna de las dos tranquilizadora: A) un miembro de un experimento destinado a fingir la presencia de ovnis en el planeta Tierra. B) un miembro de un experimento que implicara la presencia de ovnis en el planeta Tierra. En cualquiera de los dos casos era intranquilizador. Schepis tenía sangre fría y además la absoluta convicción de que los ovnis hacía siglos, milenios más bien, visitaban su planeta, y también tenía la convicción de que a partir de cierto momento la inteligencia de EEUU decidió confundir la cosa y empezó a camouflar sus maniobras detrás de la supuesta existencia de naves alienígenas. Y una de las misiones, tal vez la central de su vida había sido investigar ese o esos fenómenos. Lo que nunca le había pasado hasta ese momento era que alguno de los implicados en ese o en esos fenómenos se comunicaran personalmente con él, lo que era además bastante incómodo, porque siempre había sabido que para hacer ese trabajo en serio había que tener cero exposición mediática o pública. “¿Una joda o una vendetta de Karina?”, se le pasó un segundo por la cabeza No, imposible, Karina sabía poco y nada y además ¿de dónde iba a sacar un hacker que le pudiera mandar un whatsupp imposible de rastrear por Tino? No, la cosa iba definitivamente en serio. Apuró el vaso de Dom Perignon y se sirvió una tercer copa, mientras notaba que le caía un nuevo wahtsupp, esta vez del Arconte, que decía, casi como si todos a su alrededor se hubieran complotado para tratar en ese momento el mismo tema: “¿te parece mandar a Pablo a Coronel Membrillo? Si me das el Ok le aviso y mañana temprano está allá.” Schepis no dudó medio segundo. No podía mandar a Pablo, que era bueno pero estaba demasiado verde. Tenía que ir él; todo era demasiado sospechoso. Apagó el cigarro, salió del jacuzzi, se secó apurado, remató la tercera copa de extra brut, se sirvió una cuarta y le mandó un audio al Arconte, explicándole la situación y sus sospechas. El arconte le contestó con un lacónico “no, tiene que ir Pablo”. Schepis suspiró, molesto, mientras que notaba que le caía un mensaje de Marisa. En cualquier otra circunstancia hubiera levantado el mensaje de Marisa al instante pero en ese momento estaba demasiado tenso. Le mandó un audio al Arconte, no muy largo (tres minutos quince) pero sí preciso y bien claro explicándole la situación. Desde que lo recibió el Arconte se puso a escucharlo (lo veía en línea y enseguida las ondas se de emisió y recepción azularon) mientras notaba que recibía un segundo mensaje de Marisa y por último una foto. Pero ni siquiera la foto logró distraer a Schepis del tema que lo ocupaba. El Arconte por toda respuesta le respondió: “en serio que no sé... si esto es así como decís... no sé... sos demasiado valioso para exponerte...” Schepis tomó aire, encendió un nuevo Parissiens, remató la cuarta copa de champagne y en un audio de dos minutos tres segundos mandó una explicación hiper convincente, partiendo de la respuesta del Arconte, de por qué debía ir él. El Arconte esta vez le contestó con un audio: “Schepis, hijo de puta, deberías ser abogado. Dale, vas vos pero te mando al Gringo para que te cubra las espaldas...” Schepis, satisfecho aunque al mismo tiempo inquieto, puso un pulgar alzado para indicar su conformidad y pretendía meterse en el chat con Marisa cuando le cayó un mensaje del perfil negro: un pulgar alzado parecía felicitarlo irónicamente por su decisión.

miércoles, 6 de noviembre de 2024

DORMIR (6)

La luz del sol agobiaba. Schepis sacó sus gafas y se las puso. Estaba en el balcón de la casa de su amigo, que razonablemente dormía. La mañana era hermosa: el cielo, de un azul perfecto y solemne, parecía ser el del día de la Creación; el río brillaba iridiscente, encantador y tímido; el único fondo sonoro era el canto de los pájaros, suave, discreto, por momentos hipnótico. Pero qué padecimiento el insomnio. Insoportable. Y cada año era peor; en el 2014 llegó a pasarse tres días seguidos sin dormir por lo menos diez veces. Bueno, en este 2015 ya era la segunda vez que alcanzaba las cuarenta y ocho horas. Lo peor era la absoluta incomprensión del origen. Sí, a veces alguna cuestión puntual disparaba el laberinto de su cabeza, algún problema específico que como un torniquete presionaba sobre su cerebro y lo llevaba a una fiebre de vigilia intolerable, pero muchas veces no, todo estaba en perfecta calma, como esa mañana silenciosa de una tranquilidad azul y mineral. ¿Cómo se explicaba? ¿Qué disparaba ese mecanismo tan nocivo? Era verdad que Schepis, siguiendo el aforismo niezstcheano de “lo que no me mata...” había muchas veces logrado invertir la carga y convertir el insomnio en una posibilidad, en una maximización del tiempo de trabajo. Era verdad pero esa verdad no era verdad siempre, y por lo menos la mitad de las veces lo único que aparecía era el tedio, la frustración, el cansancio. Y en esa oportunidad estaba en esa sintonía. Había intentado escribir algo, investigar algo, leer algo: imposible. Schepis estaba por acercarse a la cocina para hacerse un té o un café, no tanto por tomarse un té o un café sino por llenar el vacío con un gesto, o con una serie de gestos, cuando escuchó que le cayó un whatsupp. Raro, eran las cinco y media de la mañana. Se asomó al celu y notó dos cosas: una, que el mensaje era una foto; dos, que el mensaje se lo había mandado Marisa, la encantadora muñequita adúltera que había conocido hacía un día y medio en aquel restaurant de Puerto Madero que no se acordaba cómo se llamaba, con la que todavía no se había encontrado pero que posiblemente se encontrara esa noche. Excitado, se zambullo casi sobre el whatsupp y encontró lo que suponía: una hermosa selfie de Marisa desnuda de la cintura para arriba exhbiendo sus maravillosos senos. La erección fue instantánea. Apurado se metió en el baño, se bajó los pantalones y sacó una foto a su miembro, plenamente erecto, que envió enseguida con un mensaje: “un adelanto de lo que te espera esta noche”. No esperó la respuesta de Marisa (veía que le estaba mandando un audio) y sin perder un segundo empezó a masturbarse a toda velocidad. Eyaculó en menos de un minuto y aliviado sintió que todo el cansancio acumulado de golpe se derrumbaba sobre él. Bostezó, se limpió el semen, se lavó las manos y decidió aprovechar el impulso y meterse ya mismo en la cama para dormir al menos dos o tres horas. Abría la puerta del cuarto de huéspedes cuando le cayó un nuevo whatsupp. Aunque no quería distraerse, por cortesía hacia Marisa, que le había regalado un orgasmo y de paso la posibilidad de dormir, decidió ver qué le decía. Pero no era un audio y tampoco era de Marisa (que de hecho, por lo que veía seguía grabando su audio). El mensaje era un texto del tipo (o mujer) que tenía un perfil todo negro y que le había escrito en el mismo momento en que conocía a su nueva amiga en el restaurant de Puerto Madero cuyo nombre no recordaba. El texto decía: “che, todavía no me respondiste si conocés o no Coronel Membrillo...”

lunes, 30 de septiembre de 2024

ZAFAR (6)

El mozo no traía la cuenta y Schepis estaba cada vez más inquieto. Era una neurosis que traía de chiquito: la intolerancia ante la irresolución. Todo tenía que resolverse rápido, rápido y ya. Las cosas tenían que redondearse al instante o no redondearse y listo, se abandonaban y chau... Bueno, ahí el mozo traía la cuenta, entonces ok, genial. Pero de golpe el morocho se desviaba y de refilón Schepis notaba que en la bandeja no traía su cuenta sino tres chops (ahora les decían pintas) de cerveza, dos rubias, una negra. Uffff. Miró el celular. Cuatro whatsupp: de Mamá, de Bety, de Tino y de un numero desconocido. No le prestó atención a ninguno, ninguno le interesaba. Solo esperaba el mensaje de Pablo, el mensaje providencial que lo desligara del desastre potencial en el que lo habían metido. Bueno, ahí el morocho traía por fin la cuenta, Schepis le pagó en efectivo y se percató de que en realidad su ansiedad por pagar no era su tradicional ansiedad por pagar, era la ansiedad porque llegara el mensaje de Pablo, porque después de pagar seguía igual de ansioso. Se puso a pensar cómo carajo -uf, si puteaba, aunque fuera mentalmente, estaba mal en serio-, cómo carajo -recalcó- había terminado formando parte de esa jugada, que de kilómetros se veía que iba a ser desastrosa. Bueno, claro, sin querer sonar tanguero, pero había terminado en esa jugada por una mujer. Bueno, una mujer como la que lo miraba, fijo, desde la mesa de enfrente, una rubia atractiva, con unos pechos que le desbordaban desde el escote y que al desborde de pechos le sumaba una sonrisa irónica, perversa, claramente dirijida a él. A Schepis empezó a sentir una erección pero hasta ahí, sabía que no iba a poder relajarse y tener sexo con nadie si Pablo no le escribía avisándole que había resuelto el tema. Igual, qué fuerte estaba la rubia, y qué ojitos le tiraba, ya tenía la erección al 100%, Pablo o no Pablo. Le guiñó un ojo a la rubia y la rubia se rió apenas, también le guiño el ojo, tomó un trago de lo que parecía un martini y recibió a su acompañante, que al parecer volvía del baño. Schepis pensó, ya definitivamente envalentonado, que bueno, si zafaba o no, vería, pero que a la rubia se la llevaba a la cama sí o sí, cuando le llegó un whatsupp, no de Pablo, sino de Julián, el novio de Pablo: “listo, tigre, hablé con Karina, tema resuelto”. La alegría de Schepis en ese momento era difícil de calibrar. En apenas minutos, tal vez segundos, se había sacado un problema que le había quemado la cabeza dos semanas seguidas y al mismo tiempo, casi como para festejar, tenía un encantador bomboncito adúltero que le hacía todos los guiños para irse con él, por ahí otro día, por ahí, ja, ahí mismo. ”Amo mi vida”, pensó Schepis, y para confirmar ese amor ya le iba a pedir al mozo un champagne, o algo para celebrar y de paso reacomodar todo en vistas a ver cómo se terminaba llevando con la rubia, que jaja, cuando su acompañante se distraía medio segundo no dejaba de regalarle sonrisitas efímeras y perversas. Ya relajado con la resolución del desastre de Pablo y su gente y con el sexo con la rubia en la cabeza, por cumplir con su deber filial iba a revisar el mensaje que le había mandado su madre, pero entró a whatsupp y le llamó la atención el mensaje del desconocido, más que nada porque la imagen de su perfil era toda negra. Entró y leyó: “ Schepis, ¿conocés un pueblo de la provincia de Buenos Aires que se llama Coronel Membrillo?”

domingo, 15 de septiembre de 2024

REPLEGAR (5)

El grito de la mina partió la tarde en dos: algo decía pero El Laucha ni lo registró. Se subió a la moto, acelero a fondo (se habían agregado un par de gritos masculinos, que tampoco se molestó en entender) y en cinco, seis, siete minutos estaba en la cuevita. Así le decían cuando eran chicos a un refugio en las afueras del pueblo que habían construído cuando no tenían nada (ja, ¿ahora tenía algo?) juntando cosas de cualquier lado, sillas destruidas, radios viejas, licores olvidados en armarios de tías indiferentes u odiadas. Era cierto, él no lo había construído, había llegado un poco más tarde, bastante más tarde, pero había colaborado a full. Estaba empezando a caer el sol pero el calor era inaguantable, sobre todo por el disfraz que el viejo Podestá le había sugerido: borcegos con una plataforma mínima de treinta centímetros, una campera negra de tela de avión llena de almohadones, casco y anteojos oscuros, bien de yuta. Resultado: el testigo eventual del laburo iba a describir como sicario a un gordo grandote. El Laucha, que medía un metro cincuenta y pesaba cincuenta y tres kilos (y que además ya estaba legalmente muerto) se había convertido, por un rato, en El Oso o en El Gorila. Era vivo, vivo en serio El viejo. Frenó la moto, sacó el celular y mandó al instante un whatsupp: “2 listo”. Después manoteó una lata de birra que tenía preparada y que, obvio, estaba tibia tirando a caliente, asquerosamente caliente en realidad. “El último tirón. Ja, en realidad el último tiro. Solo falta el garca de Alayo...” Calculaba que en dos minutos a más tardar le iba a llegar la dirección donde estaba y listo, pum, lo bajaba y como dijo El viejo: “ataque y repliegue. O sea, te cargás a estos tres giles y te vas para Buenos Aires, donde te esperan las ciento cincuenta lucas gringas que te faltan. Y encima después, Mickey... encima después...” ¿Sería verdad? El viejo nunca le había mentido, entonces, ¿por qué dudar? Pero habían pasado tres minutos y el mensaje no llegaba. Raro. De golpe, de la nada en realidad, El Laucha se puso a pensar que ese lugar, “la cuevita”, donde hacía muchos años que no estaba, había sido el único testigo de su primer homicidio. Había sido por una boludez: habían estado escabiando varias birras con el gordo Miguel, cagándose de risa el principio, pero al gordo Miguel el escabio le pagaba para el orto, se ponía muy agresivo, y en un momento empezó a querer zarparle un reloj que El Laucha le había choreado a un pendejo de su colegio. El Laucha, entre risas al principio, le había dicho que no, pero el gordo se había puesto denso mal y en un momento la cosa se complicó, el gordo era mucho más grande que él y se le había tirado encima, El Laucha había manoteado un cuchillo y le cortó -limpito- el cuello, el forro del gordo ni alcanzó a pestañear y se derrumbó y se desangró en segundos, todavía escuchaba cómo escupía sangre e intentaba decir algo, andá a saber qué. El laburo que había sido arrastrarlo, rememoraba El Laucha cuando de golpe sintió un escalofrío, alguien lo estaba mirando, estaba seguro. ¿Sería El Negro? Porque después de degollar al gordo Miguel había visto al Negro por primera vez, Dios, la puta madre. Giró la cabeza y se llevó la mano al crucifijo. Alguien lo estaba mirando pero no era El Negro, por suerte. Era un tipo alto, con cara de aturdido, que lo miraba pero parecía mirar más allá de él. ¿Un gil dado vuelta de escabio o de falopa? Parecía eso, y parecía más de falopa que de escabio. El Laucha le iba a preguntar qué carajo le pasaba cuando le pareció que al chabón lo conocía. ¿De dónde? Y de golpe se dio cuenta: el chabón era muy parecido a uno de los faloperos porteños, no al dueño de casa, Nacho, al otro. Pero es que no era muy parecido, era idéntico. El Laucha respiró hondo, muy tenso, cuando escuchó el sonido del whatsupp. Miró: “San Martín 283. Entrá por el patio de atrás.” El Laucha tomó aire todavía paranoico y arrancó la moto y salió a todo lo que da sin mirar atrás, sin querer mirar. “Odio los muertos, la puta madre...” Llegó a San Martín 283 de toque, frenó en la vereda de enfrente. Una mina salía a las puteadas de la casa donde estaba -supuestamente- Alayo. El Laucha tenía la itaka encanutada en un paraguas. Se bajó de la moto paraguas en mano y empezó a cruzar la calle. Por la ventana vio que Alayo estaba ahí, casi como en un tiro al blanco. Listo, ni tenía que trepar. Dio dos pasos más, sacó la itaka del paraguas y apuntó. Se llevó la mano al crucifijo y pidió “Barbudo, dame puntería...”, pero ahí algo le falló. El Barbudo, perdón, Jesucristo, como le había enseñado su madre, le había dado ya puntería dos veces. ¿Le daría una tercera? Eso lo hizo dudar un segundo. Después apuntó y apretó el gatillo, pero ya mientras apretaba el gatillo se daba cuenta de que por alguna causa Alayo se había agachado.

lunes, 9 de septiembre de 2024

COGER (5)

El Laucha se sirvió el penúltimo trago de blue label y se puso a repasar la situación mientras esperaba que las trolas llegaran. Las instrucciones eran sencillas: tenía que dejar en claro a un par de personas que estaba metido en un quilombo de aquellos y que le quedaba poco margen. Después armaban la escena y listo, se moría. Acto seguido, la movida Alayo. ¿Y después? Ni idea, pero El Viejo le prometía el paraíso. Al Laucha todavía le parecía irreal, pero viniendo del Viejo cualquier cosa podía ser. Por eso las trolas: había que festejar. El núcleo duro de Alayo era él y cinco tipos: Uriarte, El Lungo, Picapiedra, Quico y Chocolate. Los demás eran mulos y desaparecido ese núcleo duro se iban a desperdigar por ahí. El viejo Podestá le había dicho que a él le tocaba encargarse de Quico, de Picapiedra y de Alayo, quienes iban a estar en los tres lugares que el Viejo le anunciaría medio segundo antes de empezar la jugada. Era un raid frenético: tres asesinatos en no más de quince minutos. Pum, pum y pum. Termas Blancas era un pueblo chico y con la moto era fácil, sobre todo si ninguno de los tres, como se suponía, se esperaba el corchazo que se les venía. Podestá le había dado el arma, una itaka nuevita, porque no quería errores, “a estos me los borrás del mapa sí o sí...” En ese momento sonó el timbre. El Laucha ya estaba bastante borracho y se levantó algo cansino, de hecho mientras apoyaba la mano en el picaporte se le pasó por la cabeza que en realidad no tenía ganas de coger y que había llamado a las trolas mecánicamente, pero ya era tarde, en fin. Las trolas pasaron sonriéndole, piropeándolo, histeriqueándolo pero tranquilas, manoseándolo apenas. Tenían buena actitud, se tomaban en serio su laburo; eso era para respetar, odiaba las putas desganadas. Eran una pendeja petisa muy tetona, de corte stone y labios muy gruesos y una pelirroja más alta, hiper pintada, sin mucha teta pero con un culo soberbio. El Laucha empezó a entrar en clima mientras sentía que la pija se le enderezaba a la velocidad de la luz. “Ja, y pensar que hace medio minuto hubiera preferido seguir solito con el blue label”, pensó mientras le metía la mano en el escote a la petisa y le zarandeaba las gomas. Dos minutos después estaban los tres en pelotas (salvo la pelirroja, que vaya uno a saber por qué nunca se terminó de sacar el corpiño) y media hora después El Laucha se derrumbaba sobre el sillón, después de haberle acabado en la boca a la morocha mientras le metía la lengua en el culo a la pelirroja. “Papito, sos un campeón” le dijo la morocha, cariñosa, mientras le acariciaba el pecho. El Laucha de pronto sintió que le bajaba la presión, o algo parecido, se sentía muy cansado. “Papi, ¿te sentís bien?” le preguntó la morocha, con una preocupación sutil, incipiente. El Laucha hizo fuerza y se reincorporó. “Sí, tranqui, estoy bien...dame un minuto...” dijo, se levantó, y medio mareado se metió en el baño, después de manotear el celular, que había quedado en la mesa. El Laucha casi se cayó sobre el inodoro y trato de hacer foco sobre el celu mientras empezaba a mear y cagar al mismo tiempo. Tenía un mensaje de su ex, que le decía que hacía tres semanas que no veía a Franco, su hijo y le pedía que se quedara la noche siguiente con él. El Laucha empezó a sentirse mejor, ya no tan mareado, y con la beatitud post-garche y semi-etílica que tenía iba a contestar con un parco “ok”, cuando le llegó un mensaje del Viejo: “Mickey, estamos, te morís mañana a la noche...”

domingo, 1 de septiembre de 2024

MEAR (5)

Era el viejo Podestá, no había dudas. Hasta el último segundo El Laucha había pensado que podía ser cualquier cosa, no sabía bien qué, pero en serio que le parecía demasiado, ¿fingir su propia muerte, con certificado de defunción y todo? Pero bueno, ahora lo tenía adelante y no, ni a palos; era el viejo Podestá, cigarro en mano (cigarro que fumaría tres o cuatro veces y que apagaría poco después de haber despachado la mitad), copita mínima de whisky en la otra, con su eterno aspecto de Profesor Lambetain y su sonrisa cáustica, despectiva, fríamente tanguera. “Mickey querido.... Sentate, tomate un escocés con un colega de Lázaro...” El Laucha bajó la cabeza, respetuoso, y estiró la mano: “Don Podestá... qué... qué gran noticia. En serio...” Podestá sonrió desgarbado y estrechó la mano del Laucha, con esa extraña energía sutil que manejaba y que implicaba un uso mínimo de la fuerza y un efecto máximo de potencia en el receptor. Con un giro de cabeza le hizo entender al pibe bien lookeado que sacara la botella de Old Smuggler de la mesa y que trajera otra bebida, un Johny Walker etiqueta azul sin abrir, blue label que, recordó El Laucha, a lo largo de más de dos décadas le había convidado solo tres veces, después de las tres movidas mejor hechas con Podestá en la que El Laucha había participado, de hecho las tres mejores movidas de su vida. ¿Y Podestá ya le servía una copa de etiqueta azul antes de haber hecho nada? El Laucha sonrió en su interior: “acá me están empaquetando de lo lindo o va a haber guita grande pero grande en serio...”. “Mickey, seguís rápidito y preciso para el gatillo, me quiero imaginar...” afirmó/preguntó Podestá mientras abría la botella y le servía su medida en un vaso de plástico. El Laucha asintió, respetuoso, mientras sorbía un trago -ufff, qué delicia-, del blue label. “Obvio, Don Podestá. Rapidito y preciso. Como siempre...” Podestá asintió también, respetuoso también, aunque reflexivo, se notaba, como si algo en su interior lo hiciera dudar de seguir adelante con El Laucha, o eso al menos le pareció a este último. “Bueno, te tengo no sé si el laburo de tu vida pero un laburazo. Doscientas mil lucas gringas por bajarte tres tipos... ¿te va?...” El Laucha dio un segundo trago al blue label y pensó que estaba entrando al mejor de los mundos: ¿doscientas mil lucas gringas? Ja, por esa guita se bajaba medio Termas Blancas. Pero también era obvio, Podesta estaba tercerizando y entonces, ¿cuánto le quedaría a él? Igual, no había otra respuesta: “obvio, estoy. Estoy de una. ¿Quiénes son los futuros tres fiambres?.” Podestá sonrió con ironía. “¿Te suena un tal Alayo y su gente?” El Laucha abrió los ojos desmesuradamente y casi gritó: “¿Alayo y su gente? Y después qué hago, me guardo en la luna...?” Podesta tomó un trago y sonrió de nuevo, dejando un suspenso bastante teatral en el aire: “Mickey. ¿Vos te acordás por qué te empecé a decir Mickey, no?” El Laucha asintió, seguro, se acordaba perfectamente. “Porque sos chiquito, flaquito, escurridizo, es cierto, pero vos no sos una laucha. Vos tenés estilo. A tu manera lumpen, pero tenés estilo. Entonces si sos una laucha sos una laucha internacional, como Mickey...” El Laucha sonrió, íntimamente satisfecho. Podesta dejó el vaso, apagó el cigarro y apoyó los codos sobre la mesa, acercándose, dándole seriedad máxima al tema: “Mickey, si vas para adelante estás metiéndote en una movida muy grande. Una gente de afuera me contactó para que les limpie toda esta zona. Y lo voy a hacer. Pero después la cosa sigue. Entonces necesito que después de esta jugada te vengas conmigo...” El Laucha no podía más con la emoción y casi se bajó la medida de blue label para controlarla: “Don Podestá... desde ya... yo estoy con usted, obvio, de una... El tema es cómo hago para zafar si me cargo a Alayo y a su gente...?” Podestá se apoyó contra el respaldo de la silla, aminorando la tensión. “Olvidate. Te vas a morir, pero te vas a morir como me morí yo. O sea, en un par de días nadie te va a buscar, hayas hecho lo que hayas hecho, porque va a estar legalmente muerto, como estoy desde hace cinco años”. El Laucha sintió lo mismo que si se hubiera ganado el Prode, la lotería y el quini 6 todo junto. Era increíble. Pero por supuesto, no había que demostrar mucho, aunque algo sí. “Don Podestá, es un honor inmenso. En serio, muy inmenso...” Podestá apuró el blue label y se levantó. “Mickey, no me vengas con flores, dale. Tengo que ir a mear, y es una de las cosas más importantes que hago. Mear. Mañana te mando el detalle de todo. Piru, que termine el whisky y abrile...” Podesta le dio la mano y se levantó para salir de la pieza donde estaban. El Laucha, eufórico con la propuesta, de pronto tuvo una especie de audacia repentina, que sabía que le podía costar carísimo pero que no pudo reprimir: “Don Podestá... le puedo hacer una pregunta...” Podestá lo miró serio pero curioso, y levantó las cejas, en asentimiento tácito. “¿Por qué hace todo lo que hace, si vive como vivo yo, que soy un muerto de hambre...?’” Podestá al principio lo miró glacial y El Laucha se maldijo pero apenas, porque al mismo tiempo sabía que tenía que intentar despejar ese misterio, aunque la cosa terminara mal. Podestá sonrió, cómplice y le guiño un ojo: “¿ves por qué te puse Mickey. Dale, Piru, abrile y que se lleve la botella de blue label...”

domingo, 25 de agosto de 2024

ARREGLAR (5)

El bar Asturias estaba silencioso. De hecho, cosa rara, no había nadie, solo un pendejo bien lookeado, con ropa deportiva que costaba una fortuna, que cabeceaba siome delante de un café doble que se resignaba a enfriarse seguramente desde hacía un rato largo. El Laucha pensó que si no estuviera en la que estaba lo engatusaba con alguna historieta y le pelaba hasta los calzones, de última si tenía que amordazar a algún hijo de puta le servían. Pero no, no estaba para chiquitaje, el viejo Podestá era el viejo Podestá. Lo fue siempre, pero ahora que sabía que había fingido su muerte y todos se la habían comido, bueno, en fin, no alcanzaban los sombreros de una sombrería para sacarse el sombrero, como decía justamente el viejo. ¿Por qué carajo habría fingido su muerte? Difícil de saber. Podestá era un misterio, el único de los pesados que había conocido que realmente no tenía idea de para quién o para qué jugaba. El escabio le gustaba pero apenas, en su justa medida; a las minas no les daba bola, a la falopa tampoco; ¿la guita?, supuestamente le encantaba pero El Laucha se daba cuenta de que en el fondo, muy en el fondo no laburaba por la guita, si vivía como un indigente, o casi. ¿Y entonces... ¿por qué laburaba? Porque además laburaba groso, a otro nivel. ¿Por qué? ¿Para qué? Vicente, el dueño del Asturias, saludó al Laucha con un gesto de cabeza cansino y se rascó el ojo izquierdo, desganado. “Qué hacés, Laucha, ¿qué querés...?” preguntó con voz sepulcral. El Laucha pidió un tostado y una Quilmes. Vicente asintió y encendió un Parisiennes. El Laucha se sentó en una mesa en la que la luz de sol entraba por el ventanal, se arrepentiría en breve, la mañana amenazaba calor duro, pero bueno, a él le gustaba el sol. Vicente le trajo la birra y el tostado, El Laucha dio un mordisco al tostado, se tomó un trago de birra y miró el celular: nueve y tres minutos. Rarísimo, Podesta era la puntualidad en persona, de hecho hubiera esperado entrar y encontrarlo de toque, disfrazado por supuesto, pero reconocible para él, acomodándose los anteojos, leyendo de costado el diario. El Laucha empezó a dudar. ¿Y si era una cama? ¿Podía ser tanta mala suerte junta? ¿Dos camas en la misma semana? Por acto reflejo con la mano izquierda acarició la culata del fierro y con la derecha remató de un trago larguísimo la birra, mientras observaba alrededor. Estaba todo calmado, pero en un punto, sí, estaba demasiado calmado. Era raro que a esa hora en el Asturias solo estuviera ese pendejo. Por la calle pasaba una morocha de veintipocos años hablando por el celular a los gritos y un taxi a velocidad normal. El Laucha vio cómo el tachero doblaba a la izquierda, distraído, silbando, con cara de gil, mientras se concentraba en oír cada palabra de la conversación, por lo menos de lo que decía la morocha, cuando se le despertaba la paranoia el instinto de conservación lo llevaba a una capacidad hipertrofiada para captar cualquier movimiento o sonido de su entorno: en principio todo parecía normal. En la vereda de enfrente no había nadie; Vicente estaba adormecido, mirando vagamente la televisión, donde había un partido de basquet, o algo así, era claro que si había una cama para él no estaba enterado, juraría que por el sonido del bar adentro no había nadie más que ellos. Bueno, pero podían reventar el bar en medio segundo, cayendo de todos lados, no tenía por qué estar nadie en el Asturias, de hecho hacía tres días le había pasado eso. De golpe un tipo alto, muy rubio, casi albino, vestido de paisano pero con zapatillas Nike, entró de prepo, medio tambaleándose. Se acercó a Vicente, que salió enseguida de su abulia e hizo foco en el grandote. “Éste es el bar La Coruña?” preguntó casi gritando con un tono irónico, mal actuado. El Laucha se dio cuenta de que el albino estaba fingiendo la borrachera, casi podía jurarlo. Qué pelotudo, había caído de una ratonera, cómo carajo no le había pedido al que supuso Podestá mayores datos para corroborar quién era. “Laucha, pedazo de siome, dos camas en tres días, la puta madre, qué carajo te pasa...” se autorecriminó. Vicente ya le contestaba al albino que ese bar era el Asturias y que bajara la voz porque si no le iba a tener que pedir que se fuera. El Laucha se levantaba ya, con la mano en la culata del fierro, para salir ya mismo a ver si zafaba, y si no lograba salir a tiempo, bueno, lo de siempre, cuando sorpresivamente el chetito que estaba cabeceando medio dormido se levanto de la nada y se le cruzó, sonriendo irónico. “Hijo de puta”, pensó El Laucha y ya estaba por arrancar la nueve cuando notó que el pendejo le hacía una seña de que bajara un cambio. “Me parece que tenés que arreglar un asuntito con un viejo amigo tuyo, ¿no?...” El Laucha se quedó petrificado. El pendejo, que ahora notaba que no era tan pendejo, le guiñó un ojo. “Quedate tranquilo. Teníamos que chequear que estuvieras solo. Vení, tu amigo te espera, Mickey...” le dijo y encaró para la puerta.