miércoles, 20 de noviembre de 2024
ARREGLAR (6)
El Dom Perignon estaba frío pero estaba frío hasta ahí. Capaz para otro paladar estaba considerablemente frío, o incluso perfectamente frío. No para el paladar de Schepis, cuya sutileza a la hora de evaluar cualquier producto le disparaba infinidad de matices, de detalles inasibles para cualquier otro u otra. Una novia de la adolescencia, fatal estudiante de psicología, una vez le había dicho: “decí que sos bueno en la cama, porque sos una concentración de neurosis más agobiante que mi papá...” Bueno, sí, podía ser, o era. Igual, freudiana novia de juventud, la mención a tu padre... En fin, eso no se lo había dicho, pero neurosis o no neurosis, ahora él estaba en su yacuzzi degustando un extra brut (no lo suficientemente frío), y la mina,que, muy liberada etc, lo había etiquetado como un prodigio neurótico de primer orden, según podía pispear por las redes, estaba cuidando a su nieta en un departamento de Almagro de tres ambientes y lavadero integrado al balcón, soportando un vecino que escuchaba La Renga a todo volumen. El que ríe último...
Encendió un Parissiens, oyó que le cayó un whatsupp y después de tomar un trago de champagne se estiró, levanto el celu y miró. Era un mensaje de Tino: “Chabón, creer o reventar pero no tengo idea de dónde salió ese mensaje. Es imposible de rastrear, por lo menos para mí. Te pido disculpas”. Mal síntoma. Tino era bueno, bueno en serio; si él no podía rastrear ese número era que quien se lo había mandado no era un boludo al azar... Cosa que de hecho ya sabía, porque el primer mensaje sobre Coronel Membrillo le había llegado unas cuantas horas antes de que se inciaran los avistamientos. La persona que le había escrito alertándolo sobre un pueblo de nombre ridículo que jamás había oído nombrar en su vida entonces podía ser dos cosas, ninguna de las dos tranquilizadora: A) un miembro de un experimento destinado a fingir la presencia de ovnis en el planeta Tierra. B) un miembro de un experimento que implicara la presencia de ovnis en el planeta Tierra. En cualquiera de los dos casos era intranquilizador. Schepis tenía sangre fría y además la absoluta convicción de que los ovnis hacía siglos, milenios más bien, visitaban su planeta, y también tenía la convicción de que a partir de cierto momento la inteligencia de EEUU decidió confundir la cosa y empezó a camouflar sus maniobras detrás de la supuesta existencia de naves alienígenas. Y una de las misiones, tal vez la central de su vida había sido investigar ese o esos fenómenos. Lo que nunca le había pasado hasta ese momento era que alguno de los implicados en ese o en esos fenómenos se comunicaran personalmente con él, lo que era además bastante incómodo, porque siempre había sabido que para hacer ese trabajo en serio había que tener cero exposición mediática o pública. “¿Una joda o una vendetta de Karina?”, se le pasó un segundo por la cabeza No, imposible, Karina sabía poco y nada y además ¿de dónde iba a sacar un hacker que le pudiera mandar un whatsupp imposible de rastrear por Tino?
No, la cosa iba definitivamente en serio. Apuró el vaso de Dom Perignon y se sirvió una tercer copa, mientras notaba que le caía un nuevo wahtsupp, esta vez del Arconte, que decía, casi como si todos a su alrededor se hubieran complotado para tratar en ese momento el mismo tema: “¿te parece mandar a Pablo a Coronel Membrillo? Si me das el Ok le aviso y mañana temprano está allá.” Schepis no dudó medio segundo. No podía mandar a Pablo, que era bueno pero estaba demasiado verde. Tenía que ir él; todo era demasiado sospechoso. Apagó el cigarro, salió del jacuzzi, se secó apurado, remató la tercera copa de extra brut, se sirvió una cuarta y le mandó un audio al Arconte, explicándole la situación y sus sospechas. El arconte le contestó con un lacónico “no, tiene que ir Pablo”. Schepis suspiró, molesto, mientras que notaba que le caía un mensaje de Marisa. En cualquier otra circunstancia hubiera levantado el mensaje de Marisa al instante pero en ese momento estaba demasiado tenso. Le mandó un audio al Arconte, no muy largo (tres minutos quince) pero sí preciso y bien claro explicándole la situación. Desde que lo recibió el Arconte se puso a escucharlo (lo veía en línea y enseguida las ondas se de emisió y recepción azularon) mientras notaba que recibía un segundo mensaje de Marisa y por último una foto. Pero ni siquiera la foto logró distraer a Schepis del tema que lo ocupaba. El Arconte por toda respuesta le respondió: “en serio que no sé... si esto es así como decís... no sé... sos demasiado valioso para exponerte...”
Schepis tomó aire, encendió un nuevo Parissiens, remató la cuarta copa de champagne y en un audio de dos minutos tres segundos mandó una explicación hiper convincente, partiendo de la respuesta del Arconte, de por qué debía ir él. El Arconte esta vez le contestó con un audio: “Schepis, hijo de puta, deberías ser abogado. Dale, vas vos pero te mando al Gringo para que te cubra las espaldas...” Schepis, satisfecho aunque al mismo tiempo inquieto, puso un pulgar alzado para indicar su conformidad y pretendía meterse en el chat con Marisa cuando le cayó un mensaje del perfil negro: un pulgar alzado parecía felicitarlo irónicamente por su decisión.
miércoles, 6 de noviembre de 2024
DORMIR (6)
La luz del sol agobiaba. Schepis sacó sus gafas y se las puso. Estaba en el balcón de la casa de su amigo, que razonablemente dormía. La mañana era hermosa: el cielo, de un azul perfecto y solemne, parecía ser el del día de la Creación; el río brillaba iridiscente, encantador y tímido; el único fondo sonoro era el canto de los pájaros, suave, discreto, por momentos hipnótico. Pero qué padecimiento el insomnio. Insoportable. Y cada año era peor; en el 2014 llegó a pasarse tres días seguidos sin dormir por lo menos diez veces. Bueno, en este 2015 ya era la segunda vez que alcanzaba las cuarenta y ocho horas. Lo peor era la absoluta incomprensión del origen. Sí, a veces alguna cuestión puntual disparaba el laberinto de su cabeza, algún problema específico que como un torniquete presionaba sobre su cerebro y lo llevaba a una fiebre de vigilia intolerable, pero muchas veces no, todo estaba en perfecta calma, como esa mañana silenciosa de una tranquilidad azul y mineral. ¿Cómo se explicaba? ¿Qué disparaba ese mecanismo tan nocivo? Era verdad que Schepis, siguiendo el aforismo niezstcheano de “lo que no me mata...” había muchas veces logrado invertir la carga y convertir el insomnio en una posibilidad, en una maximización del tiempo de trabajo. Era verdad pero esa verdad no era verdad siempre, y por lo menos la mitad de las veces lo único que aparecía era el tedio, la frustración, el cansancio. Y en esa oportunidad estaba en esa sintonía. Había intentado escribir algo, investigar algo, leer algo: imposible.
Schepis estaba por acercarse a la cocina para hacerse un té o un café, no tanto por tomarse un té o un café sino por llenar el vacío con un gesto, o con una serie de gestos, cuando escuchó que le cayó un whatsupp. Raro, eran las cinco y media de la mañana. Se asomó al celu y notó dos cosas: una, que el mensaje era una foto; dos, que el mensaje se lo había mandado Marisa, la encantadora muñequita adúltera que había conocido hacía un día y medio en aquel restaurant de Puerto Madero que no se acordaba cómo se llamaba, con la que todavía no se había encontrado pero que posiblemente se encontrara esa noche. Excitado, se zambullo casi sobre el whatsupp y encontró lo que suponía: una hermosa selfie de Marisa desnuda de la cintura para arriba exhbiendo sus maravillosos senos. La erección fue instantánea. Apurado se metió en el baño, se bajó los pantalones y sacó una foto a su miembro, plenamente erecto, que envió enseguida con un mensaje: “un adelanto de lo que te espera esta noche”. No esperó la respuesta de Marisa (veía que le estaba mandando un audio) y sin perder un segundo empezó a masturbarse a toda velocidad. Eyaculó en menos de un minuto y aliviado sintió que todo el cansancio acumulado de golpe se derrumbaba sobre él. Bostezó, se limpió el semen, se lavó las manos y decidió aprovechar el impulso y meterse ya mismo en la cama para dormir al menos dos o tres horas. Abría la puerta del cuarto de huéspedes cuando le cayó un nuevo whatsupp. Aunque no quería distraerse, por cortesía hacia Marisa, que le había regalado un orgasmo y de paso la posibilidad de dormir, decidió ver qué le decía. Pero no era un audio y tampoco era de Marisa (que de hecho, por lo que veía seguía grabando su audio). El mensaje era un texto del tipo (o mujer) que tenía un perfil todo negro y que le había escrito en el mismo momento en que conocía a su nueva amiga en el restaurant de Puerto Madero cuyo nombre no recordaba. El texto decía: “che, todavía no me respondiste si conocés o no Coronel Membrillo...”
lunes, 30 de septiembre de 2024
ZAFAR (6)
El mozo no traía la cuenta y Schepis estaba cada vez más inquieto. Era una neurosis que traía de chiquito: la intolerancia ante la irresolución. Todo tenía que resolverse rápido, rápido y ya. Las cosas tenían que redondearse al instante o no redondearse y listo, se abandonaban y chau... Bueno, ahí el mozo traía la cuenta, entonces ok, genial. Pero de golpe el morocho se desviaba y de refilón Schepis notaba que en la bandeja no traía su cuenta sino tres chops (ahora les decían pintas) de cerveza, dos rubias, una negra. Uffff. Miró el celular. Cuatro whatsupp: de Mamá, de Bety, de Tino y de un numero desconocido. No le prestó atención a ninguno, ninguno le interesaba. Solo esperaba el mensaje de Pablo, el mensaje providencial que lo desligara del desastre potencial en el que lo habían metido. Bueno, ahí el morocho traía por fin la cuenta, Schepis le pagó en efectivo y se percató de que en realidad su ansiedad por pagar no era su tradicional ansiedad por pagar, era la ansiedad porque llegara el mensaje de Pablo, porque después de pagar seguía igual de ansioso. Se puso a pensar cómo carajo -uf, si puteaba, aunque fuera mentalmente, estaba mal en serio-, cómo carajo -recalcó- había terminado formando parte de esa jugada, que de kilómetros se veía que iba a ser desastrosa. Bueno, claro, sin querer sonar tanguero, pero había terminado en esa jugada por una mujer. Bueno, una mujer como la que lo miraba, fijo, desde la mesa de enfrente, una rubia atractiva, con unos pechos que le desbordaban desde el escote y que al desborde de pechos le sumaba una sonrisa irónica, perversa, claramente dirijida a él. A Schepis empezó a sentir una erección pero hasta ahí, sabía que no iba a poder relajarse y tener sexo con nadie si Pablo no le escribía avisándole que había resuelto el tema. Igual, qué fuerte estaba la rubia, y qué ojitos le tiraba, ya tenía la erección al 100%, Pablo o no Pablo. Le guiñó un ojo a la rubia y la rubia se rió apenas, también le guiño el ojo, tomó un trago de lo que parecía un martini y recibió a su acompañante, que al parecer volvía del baño. Schepis pensó, ya definitivamente envalentonado, que bueno, si zafaba o no, vería, pero que a la rubia se la llevaba a la cama sí o sí, cuando le llegó un whatsupp, no de Pablo, sino de Julián, el novio de Pablo: “listo, tigre, hablé con Karina, tema resuelto”. La alegría de Schepis en ese momento era difícil de calibrar. En apenas minutos, tal vez segundos, se había sacado un problema que le había quemado la cabeza dos semanas seguidas y al mismo tiempo, casi como para festejar, tenía un encantador bomboncito adúltero que le hacía todos los guiños para irse con él, por ahí otro día, por ahí, ja, ahí mismo. ”Amo mi vida”, pensó Schepis, y para confirmar ese amor ya le iba a pedir al mozo un champagne, o algo para celebrar y de paso reacomodar todo en vistas a ver cómo se terminaba llevando con la rubia, que jaja, cuando su acompañante se distraía medio segundo no dejaba de regalarle sonrisitas efímeras y perversas. Ya relajado con la resolución del desastre de Pablo y su gente y con el sexo con la rubia en la cabeza, por cumplir con su deber filial iba a revisar el mensaje que le había mandado su madre, pero entró a whatsupp y le llamó la atención el mensaje del desconocido, más que nada porque la imagen de su perfil era toda negra. Entró y leyó: “ Schepis, ¿conocés un pueblo de la provincia de Buenos Aires que se llama Coronel Membrillo?”
domingo, 15 de septiembre de 2024
REPLEGAR (5)
El grito de la mina partió la tarde en dos: algo decía pero El Laucha ni lo registró. Se subió a la moto, acelero a fondo (se habían agregado un par de gritos masculinos, que tampoco se molestó en entender) y en cinco, seis, siete minutos estaba en la cuevita. Así le decían cuando eran chicos a un refugio en las afueras del pueblo que habían construído cuando no tenían nada (ja, ¿ahora tenía algo?) juntando cosas de cualquier lado, sillas destruidas, radios viejas, licores olvidados en armarios de tías indiferentes u odiadas. Era cierto, él no lo había construído, había llegado un poco más tarde, bastante más tarde, pero había colaborado a full. Estaba empezando a caer el sol pero el calor era inaguantable, sobre todo por el disfraz que el viejo Podestá le había sugerido: borcegos con una plataforma mínima de treinta centímetros, una campera negra de tela de avión llena de almohadones, casco y anteojos oscuros, bien de yuta. Resultado: el testigo eventual del laburo iba a describir como sicario a un gordo grandote. El Laucha, que medía un metro cincuenta y pesaba cincuenta y tres kilos (y que además ya estaba legalmente muerto) se había convertido, por un rato, en El Oso o en El Gorila.
Era vivo, vivo en serio El viejo.
Frenó la moto, sacó el celular y mandó al instante un whatsupp: “2 listo”. Después manoteó una lata de birra que tenía preparada y que, obvio, estaba tibia tirando a caliente, asquerosamente caliente en realidad. “El último tirón. Ja, en realidad el último tiro. Solo falta el garca de Alayo...” Calculaba que en dos minutos a más tardar le iba a llegar la dirección donde estaba y listo, pum, lo bajaba y como dijo El viejo: “ataque y repliegue. O sea, te cargás a estos tres giles y te vas para Buenos Aires, donde te esperan las ciento cincuenta lucas gringas que te faltan. Y encima después, Mickey... encima después...” ¿Sería verdad? El viejo nunca le había mentido, entonces, ¿por qué dudar?
Pero habían pasado tres minutos y el mensaje no llegaba. Raro.
De golpe, de la nada en realidad, El Laucha se puso a pensar que ese lugar, “la cuevita”, donde hacía muchos años que no estaba, había sido el único testigo de su primer homicidio. Había sido por una boludez: habían estado escabiando varias birras con el gordo Miguel, cagándose de risa el principio, pero al gordo Miguel el escabio le pagaba para el orto, se ponía muy agresivo, y en un momento empezó a querer zarparle un reloj que El Laucha le había choreado a un pendejo de su colegio. El Laucha, entre risas al principio, le había dicho que no, pero el gordo se había puesto denso mal y en un momento la cosa se complicó, el gordo era mucho más grande que él y se le había tirado encima, El Laucha había manoteado un cuchillo y le cortó -limpito- el cuello, el forro del gordo ni alcanzó a pestañear y se derrumbó y se desangró en segundos, todavía escuchaba cómo escupía sangre e intentaba decir algo, andá a saber qué. El laburo que había sido arrastrarlo, rememoraba El Laucha cuando de golpe sintió un escalofrío, alguien lo estaba mirando, estaba seguro. ¿Sería El Negro? Porque después de degollar al gordo Miguel había visto al Negro por primera vez, Dios, la puta madre. Giró la cabeza y se llevó la mano al crucifijo. Alguien lo estaba mirando pero no era El Negro, por suerte. Era un tipo alto, con cara de aturdido, que lo miraba pero parecía mirar más allá de él. ¿Un gil dado vuelta de escabio o de falopa? Parecía eso, y parecía más de falopa que de escabio. El Laucha le iba a preguntar qué carajo le pasaba cuando le pareció que al chabón lo conocía. ¿De dónde? Y de golpe se dio cuenta: el chabón era muy parecido a uno de los faloperos porteños, no al dueño de casa, Nacho, al otro. Pero es que no era muy parecido, era idéntico. El Laucha respiró hondo, muy tenso, cuando escuchó el sonido del whatsupp. Miró: “San Martín 283. Entrá por el patio de atrás.”
El Laucha tomó aire todavía paranoico y arrancó la moto y salió a todo lo que da sin mirar atrás, sin querer mirar. “Odio los muertos, la puta madre...” Llegó a San Martín 283 de toque, frenó en la vereda de enfrente. Una mina salía a las puteadas de la casa donde estaba -supuestamente- Alayo. El Laucha tenía la itaka encanutada en un paraguas. Se bajó de la moto paraguas en mano y empezó a cruzar la calle. Por la ventana vio que Alayo estaba ahí, casi como en un tiro al blanco. Listo, ni tenía que trepar. Dio dos pasos más, sacó la itaka del paraguas y apuntó. Se llevó la mano al crucifijo y pidió “Barbudo, dame puntería...”, pero ahí algo le falló. El Barbudo, perdón, Jesucristo, como le había enseñado su madre, le había dado ya puntería dos veces. ¿Le daría una tercera? Eso lo hizo dudar un segundo. Después apuntó y apretó el gatillo, pero ya mientras apretaba el gatillo se daba cuenta de que por alguna causa Alayo se había agachado.
lunes, 9 de septiembre de 2024
COGER (5)
El Laucha se sirvió el penúltimo trago de blue label y se puso a repasar la situación mientras esperaba que las trolas llegaran. Las instrucciones eran sencillas: tenía que dejar en claro a un par de personas que estaba metido en un quilombo de aquellos y que le quedaba poco margen. Después armaban la escena y listo, se moría. Acto seguido, la movida Alayo. ¿Y después? Ni idea, pero El Viejo le prometía el paraíso. Al Laucha todavía le parecía irreal, pero viniendo del Viejo cualquier cosa podía ser. Por eso las trolas: había que festejar.
El núcleo duro de Alayo era él y cinco tipos: Uriarte, El Lungo, Picapiedra, Quico y Chocolate. Los demás eran mulos y desaparecido ese núcleo duro se iban a desperdigar por ahí. El viejo Podestá le había dicho que a él le tocaba encargarse de Quico, de Picapiedra y de Alayo, quienes iban a estar en los tres lugares que el Viejo le anunciaría medio segundo antes de empezar la jugada. Era un raid frenético: tres asesinatos en no más de quince minutos. Pum, pum y pum. Termas Blancas era un pueblo chico y con la moto era fácil, sobre todo si ninguno de los tres, como se suponía, se esperaba el corchazo que se les venía. Podestá le había dado el arma, una itaka nuevita, porque no quería errores, “a estos me los borrás del mapa sí o sí...” En ese momento sonó el timbre. El Laucha ya estaba bastante borracho y se levantó algo cansino, de hecho mientras apoyaba la mano en el picaporte se le pasó por la cabeza que en realidad no tenía ganas de coger y que había llamado a las trolas mecánicamente, pero ya era tarde, en fin.
Las trolas pasaron sonriéndole, piropeándolo, histeriqueándolo pero tranquilas, manoseándolo apenas. Tenían buena actitud, se tomaban en serio su laburo; eso era para respetar, odiaba las putas desganadas. Eran una pendeja petisa muy tetona, de corte stone y labios muy gruesos y una pelirroja más alta, hiper pintada, sin mucha teta pero con un culo soberbio. El Laucha empezó a entrar en clima mientras sentía que la pija se le enderezaba a la velocidad de la luz. “Ja, y pensar que hace medio minuto hubiera preferido seguir solito con el blue label”, pensó mientras le metía la mano en el escote a la petisa y le zarandeaba las gomas. Dos minutos después estaban los tres en pelotas (salvo la pelirroja, que vaya uno a saber por qué nunca se terminó de sacar el corpiño) y media hora después El Laucha se derrumbaba sobre el sillón, después de haberle acabado en la boca a la morocha mientras le metía la lengua en el culo a la pelirroja. “Papito, sos un campeón” le dijo la morocha, cariñosa, mientras le acariciaba el pecho. El Laucha de pronto sintió que le bajaba la presión, o algo parecido, se sentía muy cansado. “Papi, ¿te sentís bien?” le preguntó la morocha, con una preocupación sutil, incipiente. El Laucha hizo fuerza y se reincorporó. “Sí, tranqui, estoy bien...dame un minuto...” dijo, se levantó, y medio mareado se metió en el baño, después de manotear el celular, que había quedado en la mesa.
El Laucha casi se cayó sobre el inodoro y trato de hacer foco sobre el celu mientras empezaba a mear y cagar al mismo tiempo. Tenía un mensaje de su ex, que le decía que hacía tres semanas que no veía a Franco, su hijo y le pedía que se quedara la noche siguiente con él. El Laucha empezó a sentirse mejor, ya no tan mareado, y con la beatitud post-garche y semi-etílica que tenía iba a contestar con un parco “ok”, cuando le llegó un mensaje del Viejo: “Mickey, estamos, te morís mañana a la noche...”
domingo, 1 de septiembre de 2024
MEAR (5)
Era el viejo Podestá, no había dudas. Hasta el último segundo El Laucha había pensado que podía ser cualquier cosa, no sabía bien qué, pero en serio que le parecía demasiado, ¿fingir su propia muerte, con certificado de defunción y todo? Pero bueno, ahora lo tenía adelante y no, ni a palos; era el viejo Podestá, cigarro en mano (cigarro que fumaría tres o cuatro veces y que apagaría poco después de haber despachado la mitad), copita mínima de whisky en la otra, con su eterno aspecto de Profesor Lambetain y su sonrisa cáustica, despectiva, fríamente tanguera. “Mickey querido.... Sentate, tomate un escocés con un colega de Lázaro...” El Laucha bajó la cabeza, respetuoso, y estiró la mano: “Don Podestá... qué... qué gran noticia. En serio...” Podestá sonrió desgarbado y estrechó la mano del Laucha, con esa extraña energía sutil que manejaba y que implicaba un uso mínimo de la fuerza y un efecto máximo de potencia en el receptor. Con un giro de cabeza le hizo entender al pibe bien lookeado que sacara la botella de Old Smuggler de la mesa y que trajera otra bebida, un Johny Walker etiqueta azul sin abrir, blue label que, recordó El Laucha, a lo largo de más de dos décadas le había convidado solo tres veces, después de las tres movidas mejor hechas con Podestá en la que El Laucha había participado, de hecho las tres mejores movidas de su vida. ¿Y Podestá ya le servía una copa de etiqueta azul antes de haber hecho nada? El Laucha sonrió en su interior: “acá me están empaquetando de lo lindo o va a haber guita grande pero grande en serio...”.
“Mickey, seguís rápidito y preciso para el gatillo, me quiero imaginar...” afirmó/preguntó Podestá mientras abría la botella y le servía su medida en un vaso de plástico. El Laucha asintió, respetuoso, mientras sorbía un trago -ufff, qué delicia-, del blue label. “Obvio, Don Podestá. Rapidito y preciso. Como siempre...” Podestá asintió también, respetuoso también, aunque reflexivo, se notaba, como si algo en su interior lo hiciera dudar de seguir adelante con El Laucha, o eso al menos le pareció a este último. “Bueno, te tengo no sé si el laburo de tu vida pero un laburazo. Doscientas mil lucas gringas por bajarte tres tipos... ¿te va?...” El Laucha dio un segundo trago al blue label y pensó que estaba entrando al mejor de los mundos: ¿doscientas mil lucas gringas? Ja, por esa guita se bajaba medio Termas Blancas. Pero también era obvio, Podesta estaba tercerizando y entonces, ¿cuánto le quedaría a él? Igual, no había otra respuesta: “obvio, estoy. Estoy de una. ¿Quiénes son los futuros tres fiambres?.” Podestá sonrió con ironía. “¿Te suena un tal Alayo y su gente?” El Laucha abrió los ojos desmesuradamente y casi gritó: “¿Alayo y su gente? Y después qué hago, me guardo en la luna...?” Podesta tomó un trago y sonrió de nuevo, dejando un suspenso bastante teatral en el aire: “Mickey. ¿Vos te acordás por qué te empecé a decir Mickey, no?” El Laucha asintió, seguro, se acordaba perfectamente. “Porque sos chiquito, flaquito, escurridizo, es cierto, pero vos no sos una laucha. Vos tenés estilo. A tu manera lumpen, pero tenés estilo. Entonces si sos una laucha sos una laucha internacional, como Mickey...” El Laucha sonrió, íntimamente satisfecho. Podesta dejó el vaso, apagó el cigarro y apoyó los codos sobre la mesa, acercándose, dándole seriedad máxima al tema: “Mickey, si vas para adelante estás metiéndote en una movida muy grande. Una gente de afuera me contactó para que les limpie toda esta zona. Y lo voy a hacer. Pero después la cosa sigue. Entonces necesito que después de esta jugada te vengas conmigo...”
El Laucha no podía más con la emoción y casi se bajó la medida de blue label para controlarla: “Don Podestá... desde ya... yo estoy con usted, obvio, de una... El tema es cómo hago para zafar si me cargo a Alayo y a su gente...?” Podestá se apoyó contra el respaldo de la silla, aminorando la tensión. “Olvidate. Te vas a morir, pero te vas a morir como me morí yo. O sea, en un par de días nadie te va a buscar, hayas hecho lo que hayas hecho, porque va a estar legalmente muerto, como estoy desde hace cinco años”. El Laucha sintió lo mismo que si se hubiera ganado el Prode, la lotería y el quini 6 todo junto. Era increíble. Pero por supuesto, no había que demostrar mucho, aunque algo sí. “Don Podestá, es un honor inmenso. En serio, muy inmenso...” Podestá apuró el blue label y se levantó. “Mickey, no me vengas con flores, dale. Tengo que ir a mear, y es una de las cosas más importantes que hago. Mear. Mañana te mando el detalle de todo. Piru, que termine el whisky y abrile...” Podesta le dio la mano y se levantó para salir de la pieza donde estaban. El Laucha, eufórico con la propuesta, de pronto tuvo una especie de audacia repentina, que sabía que le podía costar carísimo pero que no pudo reprimir: “Don Podestá... le puedo hacer una pregunta...” Podestá lo miró serio pero curioso, y levantó las cejas, en asentimiento tácito. “¿Por qué hace todo lo que hace, si vive como vivo yo, que soy un muerto de hambre...?’” Podestá al principio lo miró glacial y El Laucha se maldijo pero apenas, porque al mismo tiempo sabía que tenía que intentar despejar ese misterio, aunque la cosa terminara mal. Podestá sonrió, cómplice y le guiño un ojo: “¿ves por qué te puse Mickey. Dale, Piru, abrile y que se lleve la botella de blue label...”
domingo, 25 de agosto de 2024
ARREGLAR (5)
El bar Asturias estaba silencioso. De hecho, cosa rara, no había nadie, solo un pendejo bien lookeado, con ropa deportiva que costaba una fortuna, que cabeceaba siome delante de un café doble que se resignaba a enfriarse seguramente desde hacía un rato largo. El Laucha pensó que si no estuviera en la que estaba lo engatusaba con alguna historieta y le pelaba hasta los calzones, de última si tenía que amordazar a algún hijo de puta le servían. Pero no, no estaba para chiquitaje, el viejo Podestá era el viejo Podestá. Lo fue siempre, pero ahora que sabía que había fingido su muerte y todos se la habían comido, bueno, en fin, no alcanzaban los sombreros de una sombrería para sacarse el sombrero, como decía justamente el viejo. ¿Por qué carajo habría fingido su muerte? Difícil de saber. Podestá era un misterio, el único de los pesados que había conocido que realmente no tenía idea de para quién o para qué jugaba. El escabio le gustaba pero apenas, en su justa medida; a las minas no les daba bola, a la falopa tampoco; ¿la guita?, supuestamente le encantaba pero El Laucha se daba cuenta de que en el fondo, muy en el fondo no laburaba por la guita, si vivía como un indigente, o casi. ¿Y entonces... ¿por qué laburaba? Porque además laburaba groso, a otro nivel. ¿Por qué? ¿Para qué?
Vicente, el dueño del Asturias, saludó al Laucha con un gesto de cabeza cansino y se rascó el ojo izquierdo, desganado. “Qué hacés, Laucha, ¿qué querés...?” preguntó con voz sepulcral. El Laucha pidió un tostado y una Quilmes. Vicente asintió y encendió un Parisiennes. El Laucha se sentó en una mesa en la que la luz de sol entraba por el ventanal, se arrepentiría en breve, la mañana amenazaba calor duro, pero bueno, a él le gustaba el sol. Vicente le trajo la birra y el tostado, El Laucha dio un mordisco al tostado, se tomó un trago de birra y miró el celular: nueve y tres minutos. Rarísimo, Podesta era la puntualidad en persona, de hecho hubiera esperado entrar y encontrarlo de toque, disfrazado por supuesto, pero reconocible para él, acomodándose los anteojos, leyendo de costado el diario.
El Laucha empezó a dudar. ¿Y si era una cama? ¿Podía ser tanta mala suerte junta? ¿Dos camas en la misma semana? Por acto reflejo con la mano izquierda acarició la culata del fierro y con la derecha remató de un trago larguísimo la birra, mientras observaba alrededor. Estaba todo calmado, pero en un punto, sí, estaba demasiado calmado. Era raro que a esa hora en el Asturias solo estuviera ese pendejo. Por la calle pasaba una morocha de veintipocos años hablando por el celular a los gritos y un taxi a velocidad normal. El Laucha vio cómo el tachero doblaba a la izquierda, distraído, silbando, con cara de gil, mientras se concentraba en oír cada palabra de la conversación, por lo menos de lo que decía la morocha, cuando se le despertaba la paranoia el instinto de conservación lo llevaba a una capacidad hipertrofiada para captar cualquier movimiento o sonido de su entorno: en principio todo parecía normal. En la vereda de enfrente no había nadie; Vicente estaba adormecido, mirando vagamente la televisión, donde había un partido de basquet, o algo así, era claro que si había una cama para él no estaba enterado, juraría que por el sonido del bar adentro no había nadie más que ellos. Bueno, pero podían reventar el bar en medio segundo, cayendo de todos lados, no tenía por qué estar nadie en el Asturias, de hecho hacía tres días le había pasado eso.
De golpe un tipo alto, muy rubio, casi albino, vestido de paisano pero con zapatillas Nike, entró de prepo, medio tambaleándose. Se acercó a Vicente, que salió enseguida de su abulia e hizo foco en el grandote. “Éste es el bar La Coruña?” preguntó casi gritando con un tono irónico, mal actuado. El Laucha se dio cuenta de que el albino estaba fingiendo la borrachera, casi podía jurarlo. Qué pelotudo, había caído de una ratonera, cómo carajo no le había pedido al que supuso Podestá mayores datos para corroborar quién era. “Laucha, pedazo de siome, dos camas en tres días, la puta madre, qué carajo te pasa...” se autorecriminó. Vicente ya le contestaba al albino que ese bar era el Asturias y que bajara la voz porque si no le iba a tener que pedir que se fuera. El Laucha se levantaba ya, con la mano en la culata del fierro, para salir ya mismo a ver si zafaba, y si no lograba salir a tiempo, bueno, lo de siempre, cuando sorpresivamente el chetito que estaba cabeceando medio dormido se levanto de la nada y se le cruzó, sonriendo irónico. “Hijo de puta”, pensó El Laucha y ya estaba por arrancar la nueve cuando notó que el pendejo le hacía una seña de que bajara un cambio. “Me parece que tenés que arreglar un asuntito con un viejo amigo tuyo, ¿no?...” El Laucha se quedó petrificado. El pendejo, que ahora notaba que no era tan pendejo, le guiñó un ojo. “Quedate tranquilo. Teníamos que chequear que estuvieras solo. Vení, tu amigo te espera, Mickey...” le dijo y encaró para la puerta.
domingo, 4 de agosto de 2024
DORMIR (5)
La almohada estaba caliente, molestamente caliente. El Laucha la manoteó como pudo y la hizo girar rápido, pesado, cansino; al sentir la tregua de frescura se volvió a dormir enseguida, o más que a dormir a desmayarse. Había pasado más de diez horas metido en una canaleta mínima, aguantando el calor, encima escuchando a los cobanis y sus historias. Insoportable, pero como siempre decía El Lito, todo el que estuvo en la tumba aguanta lo que sea con tal de no volver, así que El Laucha la había pasado mal pero tranquilo, sabiendo que todo el calor, toda la incomodidad, todo el dolor que estaba sintiendo metido en ese hueco no era nada comparado con el hecho de volver a caer en naca. Por un momento abrió los ojos y pensó en tomar un poco de agua pero no le dio el cuerpo y se dejó volver a arrastrar al sueño, sin antes monitorear alrededor y recordar que estaba en la casa de Patricio, el hermano del Lito, en la pieza de la piba muerta. Eso lo incomodó un poco y se llevó la mano al crucifijo, “Barbudo, por favor, dejame dormir...”
La plegaria no funcionó: la idea de que estaba durmiendo en la pieza de la ahijada del Lito, que se había muerto a los tres o cuatro años lo empezó a traer a la vigilia con cierta inquietud. Se volvió a tocar el crucifijo “Barbudo, por favor, necesito dormir...”, pero no, El Barbudo con el favor del día anterior ya se había portado, parecía. La concha de la lora, ¿porqué Patricio le había dado esa zapie? Bueno, claro, porque otra no había. Un horror, la pieza estaba lleno de los juguetes y los recuerdos de la nena muerta, ¿porqué carajo no habían vaciado todo? De fondo, encima, empezó a distinguir los gemidos de La Amelia, la mujer de Patricio, hijos de puta, no vaciaban la pieza de la nena pero de coger no se privaban. “Odio a los muertos” se le disparó el pensamiento. Uf, eso le había dicho El Punga, un par de días antes de cortarse las venas. “Odio a los muertos”.
El Laucha se incorporó, ya desvelado, ya paranoico. La luz del sol, por suerte, empezaba a insinuarse en la pieza. La Amelia gemía cada vez más alto y profundo, parecía que estaba por acabar. Pese a la paranoia la pija se le puso como una piedra, la jermu de Patricio no era muy linda pero un polvo era un polvo. Se empezó a pajear imaginándose que Patricio y él se la cogían, Patricio se hacía chupar la pija y él se la metía por el culo. Se calentó tanto que acabó a los treinta segundos, ahogó un suspiró profundo, que coincidía con el que desde el cuarto de al lado emitía La Amelia e instantes después, olvidado del culo de La Amelia, de la hija muerta de Patricio y La Amelia, de los muertos en general y de todo el puto mundo, El laucha volvió a dormirse.
Nunca supo qué pasó pero cuando abrió los ojos era de noche. ¿Había seguido de largo desde las seis de la mañana hasta las ocho de la noche? Podía ser, venía cansado mal y la historia de la canaleta mucho no había ayudado. En la casa no se escuchaba nada, y extrañamente no se escuchaba nada en el resto del barrio. El Laucha, pese a haberse dormido todo, seguía cansado; pensó en revisar el celular y seguir torrando, Patricio le debía demasiados favores como para hacerse el estrecho. Abrió el celu desganado, tenía mensajes de todo el mundo, ninguno muy importante. Iba a cerrar el celular y a meterse de nuevo abajo de las sábanas cuando le cayó un mensaje desconocido, que abrió por inercia. Decía: “Mickey, quiero hablar con vos...”. El Laucha quedó descolocado. Solo había una persona que le decía Mickey, el viejo Podesta. Pero estaba muerto hacía cuántos años: ¿cuatro, cinco, seis? Lo primero que se le vino a la cabeza fue la frase de El Punga “odio los muertos”. Después, mecánicamente, preguntó: “¿quién sos?” La respuesta le llegó treinta segundos despues: “Mickey, mañana, en el bar Asturias, a las nueve de la mañana. Sin forradas”. El Laucha quedó pensativo. La respuesta era del viejo, no tenía duda ¿Entonces Podestá estaba vivo?
“Odio los muertos”, pensó, se destapó, y por completo desconcertado, apoyó los pies en el piso.
viernes, 19 de julio de 2024
ZAFAR (5)
El calor era insoportable. El Nico fumaba con reticencia, molesto, y cada tanto miraba el celular, desde donde sonaba un reggeaton bajto y pegajoso. “Este puto no va a venir...” finalmente dijo desganado, casi como si la frase se le deslizara desde la comisura de la boca. El Laucha lo miró molesto: “este puto va a venir porque si no es fiambre, lo sabe de memoria...” El Nico asintió, descreído pero al mismo tiempo comprendiendo la lógica -irrefutable- del Laucha. Y sí, tenía que venir pero no venía hacia casi cuarenta minutos. Nadie espera cuarenta minutos a nadie, por lo menos en el ambiente en el que estaban. “Loco, nos está faltando el respeto, huacho. ¿Qué onda con este gil...?” La cara de desagrado del Laucha silenció al Nico de una. El Nico bajaba la vista, resignado, aunque sin deponer del todo la molestia, cuando de golpe se escuchó un frenazo y gritos, todos confusos, todos prepotentes, todos de cobanis. El Laucha pensó “uf, lo de siempre. Hijo de puta, nos cagó”. Cualquier otro que no fuera él hubiera sacaba la cuarenta y cinco y empezado a los corchazos sin mirar demasiado pero El Laucha no era cualquier otro. El Nico arrancó la escopeta y sacudió dos disparos seguidos, El Laucha no vio bien hacia dónde. Lo típico, lo que El Laucha hubiera hecho a los quince años. Qué manera de no entender, carajo. Qué manera etc...
Estaban en una obra en construcción. Eso implicaba varias cosas, la primera y más complicada, múltiples accesos. Y si Titi los había acostado, la yuta ya conocería de memoria el terreno. Entonces, lo obvio, los iban a estar esperando en las salidas, para amasijarlos como si jugaran al tiro al blanco. ¿Entonces? No correr, no desesperarse, no adelantar la jugada. Nico daba un tercer escopetazo y un grito desesperado de alguien daba a entender que había acertado en alguna zona sensible de su cuerpo pero qué; ¿se podía cargar Nico a diez, doce, quince cobanis? Morir con las botas puestas estaba bien, pero si se podía evitar mejor. El Laucha vio a un cobani a ocho, diez metros avanzar acuclillado, y tenía el tiro limpio como para volarle la cabeza como si fuera un melón pero dudó y prefirió dejarlo pasar, porque iba a delatar su posición. Ahora ¿dónde carajo meterse? Ok, no tenía que exponerse al tiro al blanco pero igual iba a tener que salir por algún lado y la cosa era ¿por dónde? Sí, correr a los tiros hacia la salida era hacerse fusilar pero ¿dónde se podía meter? Rozó su cadenita con el crucifijo para que el Barbudo le tirara una punta, como el Barbudo tantas veces lo había hecho. Y de golpe el milagro: mientras escuchaba una serie de puteadas y un cuarto escopetazo de Nico y como respuesta una balacera -y otra serie de puteadas- de los yutas que le confirmaba que a Nico, salvo que se tratara de Robocop, ya lo habían hecho cagar, descubrió una suerte de canaleta donde ningún ser humano entraría, salvo él, por algo le decían El Laucha. Se calzó la cuarenta y cinco en las pelotas, tomó aire y se metió en la canaleta, a híper presión, super incómodo, pero aguantando como un campeón con la sensación de que ja, bueno, sí, capaz otra vez iba a zafar.
lunes, 17 de junio de 2024
REPLEGAR (4)
Helena se había ido hacía media hora y Arthur seguía en la misma posición en que la despidió, mirando la puerta fija y al mismo tiempo distradídamente. No se había movido medio centímetro, ni siquiera para hacer lo obvio, servirse un whisky o un vodka, algo que ayudara a empezar a diluir la decisión anunciada hacía un rato. Estaba en una suerte de limbo extraño, blando, contemplativo, por ahora indoloro. ¿Duraría? No volvería su cabeza -¿era su cabeza?- a llamarlo... no quería ni recordar el término, por miedo a convocarlo de nuevo. ¿Y si no servía de nada?... ¿Y si?...
De una casa cercana llegaba un tema de King Crimson, del primer disco, o del segundo, el segundo que en realidad era más o menos el primer disco pulido, mejorado. ¿Cuánto hacía que no lo escuchaba? ¿Treinta años? Ya ni se acordaba cómo se llamaba el tema, pero la cabeza se le anegó de imágenes: El loco Fabián, con quince años, poniendo “In the wake or Poseidon” y encendiendo un porro, anunciando que la vida de todos iba a cambiar para siempre; su novia de entonces, Gracielita, dada vuelta de escabio y sin embargo cantando con fonética abrumadoramente exacta 21st century schizoid man; la cara desconcertada, mezcla de incomprensión y agravio, de su viejo, tanguero de ley, cuando entró a su cuarto vaso de ginebra con soda y hielo en mano, y él tirado en la cama escuchaba Moonchild; algunos años después, Pedro, también vaso de ginebra en mano (con hielo pero sin soda), explicando cómo lo hubieran metido en un manicomio si alguien en Termas Blancas lo hubiese encontrado escuchando algo así...
Claro, es que era eso. Era eso. Le habían pasado demasiadas cosas. Demasiadas. Capaz su cabeza era como una CPU, que llegaba un momento que si no se la vaciaba o limpiaba colapsaba. ¿Pero cómo sería vaciarla? Arthur se levantó y -finalmente- se sirvió un vodka. “Todos nos estamos volviendo locos todo el tiempo”, pensó. “La ventaja de la mayoría es que no se da cuenta. Y yo ahora me estoy dando cuenta...” Se acordó de una cosa que le había dicho Pedro después de haber superado su primera crisis: “Arthur, volverse loco es que no seas vos el que habla sino que el lenguaje empiece a hablar por vos...” En su momento Arthur había captado la idea, que le había resultado sugestiva y a la que había conectado previsiblemente con Heidegger, Derridá y blah, blah, blah. Ahora sin embargo entendía todo lo doloroso que llevaba implícito: que el lenguaje te hable era estar poseído. Y sí, el ser humano estaba poseído, todos, todo el tiempo. El tema es que nunca había tomado conciencia real de lo que implicaba esa posesión. O había tenido una conciencia meramente teórica. Ahora tenía en claro todo el dramatismo que esa posesión llevaba consigo. Su cabeza pensaba por él. Y lo llamaba...
En fin... Ahora no lo llamaba nada porque había ido para atrás. ¿Aseguraría el repliegue con Helena su estabilidad mental? Y entonces pasó. La voz, de nuevo: “ cagón...” Arthur se llevó las manos a la cara como un mal actor que tuviera que interpretar una escena patética.
Cristo. Era imposible. ¿Qué podía hacer? Se tomó en fondo blanco el vaso de vodka y le dio una patada a una silla, que voló desparramando el diario del día anterior, que había quedado apoyado en la misma. La silla golpeó contra la pared y en la mano le quedó una hoja del diario, donde leyó, desconcertado, que el dueño de un hotel en el pueblo bonaerense de Termas Blancas decía que su mujer desaparecida había sido abducida por un ovni.
domingo, 2 de junio de 2024
COGER (4)
Helena, en corpiño y bombacha, le acercó el café con dulzura pero Arthur agarró la taza desganado, molesto. Todo se amontonaba, todo estaba mal. Encima lunes. Cristo. Era ateo pero no le salía otra cosa que decir eso : Cristo. Igual no lo dijo. Se acordó de su viejo, que era un laburante de la madera que jamás pisó iglesia ninguna pero que cada vez que se sacaba gruñía: por los claaaavos de Crrrristoooo... Bueno, él había eliminado a los clavos. Para los giles que pensaban que no había progreso.
Helena le sonrió con esa elegancia maravillosa que tenía (hija de puta, ¿quién la había entrenado?) y le dio un beso apenas en la boca. “Ya está, ya te pediste el día. Olvidate de todo. Hasta de coger...” Arthur suspiró y tomo un trago del café. Se quemó un poco pero no le importó. Dio un segundo trago y pensó en Nisman. ¿Qué carajo habría pasado? Tenía que ser una cama, ¿cómo vas a matar a quién te denuncia? “En fin”, razonó, “uno que está peor que yo...” Helena se sentó al lado de él y lo miró a los ojos: “me podés decir qué le esta pasando a esa cabecita?...” Arthur tomó un tercer trago de café. “No sé. Bueno, o sí sé. Me estoy volviendo loco” anunció con una sonrisa tranquila, que desestimaba a primera vista la literalidad de la afirmación. “Ajá. ¿Y puedo preguntar por qué?” inquirió Helena en tono a medias preocupado, a medias jocoso.
Arthur quedó atontado, invalidado en cierta forma por la simpleza de la pregunta. ¿Porqué se estaba volviendo loco? Si lo planteaba así no tenía mucho sentido. Estaba bien de guita, era un tipo reconocido, salía con una mina que era... sí, era y también era... pero bueno, ¿era solo eso? No podía ser. No podía ser. El podía pensar en términos racionales. Sí, había sido la pareja de Pedro, pero ¿qué?... ¿qué? No podía ser. No podía ser pero al parecer era. ¿En serio, solo por eso estaba tan fuera de eje? Si él no tenía ninguna culpa, si Pedro... “Bueno, además estaba lo de Nisman”, pensó con una leve fulguración de humor. “Esta país se va al carajo y yo me voy al carajo con él. Mi identificación con Argentina es total...” Helena lo miró comprensiva y como si le leyera la cabeza dijo: “Dale. ¿En serio porque Pedro y yo...”.
Arthur hizo una seña de agobio para cortar el tema y se refugiaba en el café,cuando sintió una ereccción sorpresiva. Miró a Helena. Qué hermosa era Helena. Qué hermosa. Y él, qué idiota, ¿en qué estaba pensando?, Pedro hubiera sido el primero en bancarlo, así como él hubiese bancado a Pedro de darse las cosas al revés. Nada en sus auto-recriminaciones tenía ningún sentido. Dio un trago al café, lo apoyó en la mesa de luz y se recostó levantando la sábana, exhibiendo orgulloso su erección. “Ah, bueno...” dijo Helena, cómplice, y lo empezó a masajear, despacio. Se dieron unos besos apurados y unos segundos después Helena se metía su pija en la boca. Arthur le empezó a toquetear las tetas y a frotarle los pezones, como a ella le gustaba, y casi enseguida Helena se sacaba la bombacha y se montaba sobre él. Ya estaba adentro de Helena, gozando relajado y sintiendo que todos los putos fantasmas se desvanecían de una puta vez, cuando escuchó una voz en su cabeza: “traidor...”
No era la voz de Pedro, era una voz neutra, tal vez su propia voz (¡¡¿en serio?!!), pero no era que lo pensaba él, el tema es que la escuchaba, sería su voz pero no era su voz, o no era su cabeza digiriéndola:“Traidor...”
La pija se le comprimió en medio segundo. Helena intentó seguir pero más o menos rápido se dio cuenta de que la magia se había evaporado y que no tenía sentido.
Sin atisbo de molestia, le dio un beso en la boca y se recostó a su lado.
sábado, 25 de mayo de 2024
MEAR (4)
Arthur se meaba mal. Miró si la veía a Helena. No estaba. ¿Dónde se habría metido? Estaban en el cine, iban a entrar a la sala, ¿por qué se había alejado? ¿Y por qué él no se acordaba por qué se había alejado? En el baño, en la puerta del baño, habia una cola larguísima y él estaba último. Delante de todo, dirigiendo la cola, había un tipo muy pero muy grande, que mediría ¿qué?... ¿dos metros y medio? Sería el tipo más alto del mundo. Mientras Arthur pensaba que hacer, si esperar la cola interminable o salir e irse a mear a un bar, el gigante, porque otra calificación no le iba, se puso a hablar: “señores...señores... señores... la podredumbre dorada. La podredumbre dorada nos cubre a todos. La podredumbre dorada nos cubre y nos salva. Padre Nisman que estás en el cielo...” Ahí todos los que los rodeaban empezaron a rezar, salvo Arthur, que confundido y casi meándose encima, lidiaba con qué hacer. Y de golpe apareció Pedro. Lo saludó apenas y le dijo “hermano, te espera Helena adentro del cine, meame en la boca”. Arthur dudó: “Pará, Pedro, ¿en la boca?”. Pedro le guiñó el ojo: “dale, boludo, te espera Helena para ver la peli, meame tranquilo...”. Arthur dudó pero estaba por pillarse encima, así que se desajustó la bragueta como pudo y terminó liberando el meo en la boca de Pedro, quien, extrañamente complaciente, abrió su boca y recibió la orina feliz, con una sonrisa apacible. En ese momento apareció Helena, estupefacta y furiosa. “Hijo de puta, qué haces chupándole la pija a mi pareja, loco enfermo de mierda...” Pedro se paró. Seguía sonriente: “Qué te preocupa que le chupe la pija a tu pareja si estoy... si estoy... ¿dónde estoy...? preguntó Pedro, como si de golpe se despertara de una pesadilla, muy angustiado. “Helena, decime... ¿adónde estoy?”
Arthur se despertó sintiendo que su corazón iba a diez mil kilómetros por hora. Pensó que había pegado un aullido desesperado pero por la placidez de la cara de Helena se dio cuenta de que no, no había gritado, o que si había gritado había sido un grito más bien sofocado. La sensación de pánico e incomodidad le duró segundos largos igual. Pero en fin, una pesadilla. Había sido solo una pesadilla.
Nada.
O sea, ¿nada?
En serio, ¿nada?.
Arthur se bajó de la cama, miró el celular. Las cuatro y media. Bueno, había dormido tres horas. Para el ritmo que traía no estaba tan mal, pese al despertar de mierda y al hecho casi seguro de que no se iba a poder dormir de nuevo. Pero en serio, ¿tres horas? No, no estaba para nada mal. Se levantó despacio, casi arrastrando los pies se metió en el baño y meo sentado en el inodoro. Le vino a la cabeza que la noche anterior, mejor dicho hacía tres horas, no se le había parado.
Eso lo deprimió. Estaba por empezar a cagar y por inercia se metió en la pagina on line de Clarín, donde lo primero que leyó fue que el fiscal Nisman había sido encontrado muerto en el baño de su casa.
domingo, 12 de mayo de 2024
ARREGLAR (4)
“Listo, arreglar, lo que se dice arreglar, arreglado...” le dijo el plomero, un tipo bajo, de nariz desmesurada, ojitos mínimos y (hasta ese momento) una cordialidad confusa, ambivalente y algo invasiva. Arthur miró el reloj (la una clavada) y asintió parco; estaba demasiado cansado para ser diplomático. Después el plomero empezó a hablar de los precios, de la inflación y empezaba a hablar de Nisman cuando Arthur lo cortó: cuánto le debía, tenía que tirarse a dormir, porque casi no había descansado. El plomero entendió y dijo el número, un número razonable pensó Arthur, sobre todo teniendo en cuenta el prólogo que le había hecho, que parecía augurar el pijazo económico del año. “Perfecto” dijo Arthur, peló la billetera, sacó la guita y se la dio. “Gracias jefe, cualquier cosa me chifla. Una última cosa, ¿usted cree en fantasmas?...” preguntó el plomero después de tocar el botón del ascensor. “No, la verdad que no. Nos vemos, Gabriel...” contestó un Arthur algo irritado y cerró la puerta.
Entró a la cocina y por inercia se puso a calentar agua para un café pero después se acordó de que desde las siete y cuarto ya se había tomado cuatro y que tenía cero ganas de infusión ninguna. Le hubiera gustado comer algo pero era más que nada una especie de proyecto platónico, en realidad estaba tan molesto que ni hambre tenía. Dudó con una pera que tenía en la frutera sobre la mesa, pero la agarró, se la llevó a al boca, no llegó a morderla y la dejó. Por momentos creía que podía llegar a tirarse y dormir un rato pero temía al esfuerzo inútil, sobre todo porque tenía que arrancar con la crítica para el diario y todavía no tenía una línea. En ese momento le cayó un mensaje de Helena en el celular: “¿estás en tu casa?”. A Arthur le pasaron dos cosas al mismo tiempo: muchas ganas de decir que no y una erección violenta que desmentía esas ganas.
Suspiró, desganado, y se sentó en el banquito que le había regalado su tía Susana hacía unos treinta años, o más, para una Navidad. “Qué ganas de volver”, pensó, nostálgico. “Qué linda esa Navidad...” Enseguida calibró: “¿el 93, el 94? ¿Qué linda Navidad? Jaja...” Lo sabía de memoria, el dispositivo Proust se activaba cuando estaba todo máso menos mal. ¿La Navidad del 93, o del 94, o del 92, o del 95? ¿La Navidad? Pero no tuvo tiempoe de seguir, segundo mensaje de Helena: “si estás en tu casa y te levantaste temprano, como debías, chico diez, tengo muchas ganas de hacer una siestita con vos...” La erección era insoportable pero al mismo tiempo era no menos insoportable el deseo de tranquilidad, el bajar todos los cambios al mismo tiempo. Y de golpe, de la nada, de la más absurda nada, se le vino a la cabeza lo que le preguntó el plomero. ¿Porqué carajo le había preguntado si creía en fantasmas? ¿Habría visto algo? ¿Algo como qué?
Se acordó de la noche anterior, que en realidad no era anterior porque era el prólogo al día en el que estaba. Estaba seguro de que alguien le había dicho “traidor”, una voz física, perfectamente audible. ¿Un fantasma? ¿Por eso el plomero le habría preguntado si creía en fantasmas? Por supuesto que él no creía en fantasmas, pero, bueno, en fin... Si no estaba con alguien que lo relajara no iba a poder dormir, y si no podía dormir no iba a poder escribir el artículo. El problema es que la persona con la que iba a estar... De nuevo: en fin...
“Venite, hermosa, te espero para la siesta”, escribió Arthur y se agarró la cabeza, agobiado. Estaba seguro de que desde todos los costados de la casa voces diversas lo llamaban traidor, pero de ser así, por suerte, en ese momento no escuchaba a ninguna.
jueves, 2 de mayo de 2024
DORMIR (4)
Pedro estaba parado en la esquina de Boyacá y J. B. Justo. Fumaba pensativo mirando hacia el sur, vagamente anhelante. De fondo se oía un tango raro, deforme, medio enfermizo, que llegaba de una librería. El cielo estaba gris y parecía que se iba a largar a llover de un momento a otro. Pedro dio una última seca al cigarrillo y tiró la colilla al piso. Unas gotas empezaron a caer pero Pedro no se protegió y sacó y encendió un cigarrillo nuevo. Un taxi paró muy cerca de Pedro y salpicó apenas su pantalón. Pedro no prestó atención al taxi. Seguía mirando al sur, como si esperara algo. La puerta del taxi se abrió y Helena bajó apurada, molesta con la llovizna, y se acercó a Pedro. “Mi amor, te estás mojando”, le dijo, medio empujándolo para que Pedro se cobijara debajo de un balcón. Pedro estaba con un nivel de abstracción decididamente anormal y se dejó arrastrar, sin oponer resistencia, sin colaborar. Helena lo miró extrañada: “¿Pedro, te sentís bien?” preguntó, algo preocupada. Pedro la miró serio: “No... No me siento bien... Se viene el maremoto...” anunció, sombrío. Helena se rio, apenas. “¿El maremoto?”... preguntó, y le guiñó un ojo. En ese instante un universo de agua se desplomó sobre ellos. Una ola gigantesca que tapó a Pedro y a Helena, sepultó Boyacá y J.B.Justo, anegó Caballito y Paternal y Flores, sumergió Buenos Aires, inundó la Argentina y ahogó -en un segundo- todo el planeta Tierra.
“Noe”, dijo alguien. “Noé...”
Pero Arthur abrió los ojos y no estaba Noé; por suerte, en realidad. Todavía nervioso, tomó aire, manoteó el vaso de agua que tenía en la mesa de luz y suspiró, momentáneamente aliviado. Después miró el celular: las cinco y cuarto. La puta madre... Cada vez le resultaba más difícil dormir. Y cuando al final se dormía no pasaban más de dos horas y se le aparecían unas pesadillas nunca del todo claras, pero en el fondo abominablemente simbólicas, que lo despertaban y de nuevo, de ahí hasta que apareciera el conchudo sol y quedar zombie todo el día, para llegar a la noche y así... ¿Cuánto tiempo llevaba en ésa? Varios meses, capaz un año. Desde que... Bueno, sí. ¿Pero qué culpa tenía él? Uf, otra vez.
Arthur se levantó porque sabía que si intentaba volver a dormirse se iba a quedar dos horas girando en el cama cada vez más molesto, cada vez con más calor. Prendió la luz de la cocina, puso a calentar agua. El agua empezaba a hervir y sacaba un saquito de té taragui de su caja de infusiones cuando alguien dijo “traidor...”, bajo pero claro, bien claro.
Traidor.
Arthur sintió que el corazón le explotaba. No como en el cine la noche anterior, por una presión abrumadora y dolorosa, sino por una aceleración desmedida, como si viniera manejando a ochenta y de un segundo al otro pusiera el coche a doscientos. Como un nene encendió las luces y revisó la cocina primero, después toda la casa. Por supuesto no había nadie, ni había nada. Agotado, desmoralizado, se tomó el té despacio, mientras miraba cómo el sol del lunes asomaba indiferente por la ventana de la cocina, pensando además en la maldición de que el plomero, si cumplía su palabra, le caería dentro de unas tres horas.
domingo, 21 de abril de 2024
ZAFAR (4)
La música empezó súbita, o capaz Arthur estaba distraído y la música ya estaba ahí unos segundos antes, mientras mantenia los ojos cerrados mínimamente, como una tregua contra el sopor cotidiano, como un dique contra el cansancio del día. El cine silencioso, expectante, donde apenas se escuchaba el mandibulear terco y monótono de algún fanático pochoclero.
Ahora... la música era extraña. Mejor dicho, no, en realidad no era extraña; de hecho, la conocía bien; de hecho la disfrutaba.
Pallestrina.
Ah sí, Pallestrina.
Ah sí, Occidente.
Ah sí, la polifonía.
Ah sí. Todos esos siglos. Todos esos siglos, para atrás, para adelante. De la coronación de Carlomagno a la división Carlomagno. Y peor, porque mucho antes, y también mucho después. ¿Qué significaría ese encadenamiento? Y además ¿dónde terminaría todo? Porque se suponía que todo iba para algún lado, ¿no? Ja, el teleologismo que objetivamente lo habitaba, o mejor dicho, que lo constituía, pese a tanto y tanto post-estructuralismo en la facultad. Al fin y al cabo todos queremos (o sin querer, en definitiva) ir para algún lado; ir para algún lado aunque no tengamos la más puta idea de a dónde. Porque de eso hablaba Pallestrina, seguramente. El ansia faústica del infinito; ja, Spengler se le vino a la cabeza de golpe. Se acordó de estar comprando la Decadencia de occidente, el tomo I, en un kiosko de diarios, a principio de los noventa. Escena surrealista. ¿Qué hubiera pensado Spengler de eso?
En fin, Spengler o no Spengler, Pallestrina se había callado y era hora de abrir los ojos y ver de qué iba la película. Pero no, carajo.
De golpe un estilete se le metió en el corazón y lo dejó paralizado. Y no quedó ahí, el estilete se le empezó a revolver, como si lo estuviera operando un sádico. Gimió bajo y Helena, sorprendida, apenas preocupada, le preguntó si le pasaba algo. Arthur sintió un miedo molesto, infame pero entendible: estaba teniendo un infarto. No se quería morir; no, no se quería morir pero parecía que se moría, la puta madre, era como si un elefante le pusiera una pata sobre el pecho. Por hacerse el macho por última vez iba a contestarle a Helena que no, que se quedara tranqui, pero de golpe la presión aflojó. Pasaron tres, cuatro segundos y nada. Nada de nada.
Si había tenido un infarto, o un pre-infarto, bueno... había zafado. Zafado como hacía poco, con el tema del diario. Definitivamente estaba en una racha a favor. Abrió los ojos. Helena, con los ojos más abiertos que él, le dio un beso en la boca y le susurró que miraran la película. Arthur asintió y volvió a cerrar los ojos, mientras los diálogos en inglés acariciaban su tranquilidad.
La decadencia de Arthur, pensó para distender.
La decadencia de Arthur tomo I.
sábado, 9 de marzo de 2024
REPLEGAR (3)
Guada entró a la habitación del hotel y apoyó la lata de Coca que venía tomando en la mesita de luz mínima, casi irreal. Todo era en miniatura en el hotel, pero la mesa de luz, bueno, sobrepasaba sus más mínimas expectativas. Se sacó la ropa, la dejó tirada a un costado de la cama y se metió en la ducha por segunda vez en el día. Retrospectivamente le dio un poco de verguenza haber hecho las dos entrevistas con ese olor a garche encima, pero bueno, gajes del oficio, nadie pareció haberse sentido incómodo. Se bañó relajada, se toqueteó un poco pensando que en un rato la que la iba a estar toqueteando sería Miriam, se entusiasmó pensando en que además de coger iba a poder seguir profundizando en la muerte de El laucha, que a esa altura le interesaba más que todo el rollo de los ovnis; se secó, tiró la toalla a un costado, se puso solo la bombacha y se tiró en la cama. Tomo un trago de Coca, observó por la ventana la noche calurosa y espesa, revisó el celu. Un mensaje de su ex, que le pedía por favor hablar, un mensaje de su primo, que le sugería no sabía qué libro sobre crónicas periodísticas, y un audio de Nadia, que reprodujo y que le decía: “qué hacés hermosa, ¿todo bien? ¿Estás viendo A dos voces? ¿Estás escuchando el bolazo de este tipo contra La jefa? Vamos a tener que ir para atrás, me parece. Me parece que tenemos que replegarnos. LLamame o mensajeame ni bien puedas...”
Guada se quedó pensativa. No podía ver A dos voces porque estaba en un hotel de mala muerta de la provincia de Buenos Aires que no tenía tele. ¿De qué hablaría Nadia, quién sería “este tipo”? Podía ser cualquier cosa, “tipos” (y “tipas”) sobraban; viniendo de esos hijos de puta... En ese momento tuvo la primera sensación de mareo, de confusión. Le pareció, literalmente, que todos los sistemas de su cuerpo iban a menos y que ella quedaba como flotando. Intentó levantarse y se derrumbó sobre la cama al instante. Era como si todos los músculos de su cuerpo hubieran decidido rebelarse y dejarla sin un ápice de fuerza. Y en ese momento pasó lo increíble. Juan Anteojudo abrió la puerta del cuarto, sonriendo de oreja a oreja. Guada hubiera querido gritar, insultar, cagar a trompadas a Juan Anteojudo pero no tenía reacción. Ninguna. Cero. Nada.
“Disculpame Guada. Hace rato que quería estar con vos. De cualquier forma. Te juro que me obsesionás. Gracias por recibirme, aunque sea, bueno, un poco dada vuelta...” dijo en un tono repulsivo que mezclaba una libinidosidad interminable con cierto aire definitivamente esquizo, el que Guada le había adivinado al final de la primera cita. ¿Cómo carajo la había drogado? Mientras veía al pajero asqueroso de Juan Anteojudo que empezaba a acariciarle la cara despacio, con lentitud morbosa, Guada razonó que el hijo de puta le había metido alguna falopa muy potente en la lata de Coca mientras se bañaba. ¿Y cómo había entrado al hotel? Mientras Juan Anteojudo le empezaba a chupar los pezones despacio, como jugando, llegó a la conclusión de que posiblemente hubiera alquilado una pieza. “Qué lindo la vamos a pasar esta noche, Guada... qué lindo la vamos a pasar...” anunció Juan Anteojudo con un susurro, y se empezó a desabrochar el pantalón.
domingo, 18 de febrero de 2024
COGER (3)
Guada acabó con un gemido hondo, lento y parsimonioso. Miriam sacó la cabeza de su entrepierna, se le tiró encima y la lengueteó toda, ya juguetona, sin calentura real. “Uf, qué manera de garchar, mamita. ¿En serio no te solés encamar con nosotras? Qué desperdicio...” Guada se rió y manoteó el vaso de birra. Tomó un trago largo, que le devolvió el alma al cuerpo, como decía su tía Norma. Tres acabadas en dos horas. Y sí; tenía que hacer memoria. “La verdad. Creo que la última vez que estuve con una chica debe hacer, no sé, capaz quince años...”. Miriam la miró con desconcierto: “¿quince años? ¿Pero cuántos años tenés?...” Guada sintió un despunte de orgullo. “¿Yo? En junio cumplo cuarenta” anunció con satisfacción lacónica. Miriam la miró desconcertada del todo. “¿Cuarenta? ¿En serio? Te juro que te hubiera dado treinta, y exagerando...”. Guada sonrió, satisfecha pero al mismo tiempo molesta. Sabía qué se venía: iba a tener que preguntar la edad de Miriam y Miriam, que era hermosa, muy hermosa, pero que estaba curtida como si tuviera cincuenta, iba a tener muchos menos años que ella. Ah, sí, bienvenido clasismo. Por las dudas fingió atragantarse y medio se incorporó, sin dejar de toser. “¿Estás bien, mamita?”. Guada amagó recuperar el aliento: “sí, sí, toy perfecta. Es que hace mucho que no tenía tres orgasmos en dos horas, ja...” El olor a podrido ingresando de prepo en sus fosas nasales le generó un principio de arcada. Ella pretendía esquivar al clasismo y el clasismo se le metía de prepo en la escena. Miriam la miró entre triste e indignada. “Puta madre; no sé qué carajo de bicho muerto tengo acá metido. Disculpá mamita, cuando vuelvas te juro que voy a dar vuelta todo y esto va a oler como si fuera tu casa...” Guada, conmovida por la referencia a su casa, le dio un besazo en la boca: “olvidate hermosa. No me importa nada. ¿Tenés otra birra? La tomamos y arranco, tengo que laburar...” Miriam se paró, fue hasta la heladera y sacó una Quilmes con cierta decepción, que Guada notó: “¿Qué te pasa...” Miriam suspiró, desganada, mientras servía los dos vasos de birra. “Nada, pensé que capaz te quedabas a cenar. Le iba a pedir a mi vieja que se quedara con Franco...” Guada asintió y miró el celular: “mirá, me encantaría pero en una hora tengo una entrevista, y un rato después otra más. Pero pará, se me ocurre... bueno, como de hecho hicimos de todo menos la entrevista, ¿te querés venir al hotel tipo diez y media, once? Nos tomamos unas birras, hablamos del ovni, y después vemos si seguimos acumulando orgasmos...” La sonrisa expansiva y el asentimiento entusiasmado de Miriam la conmovió de nuevo y casi la hizo olvidarse del olor a podrido, que previamente iba y venía pero ahora parecía haberse reinstalado. Mientras tomaba la birra apurada y empezaba a vestirse Guada decidió retomar el tema del Laucha, que, por supuesto, vistas las circunstancias, había quedado relegado: “¿Te puedo hacer una pregunta? Dijiste que El Laucha tenía que haber arreglado. ¿Arreglado con quién?”. Miriam encendió un cigarrillo, pensativa: “No sé. Fue algo que me dijo el día anterior su primo. Tramoyas del Laucha, qué sé yo... Igual ya no importa, nadie lo boleteó, El Laucha se suicidó. La policía me mostró la nota que dejó...” Guada terminó de calzarse las zapatillas y levantó la vista: “Bueno, pero puede ser una nota, no sé... falsificada, ¿no?”. Miriam la miró, súbitamente reflexiva, meneando la cabeza despacio. “No. Esa nota solo la pudo escribir El Laucha...” Guada, ya parada, remataba la birra y observaba a Miriam con cierta intriga. “¿Pero cómo estás tan segura?” Miriam la miró a los ojos con cierto temor controlado. “Porque eran ideas del Laucha de siempre. Es... Mirá, ¿alguna vez oíste hablar del Negro?...” Guada iba a hacer un chiste, alguna variante de “¿qué negro, Olmedo?” pero se dio cuenta de que el humor sobraba, la tensión creciente de Miriam eliminaba cualquier posibilidad de burla, así fuera amistosa. En ese momento le entró una llamada de un número desconocido. Guada iba a no atender pero por su eterna paranoia laboral (“a ver si es X y yo no...) contestó. Al principio no oyó nada pero después creyó distinguir una especie de risita insidiosa, ligeramente psicótica, que iba creciendo de volumen. Estaba por putear y cortar cuando creyó reconocer esa risa medio enfermiza. ¿No era la risa del imbécil de Juan Bigotudo? “¿Juan, sos vos?. ¿Qué carajo te pasa, chabón?” alcanzó a preguntar. Se hizo un silenco de uno o dos segundos y la llamada se cortó.
jueves, 25 de enero de 2024
MEAR (3)
El living, en realidad lo que parecía el único cuarto de la casa, además de la mini cocina y lo que adivinaba como el baño, estaba caldeado a un nivel difícil de soportar. Claro, no había ventanas ni otra abertura que no fuera la de la entrada; solo dos ventanucos mínimos de ventilación, que apenas lograban llevar algo, muy poco de fresco, en medio del agobio de la tarde de verano. Además, por momentos llegaba un vaho asqueroso, por suerte leve, pero de algo, vegetal o animal, que se estaba indudablemente pudriendo dentro de la casa. La piba entró seria pero, adivinó Guada, con un destello de satisfacción o alivio, sutil, muy sutil, pero que llegó a captar. Ahora que no estaba tan tensa o desbordada, con las facciones más sueltas, se le aparecía muy linda. “Uff, qué baruja. Mañana doy vuelta todo, debe haber una rata muerta en algún lugar, puta madre. ¿Vamo a hablar arafue?”. Guada agradeció al cielo, pese a ser atea, y asintió. La piba antes de salir manoteó una Quilmes de la heladera y dos vasos. “Gracias dos veces, Señor”, pensó Guada divertida y siguió a la piba, que salió de la casa y la invitó a sentarse en un tronco de árbol enorme pero extrañamente simétrico. La piba (bueno, Miriam) hizo saltar la tapa de la birra con su encendedor, sirvió los dos vasos (con espuma) por la mitad y le pasó uno a Guada. La calle tenía la parsimonia abúlica y vagamente irreal de las tres y media de la tarde en febrero. Guada dio un sorbo a la cerveza y miró a Miriam: “¿tu hijo entonces... está bien? Bah, bueno. Bien... digo, dadas las circunstancias...” Miriam sonrió con cierta dureza: “está bien, sí; dentro de todo. Está en lo de mi vieja. Ahí está contenido.” Miriam remató el vaso de birra y se sirvió un segundo. Dio un trago y pasó la lengua apenas por el borde del vaso, un gesto automático, que a Guada la calentó. ¿Cuánto hacía que no se calentaba con otra mina? Años, décadas más bien. Bajó un poco la vista y clavó la mirada en las tetas de Miriam: no eran muy grandes pero estaban tensas, erguidas, con los pezones durísimos haciendo presión contra la remera negra (de La Renga). Guada, algo incómoda por la excitación imprevista, buscó orientarse con la brújula del profesionalismo: “¿lo quería Franco al papá?”. Miriam tomó un trago de cerveza y miró concentrada el cielo azul, abrumadora, interminablemente azul, por segundos largos, como estirados, tal vez por la calentura de Guada, que por cierto seguía en aumento. “Sí, lo quería. Bastante. El otro hijo de puta ni se lo merecía... bah, todo hay que decirlo, con Franco, cuando estuvo, siempre se portó. Pero bue... Franco no sabe quién es el padre. Bah, quién era...” Miriam pronunció la frase y la miró a los ojos, fijamente. No la miraba fija en tren de historia sexual, sino más bien en tren de tensión dramática. ¿O había un poco de las dos cosas...?
“Y quién era el padre?” pregunto Guada, redoblando el dramatismo. Miriam la miró caústica. “¿El Laucha? El Laucha era un terrible hijo de puta. Terrible terribe hijo de puta. Y ojo, te aclaro. Conmigo fue un garca pero dentro de todo... Digo, comparado con las cosas que hizo...” explicó Miriam y sirvió de nuevo los vasos de cerveza, rozando la mano de Guada con una intención que por un segundo le pareció no del todo inocente. Guada tenía una doble sensación: como periodista (como curiosa en general), la historia del Laucha se le presentaba atractiva y moría por profundizarla; como ser vivo sexuado, Guada se moría por saltar encima de Miriam y comérsela a besos. Claramente la etapa lésbica, como jodía con sus amigas de la secundaria, cuando vivían transándose entre ellas, medio en joda, medio en serio, no solo no estaba superada sino que había tenido un renacer tan inesperado como incontrolable. “Bueno, pero... ¿qué tipo de cosas hacía el Laucha...?” preguntó Guada con una voz que sobre el final de la frase derivó francamente al beboteo. Miriam la miró seria, captando tal vez esa inflexión última, y sonrió, ácida, desganada: “¿qué cosas hacía...?”
En ese momento Guada sintió en la cabeza una invasión tibia y enseguida repugnante: alguien la estaba meando. Asqueada, se paró de golpe y levantó la vista. Un nene con síndrome de down de unos diez años, desde la terraza de la casa pegada a la de Miriam, había pelado la pija y mientras la orinaba sonreía, inocente y feliz. Miriam se enfureció, agarró una piedra y se la tiró con fuerza al pibe, a quien le pego de lleno, en el medio del pecho. “Tiiiina, la reputa madre, lo podés bajar al Martín, que de vuelta nos está meando, la puta madre...” Miriam aulló unas puteadas más para una Tina que nunca apareció, y después la miró a Guada: “mamita, pasá al baño y date una ducha, te presto ropa...” El nene lloraba y todavía meándose encima había vuelto a saltar a su terraza, ya no se lo veía. Confundida pero en el fondo contenta, o al menos expectante, Guada entró a la casa y después se metió en el baño. Miriam abrió la ducha, dejó una toalla verde loro muy gastada sobre la mochila del inodoro (no tenía tapa) y salió del baño. Guada se puso en bolas y se metió en la ducha. Estaba prendida fuego pero lo frío del agua la empezaba a relajar y a hacerle creer que se estaba armando una novela porno al pedo cuando sintió que alguien corría al cortina del baño. Abrió los ojos: Miriam la miraba seria y como acechante. “Mamita, te falta el jabón...”
Guada dudó un segundo, por ahí dos. Después agarró a Miriam del cuello y la metió de prepo en la bañera.
viernes, 12 de enero de 2024
ARREGLAR (3)
Guada entró al bar, se sentó en la primera mesa que encontró y pidió una cerveza. Le trajeron una Quilmes de litro y un platito con papas fritas, no muchas. Atardecía y en el bar había poco movimiento. En la barra una mina de unos sesenta años bostezaba apática y una piba parecida a ella (su hija, seguro), secaba platos y vasos compenetrada, con actitud inversa a la de su madre. El mozo le había dejado la birra y había salido a fumar un cigarrillo a la puerta. En una mesa un tipo leía Clarín y tomaba una Coca mientras se sacaba los mocos con carpa, y en otra una pareja dejaba enfriar sus respectivos cafés mientras miraban sus respectivos celulares. Guada terminó el primer vaso de cerveza y se sirvió el segundo, mientras remataba las pocas papas que le quedaban. La chica estaba diez minutos atrasada. La había escuchada angustiada o recelosa, aunque le había parecido que no en relación con el tema del ovni; era bastante probable que la clavara. Una mina piola que le había dicho un par de cosas interesantes y se había quedado dormida, una segunda mina que la dejaba de garpe: la cosa venía difícil. Se sirvió el tercer vaso de Quilmes y revisó su celular. Un whatsupp de su hermana que le decía que mañana pasaba y le regaba las plantas, uno del grupo del edificio que anunciaba un aumento en las expensas y uno de su ex que ni leyó. Cuarto vaso de Quilmes, veinticinco minutos de retraso, un suspiro desganado y una seña al mozo para que le hiciera la cuenta; de golpe, como hubiera salido de abajo de la mesa, la piba se le vino encima y le dio un beso de prepo, con un “disculpame” apurado, nervioso. Guada, sorprendida, la invitó para que se sentara, aclarando que no había problema; le iba a hacer la seña al mozo para que trajera otro vaso y otra cerveza pero el mozo se adelantó y ya traía el otro vaso. Guada remató lo que quedaba de la cerveza en el vaso de la piba y pidió con un gesto otra. La piba se mandó la birra en fondo blanco y la miró con aire apesadumbrado: “disculpá la tardanza, pero es que estoy muy preocupada. El papá de mi hijo y mi hijo están desaparecidos hace como diez horas. Es más, no iba a venir pero después pensé que, no sé... como sos periodista... capaz me podés dar una mano...” Guada la miró, sorprendida pero comprensiva. Era una chica joven, de piel muy blanca y ojitos diminutos, de manos largas y elegantes, con las uñas muy comidas, que temblaban visiblemente. “Obvio, si te puedo ayudar con algo desde ya... lo de la entrevista queda para después, para cuando puedas... bah, en realidad no importa. ¿Sabes qué les pudo haber pasado a tu marido y a tu hijo...?” La pregunta de Guada, más bien previsible, pareció descolocar a la chica, y por varios segundos quedó como tildada. El mozo trajo la segunda Quilmes y una segunda tanda de papas fritas pero Guada no se animó a servir los vasos y la chica no parecía reaccionar. “El Laucha tenía que arreglar...” dijo de golpe, o más bien musitó, como si se hablara a sí misma. “¿Arreglar? ¿Arreglar con quién?”. La chica pareció salir de su aturdimiento y miró a Guada a los ojos: “El Laucha no es mi marido, es mi ex. Y disculpame, esto no tiene sentido...” La chica anunció eso y amagaba con levantarse cuando se escuchó un silbido de whatsupp que salió de su celular. Lo miró ansiosa y al instante su cara se transfiguró: una mueca de horror y desesperación se le metió de prepo y levantándose trastabilló y se derrumbó, tirando la cerveza, que se hizo mierda contra el piso. Guada se levantó para ayudarla pero al mismo tiempo no pudo contenerse y miró el celular. Una tal Mecha le había escrito: “Negra, encontraron tomuer al Laucha”.
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